Sin embargo, resultó que su padre no desaprobaba del todo su comportamiento. Sin que Simon se enterara, el duque de Hastings se había empezado a interesar por el progreso de su único hijo. Empezó a pedir informes académicos a la universidad y contrató a un detective de Bow Street para que lo mantuviera informado de las actividades ociosas de Simon. Y, al final, dejó de esperar que cada carta que recibía detallara episodios de la estupidez de su hijo.
Sería imposible establecer con exactitud cuándo se produjo el cambio, pero un día el duque se dio cuenta de que, después de todo, su hijo no había salido tan mal.
El duque se hinchó de orgullo. Como siempre, al final la sangre que corría por la venas había acabado triunfando. Debería haber sabido que nadie de su sangre podía ser imbécil.
Cuando acabó la universidad con mención honorífica en matemáticas, Simon volvió a Londres con sus amigos. Obviamente, se instaló en sus aposentos de soltero, porque lo último que le apetecía era vivir bajo el mismo techo que su padre. Cuando empezó a acudir a fiestas, cada vez más gente malinterpretó sus pausas como arrogancia y su reducido círculo de amigos como carácter exclusivo.
Sin embargo, acabó de sellar su reputación el día que Beu Brummel, el que en aquella época era el líder de la alta sociedad, le hizo una pregunta bastante complicada sobre alguna nueva y trivial moda. Brummel utilizó un tono bastante condescendiente y su intención era, obviamente, dejar en ridículo al joven conde. Como todo Londres sabía, la afición de Brummel era ridiculizar a la elite británica. Y así lo había intentado con Simon, pidiéndole su opinión al terminar la pregunta con un «¿No cree, milord?»
Mientras a su alrededor se reunía una multitud de curiosos que no se atrevían ni a respirar, Simon, que no podía haber estado menos interesado en el nuevo nudo de la corbata del príncipe de Gales, simplemente clavó su azul mirada en Brummel y dijo:
– No.
Sin dar más explicaciones, sin más elaboraciones; sencillamente «No».
Y se fue.
Al día siguiente, Simon ya se habría podido convertir en el rey de la sociedad, si hubiera querido. La ironía era bastante desconcertante. A Simon no le importaba Brummel o su tono, y seguramente le habría dado una respuesta más extensa si hubiera estado seguro de hacerlo sin tartamudear. Y, sin embargo, en esa situación menos había resultado ser más, y la escueta respuesta de Simon resultó ser más letal que cualquier elaborado discurso que hubiera pronunciado.
Naturalmente, la inteligencia y el éxito del heredero de Hastings llegó a oídos del duque. Y, aunque no fue a buscar a su hijo inmediatamente, Simon empezó a escuchar rumores sobre que la distante relación con su padre podría cambiar. El duque soltó una carcajada cuando se enteró del incidente con Brummel y dijo:
– Naturalmente. Es un Basset.
Alguien incluso comentó que el duque iba presumiendo de la mención honorífica de su hijo en Oxford.
Y llegó el día que los dos se vieron las caras en un baile en Londres.
El duque no iba a permitir que Simon le plantara cara.
Aunque Simon lo intentó. Lo intentó de veras. Pero nadie tenía la capacidad para mermar su confianza como su padre, y cuando lo miró, y vio su propio reflejo, aunque más mayor, no pudo moverse ni hablar.
Notó la lengua pesada, tenía una sensación extraña en la boca, como si el tartamudeo no sólo le hubiera invadido la boca, sino también todo el cuerpo.
El duque aprovechó aquella situación y lo abrazó pronunciando un sentido «Hijo».
Al día siguiente, Simon abandonó el país.
Sabía que sería imposible evitar del todo a su padre si se quedaba en Inglaterra. Y se negó a jugar el papel de hijo después de haberle negado durante tantos años un padre.
Además, últimamente se estaba empezando a cansar de la vida salvaje que llevaba en Londres. Dejando aparte la reputación de vividor, realmente Simon no tenía temperamento para ser un auténtico libertino. Había disfrutado de las fiestas nocturnas de la ciudad tanto como cualquiera de sus amigos, pero después de tres años en Oxford y uno en Londres empezaba a estar, bueno, algo cansado.
