Parecía tan pequeño y frágil en aquella cama tan grande; Benedict y Sophie lo habían llevado a su habitación, que era más grande, para tener más espacio para atenderlo. Estaba ardiendo pero, cuando abrió los ojos, Eloise vio que los tenía cristalinos y era incapaz de fijar la mirada en algo concreto. Además, cuando no estaba totalmente inmóvil, deliraba diciendo cosas incoherentes sobre caballos, árboles y mazapanes.
Eloise se preguntó qué diría ella, en estado delirante, si alguna vez se ponía tan enferma.
Le secó la frente, lo giró y ayudó a las sirvientas a cambiarle las sábanas, y ni siquiera se dio cuenta que el sol se había escondido por el horizonte. Sólo daba gracias al cielo porque Charles parecía no empeorar con sus cuidados. Según los sirvientes, Benedict y Sophie habían estado a su lado dos días enteros y Eloise no quería ir a despertarlos con malas noticias.
Se sentó en una silla junto a la cama, le leyó su libro favorito y le explicó historias de cuando su padre era pequeño. Y, aunque dudaba que pudiera escucharla, aquello le hacía sentirse mejor porque no podía quedarse allí sentada sin hacer nada.
Sin embargo, no fue hasta las ocho de la tarde, cuando Sophie se despertó y le preguntó por Phillip, que se le ocurrió que debería enviarle una nota porque, a lo mejor, estaba preocupado.
Así que escribió algo breve, sólo para decirle que estaba velando a su sobrino. Phillip lo entendería.
A las ocho de la tarde, Phillip estaba convencido de que Eloise había muerto en un accidente o lo había abandonado.
Y ninguna de las opciones le parecía demasiado agradable.
No creía que lo hubiera abandonado; parecía bastante feliz con su matrimonio, a pesar de la pelea que habían tenido por la mañana. Además, no se había llevado nada, aunque aquello no significaba nada porque casi todas sus cosas todavía tenían que llegar de Londres. Si se había marchado, no dejaba gran cosa en Romney Hall.
Sólo un marido y dos hijos.
Por Dios, y a los niños les había dicho: “Creo que ha venido para quedarse”.
No, pensó con ferocidad, Eloise no lo dejaría. Nunca haría algo así. No era una mujer cobarde y jamás huiría de su matrimonio. Si había algo que no le gustaba, se lo diría, a la cara y sin rodeos.
Y eso, pensó mientras se ponía el abrigo y salía corriendo hacia la puerta, significaba que tenía que estar muerta en alguna cuneta del camino a Wiltshire. Había estado lloviendo toda la tarde y los caminos entre su casa y la de Benedict no estaban en demasiado buenas condiciones.
Demonios, casi sería mejor que lo hubiera abandonado.
Sin embargo, camino de Mi Casa, el estúpido nombre de la propiedad de Benedict Bridgerton, empapado y de muy mal humor, cada vez estaba más convencido de que Eloise lo había abandonado.
Porque no estaba en ninguna cuneta, ni había ningún rastro de algún accidente de carruaje, ni la había encontrado en ninguna de las dos posadas que había en el camino.
Y sólo había un camino para ir desde Romney Hall hasta Mi Casa; era imposible que estuviera en cualquier otra posada de cualquier otro camino y que todo aquello acabara por saldarse en un terrible malentendido.
– Tranquilo -se dijo, mientras subía las escaleras de casa de Benedict-. Tranquilo.
Porque nunca había estado tan cerca de perder los nervios.
A lo mejor había una explicación lógica. A lo mejor no había querido volver mientras llovía. No llovía tanto, pero era algo continuo, y supuso que no le apetecía viajar en esas condiciones.
Levantó el picaporte y golpeó la puerta. Con fuerza.
A lo mejor se había roto una rueda del carruaje.
Volvió a golpear la puerta.
No, eso no lo explicaría. Benedict podría haberla enviado a casa en el suyo.
A lo mejor…
A lo mejor…
Intentó, sin éxito, buscar alguna otra explicación para que Eloise estuviera allí con su hermano y no en casa con su marido. Y no se le ocurría ninguna.
