Julia Quinn - El Duque Y Yo

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Todos parecían divertirse en aquel baile que reunía a lo más selecto de la sociedad londinense. Todos, excepto ellos dos. Daphne, una hermosa joven agobiada por su madre, y Simon, el huraño nuevo duque de Hastings, tenían el mismo problema: la continua presión para que encontraran pareja. Al conocerse, se les ocurrió el plan perfecto: fingir un compromiso que los liberara de más agobios. Pero no sería sencillo, ya que el hermano de Daphne, amigo de Simon, no es fácil de engañar, ni tampoco lo son las avezadas damas de la alta sociedad. Aunque lo que complicará de verdad las cosas será la aparición de un elemento que no estaba previsto en este juego a dos bandas: el amor.
Desde que fue presentada en sociedad, Daphne no tiene un momento de respiro. La culpa es de su madre, a la que adora, pero que está obsesionada con encontrarle un marido cuanto antes. Lo peor del caso es que los hombres razonablemente deseables no están interesados, y los que sí lo están son unos incansables pesados de los que tiene que librarse… incluso a golpes. Por eso acepta encantada la idea del duque de Hastings de fingir un noviazgo que ahuyente a los pretendientes. Aunque quizá también tenga algo que ver el hecho de que el joven duque comienza a resultarle cada vez más seductor.
Marcado por una infancia llena de soledad y resentimiento, Simon Basset, el nuevo duque de Hastings, no quiere saber nada de la vida social de Londres ni, desde luego, de los intentos de las elegantes damas de “cazarlo” como marido para sus hijas. Cuando conoce a Daphne, cree haber encontrado el plan perfecto: un compromiso ficticio que mantenga alejadas a las pretendientes que lo agobian. Y cuando la atracción fingida comienza a convertirse en algo demasiado real, Simon deberá enfrentarse a los fantasmas del pasado que le impiden disfrutar la felicidad que el destino pone al alcance de su mano.

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Violet soltó una risita.

– Te corregía los deberes de aritmética cuando la institutriz estaba enferma, Daphne.

– De acuerdo, quizás en historia -dijo Daphne, sonriendo. Volvió a mirar el papel y releyendo una y otra vez el nombre del nuevo duque-. Parece interesante.

Violet la miró, muy seria.

– No es adecuado para una señorita de tu edad.

– Es curioso cómo, en un segundo, soy tan mayor que te desesperas porque crees que no me voy a casar con nadie y, al mismo tiempo, soy demasiado joven para conocer a los amigos de Anthony.

– Daphne Bridgerton, no me…

– … gusta mi tono, lo sé -dijo Daphne, sonriendo-. Pero me quieres.

Violet también sonrió y abrazó a su hija.

– Es cierto.

Daphne le dio un beso en la mejilla a su madre.

– Es la maldición de la maternidad. Nos quieres incluso cuando te sacamos de quicio.

Violet suspiró.

– Sólo espero que algún día tengas…

– … hijos como yo, lo sé -dijo Daphne, con una sonrisa melancólica, y apoyó la cabeza en el hombro de su madre.

Su madre podría ser demasiado curiosa y su padre quizás estuvo más interesado en la caza que en las fiestas sociales, pero habían tenido un matrimonio amable y bien avenido, lleno de amor, risas e hijos.

– Lo peor que podría hacer sería no seguir tu ejemplo.

– Daphne, cielo -dijo Violet, con los ojos humedecidos-. Es una de las cosas más bonitas que me han dicho nunca.

Daphne jugó con un mechón castaño y sonrió, convirtiendo el momento sentimental en gracioso.

– Seguiré tu ejemplo en lo que al matrimonio y los hijos se refiere, madre, siempre que no tenga que tener ocho.

En ese mismo momento, Simon Basset, el nuevo duque de Hastings y antiguo tema de conversación de las mujeres Bridgerton, estaba sentado en Whit’s. Y estaba acompañado ni más ni menos que por Anthony Bridgerton, el hermano mayor de Daphne. Eran bastante parecidos; los dos altos, fuertes y con el cabello grueso y oscuro. Sin embargo, Anthony tenía los ojos del mismo color chocolate que su hermana y Simon los tenía azul intenso.

Y, precisamente, era esa mirada fría la que le antecedía. Cuando miraba a alguien directamente a los ojos, los hombres se sentían incómodos y las mujeres empezaban a temblar.

Pero Anthony no. Hacía años que se conocían, y Anthony se limitaba a sonreír cuando Simon levantaba una ceja y lo miraba fijamente.

– Te olvidas de que te he visto con la cabeza metida en un orinal -le había dicho Anthony-. Desde entonces, me cuesta tomarte en serio.

– Sí, y si no recuerdo mal, fuiste tú el que me sujetaba mientras llevaba aquel repugnante recipiente en la cabeza. -Fue la respuesta de Simon.

– Uno de los mejores momentos de mi vida, te lo aseguro. Sí, pero a la noche siguiente te tomaste la revancha en forma de doce anguilas en mi cama.