Y se fue.
Sin embargo, ahora se alegraba de haber vuelto. Estar en casa lo tranquilizaba. Y después de viajar solo por el mundo durante seis años, era fantástico reencontrase con amigos.
Avanzó en silencio por los pasillos en dirección al baile. Quería evitar que lo anunciaran; lo último que deseaba era un pregón público anunciando su presencia. La conversación de aquella tarde con Anthony Bridgerton había reafirmado su idea de no participar de forma activa en la vida social de Londres.
No quería casarse. Nunca. Y no tenía sentido frecuentar los bailes si no buscaba esposa.
Aún así, pensó que le debía cierta lealtad a lady Danbury después de lo bien que se había portado con él de pequeño y, para ser honesto, tenía que reconocer que sentía un gran cariño por aquella señora que hablaba sin tapujos. Rechazar su invitación habría sido de muy mala educación, sobre todo tendiendo en cuenta que había llegado acompañada de una nota personal dándole la bienvenida a casa.
Como conocía la casa, entró por la puerta lateral. Si todo iba bien, podría acercase a lady Danbury tranquilamente, saludarla y marcharse.
Sin embargo, al girar una esquina, escuchó voces y se detuvo en seco.
Contuvo un gemido. Había interrumpido un encuentro de enamorados. Maldita sea. ¿Cómo escabullirse sin ser visto? Si lo descubrían, la consiguiente escena estaría llena de histrionismo, vergüenzas y un sin fin de emociones aburridas que no podría resistir. Sería mejor quedarse allí escondido entre las sombras y dejar que los amantes siguieran su camino.
Sin embargo, cuando se disponía a retroceder pausadamente, escuchó algo que le llamó la atención.
– No.
¿No? ¿Alguien había llevado a una dama a un solitario pasillo en contra de su voluntad?
Simon no tenía grandes deseos de ser el héroe de nadie, pero ni siquiera él podía permitir tal insulto a una dama. Estiró el cuello y ladeó la cabeza, para escuchar mejor. Al fin y al cabo, a lo mejor no lo había escuchado bien. Si nadie estaba en apuros, lo que no iba a hacer era entrometerse.
– Nigel -dijo la chica-, no deberías haberme seguido hasta aquí.
– ¡Pero yo te quiero! -exclamó el hombre, muy apasionado-. Sólo quiero que seas mi esposa.
Simon contuvo una carcajada. Pobrecillo. Era doloroso escucharlo hablar así.
– Nigel -repitió ella, con una voz sorprendentemente amable y paciente-. Mi hermano ya te ha dicho que no me puedo casar contigo. Espero que podamos seguir siendo amigos.
– ¡Pero tu hermano no lo entiende!
– Sí -dijo ella, con tono firme-. Sí que lo entiende.
– ¡Maldita sea! Si no te casa conmigo, ¿quién lo hará?
Simon parpadeó, sorprendido. Dentro del abanico de proposiciones, ésta no entraría en el apartado de las románticas.
Al parecer, a la chica tampoco le gustó.
– Bueno -dijo, algo contrariada-. No es que sea la única chica en el baile de lady Danbury. Estoy segura de que alguna estaría encantada de casarse contigo.
Simon se inclinó un poco para intentar ver algo de la escena. La chica estaba en la sombra, pero pudo ver al hombre bastante bien. Parecía abatido, con los brazos colgándole a los lados. Despacio, agitó la cabeza.
– No -dijo, muy triste-. No es verdad. ¿No lo ves? Ellas… ellas…
Simon sufría en silencio mientras Nigel intentaba encontrar las palabras adecuadas. Su titubeo era debido a la emoción, pero nunca era agradable ver a alguien que no conseguía acabar una frase.
– Ninguna es tan agradable como tú -dijo Nigel, por fin-. Eres la única que me sonríe.
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