La maldición que salió por sus labios era algo que hacía muchos años que no decía.
Volvió a coger el picaporte, dispuesto a arrancarlo y lanzarlo por la ventana, pero justo entonces se abrió la puerta y Phillip se encontró delante de Graves, el mayordomo a quien había conocido hacía apenas dos semanas, cuando había venido a hacer ver que cortejaba a Eloise.
– ¿Y mi mujer? -preguntó Phillip, casi gruñendo.
– ¡Sir Phillip! -dijo el mayordomo, sorprendido.
Phillip no se movió, a pesar de que la lluvia le resbalaba por la cara. La maldita casa no tenía pórtico. ¿Dónde se había visto que una casa inglesa no tuviera pórtico?
– Mi mujer -le espetó, otra vez.
– Está aquí -le dijo Graves-. Pase.
Phillip dio un paso adelante.
– Quiero a mi mujer -dijo-. Ahora.
– Permita que le quite el abrigo -dijo Graves.
– Me da igual el abrigo -dijo Phillip, de malos modos-. Quiero a mi mujer.
Graves se quedó helado, con las manos todavía estiradas para quitarle el abrigo.
– ¿Ha recibido la nota de la señora Crane?
– No, no he recibido ninguna nota.
– Ya me parecía que había venido muy rápido -murmuró Graves-. Se debe haber cruzado con el mensajero por el camino. Será mejor que entre.
– Ya estoy dentro -dijo Phillip, muy serio.
Graves espiró, en realidad fue más bien un intenso suspiro, algo muy extraño en un mayordomo que se suponía que no debía hacer gala de ningún sentimiento.
– Creo que tendrá que quedarse un buen rato -dijo Graves, con suavidad-. Quítese el abrigo. Séquese. Querrá estar cómodo.
De repente, la rabia de Phillip se transformó en preocupación. ¿Es que le había pasado algo a Eloise? Por Dios, si le había pasado…
– ¿Qué sucede? -susurró.
Acababa de recuperar a sus hijos. No estaba preparado para perder a su mujer.
El mayordomo encaró las escaleras con los ojos tristes.
– Acompáñeme -dijo Graves, en voz baja.
Phillip lo siguió y a cada paso que daba, mayor era el miedo que sentía.
Obviamente, Eloise había acudido a misa casi cada domingo de su vida. Era lo que se esperaba de ella y era lo que hacía la gente buena y honesta pero, en realidad, nunca había sido una persona especialmente religiosa. Durante los sermones, solía dejar volar la imaginación, cantaba los himnos porque le gustaba la música y no porque sintiera una elevación espiritual y, además, la iglesia era el único lugar en el que una pésima cantante como ella podía cantar en voz alta.
Sin embargo, esa noche, mientras contemplaba a su pequeño sobrino, rezó.
Charles no había empeorado, pero tampoco había mejorado y el doctor, que había venido y se había marchado por segunda vez ese día, había pronunciado las temerosas palabras: “en manos de Dios”.
Eloise odiaba esa frase, odiaba que los médicos recurrieran a ella cuando se enfrentaban a una enfermedad que los superaba, pero, si el doctor tenía razón y la vida de Charles estaba en manos de Dios, entonces es a él a quien Eloise rezaría.
Eso sí, sólo cuando no le estaba aplicando compresas frías en la frente o le estaba haciendo beber caldo caliente. Y, aunque había tantas cosas por hacer, se pasaba las horas en vela, nada más.
Así que se sentó, con las manos juntas en el regazo, y suplicó:
– Por favor, por favor.
Y entonces, como si alguien hubiera respondido a la plegaria equivocada, escuchó un ruido en la puerta y, por imposible que pareciera, era Phillip, aunque había mandado el mensajero apenas hacía una hora. Estaba empapado por la lluvia, con el pelo pegado en la frente, pero Eloise estaba más contenta que nunca de verlo y, antes de saber lo que estaba haciendo, cruzó la habitación y se lanzó a sus brazos.
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