Simon sonrió al recordar tanto el incidente como la consiguiente charla con el director. Anthony era un buen amigo, el tipo de hombre que uno querría tener al lado en una situación difícil. Fue la primera persona que Simon buscó cuando volvió a Inglaterra.

– Es un placer volverte a tener aquí, Clyvedon -dijo Anthony, una vez sentados en las butacas del Whit’s-. Pero supongo que ahora insistirás en que te llame Hastings.

– No -dijo Simon, serio-. Hastings será siempre el nombre de mi padre. Nunca respondía a nada más. -Hizo una pausa-. Heredaré su título si es necesario pero no aceptaré su nombre.

– ¿Si es necesario? -Anthony abrió los ojos como platos-. Muchos hombres no estarían tan resignados ante la perspectiva de heredar un ducado.

Simon se pasó la mano por el pelo. Sabía que se suponía que debía estar contento por su primogenitura y mostrarse orgulloso de la intachable historia de los Basset, pero la verdad era que todo aquello lo ponía enfermo. Toda la vida había intentado defraudar las expectativas de su padre, y ahora le parecía ridículo hacer honor a su nombre.

– Es una maldita carga, eso es lo que es -gruñó, al final.

– Pues será mejor que te vayas acostumbrando -dijo Anthony, a modo de consejo-, porque todo te van a llamar por su nombre.

Simon sabía que era verdad, pero dudaba que algún día pudiera llevar con dignidad aquel título.

– Bueno, en cualquier caso -dijo Anthony, respetando la privacidad de su amigo en algo de lo que obviamente no le gustaba hablar-, me alegro de que hayas vuelto. Así, por fin, encontraré un poco de paz la próxima vez que acompañe a mi hermana aun baile.

Simon se echó hacia atrás y cruzó las largas y musculosas piernas por los tobillos.

– Un comentario muy intrigante -dijo.

Anthony levantó una ceja.

– Y estás seguro de que te lo explicaré, ¿no es así?

– Por supuesto.

– Debería dejar que lo adivinaras por ti mismo, pero nunca he sido un hombre cruel.

Simon se rió.

– ¿Y esto lo dice el que me metió la cabeza en un orinal?

Anthony agitó la mano en el aire pare quitarle importancia.

– Era joven.

– ¿Y ahora eres el ejemplo del decoro y la respetabilidad?

Anthony sonrió.

– Totalmente.

– Entonces -dijo Simon-, dime, exactamente, ¿cómo voy a contribuir a que tengas una existencia más pacífica?

– Supongo que tienes intención de asumir tu papel social.

– Supones mal.

– Pero vas a ir al baile de lady Danbury esta semana -dijo Anthony.

– Únicamente porque siento una gran aprecio por ella. Siempre dice lo que piensa y… -Los ojos de de Simon parecieron alterados.

– ¿Y? -preguntó Anthony.

Simon agitó la cabeza.

– Nada. Es que se portó muy bien conmigo de pequeño. Pasé unas cuantas vacaciones de verano en su casa de Riverdale. Ya sabes, su sobrino.

Anthony asintió

– Ya veo. Así que no tienes intención de presentarte en sociedad. Estoy impresionado por tu determinación. Pero permíteme que te diga una cosa: aunque no quieras ir a los bailes de la alta sociedad, ellas vendrán a ti.

Simon, que había elegido ese momento para beber un trago de brandy, se atragantó ante la mirada de Anthony cuando dijo «ellas». Después de un mal rato tosiendo, dijo:

– ¿Quiénes son ellas?

Anthony se estremeció.

– Las madres.

– Como yo no tuve, creo que no te entiendo.

– Las madres, imbécil. Esos dragones que sacan fuego por la nariz con hijas, Dios nos asista, casaderas. Puedes correr, pero no podrás esconderte. Y, debe avisarte, la mía es la peor de todas.

– Dios santo. Y yo pensaba que África era peligrosa.

Anthony le lanzó a su amigo una compasiva mirada.

– Te perseguirán, y cuando te encuentren, te verás atrapado en una conversación con una joven pálida con un vestido blanco que sólo sabe hablar del tiempo, del baile anual en Almack’s y de cintas de pelo.

Simon miró a su amigo divertido.

– Deduzco, de tus palabras, que mientras he estado fuera, te has convertido en una especie de buen partido, ¿no?

– No es que aspire a ello, te lo aseguro. Si dependiera de mí, evitaría los bailes como si fueran plagas. Pero mi hermana se presentó en sociedad el año pasado y, de vez en cuando, me veo obligado a acompañarla a los bailes.

– Te refieres a Daphne, ¿verdad?

Anthony miró a Simon bastante sorprendido.

– ¿Os llegasteis a conocer?

– No -dijo Simon-. Pero me acuerdo de las cartas que te enviaba al colegio; además, también me recuerdo que era la cuarta, así que su nombre tiene que empezar por D y ya sabes…

– Sí, claro -dijo Anthony, con los ojos en blanco-. El método de los Bridgerton par ponerles nombres a sus hijos. Una manera de asegurarse que nadie se olvida de quién eres.

Simon se rió.

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