Le sonrió de oreja a oreja.
– ¿Un poquito de intimidad, si no le importa?
Exhalando un suspiro ella se alejó, pero antes de cerrar la puerta la oyeron decir:
– Sí que me gusta una buena historia de amor.
Mi queridísima Amelia:
¿Es posible que sólo hayan pasado tres semanas desde mi última carta? Tengo la sensación de que hubiera estado acumulando noticias por lo menos durante un año. Los niños siguen bien, creciendo y desarrollándose. ¡Arthur es tremendamente estudioso! Jack se declara patidifuso, pero su placer es evidente. A comienzos de esta semana visitamos la Happy Hare para hablar de los planes para la feria del pueblo con Harry Gladdish, y Jack no paró de lamentarse de lo difícil que ha sido encontrar un nuevo preceptor, ya que Arthur dejó agotado al anterior.
Harry no se dejó engañar. Jack estaba hinchado de orgullo como un bombo.
Estuvimos encantados con…
– ¡Mamá!
Grace levantó la vista. Su hija (la tercera de cuatro y única niña) estaba en la puerta con cara de sentirse muy agraviada.
– ¿Qué pasa, Mary?
– John me…
– Sólo estaba pasando -dijo John, deteniéndose junto a Mary con un patinazo por el brillante suelo.
– ¡John! -gritó Mary.
John miró a Grace con cara de la más absoluta inocencia.
– Apenas la he tocado.
Grace resistió el deseo de cerrar los ojos y gemir. John sólo tenía diez años, pero ya poseía el encanto letal de su padre.
– Mamá -dijo Mary-, yo iba caminando hacia el invernadero cuando…
– Lo que quiere decir Mary -interrumpió John-, es que yo iba caminando hacia el invernadero de «naranjos» cuando ella chocó conmigo y…
– No, no es eso lo que quería decir -protestó Mary, y miró a su madre terriblemente afligida-. ¡Mamá!
– John, deja que tu hermana termine de hablar -dijo Grace, casi automáticamente; esa era una frase que decía varias veces al día.
John le sonrió. Una sonrisa como para derretir. Buen Dios, dentro de poco tendría que ahuyentar a las chicas a palos.
– Madre -dijo él, en el mismo tono que empleaba Jack cuando quería salir de un aprieto con su encanto-. Ni soñaría con interrumpirla.
– ¡Acabas de interrumpirme! -exclamó Mary.
John levantó las manos, como diciendo «Pobrecilla».
Grace miró a Mary con una compasión que era de esperar se notara.
– ¿Decías, Mary?
– ¡Aplastó una naranja en mi partitura!
Grace miró a su hijo.
– John, ¿es…?
– No -contestó él al instante.
A ella no se le escapó que contestó antes que ella terminara la pregunta. Tal vez no debería darle demasiada importancia a eso. La frase «John, ¿es cierto eso?» era otra de las que repetía muchísimas veces en un día.
– Madre -dijo él, con sus ojos verdes muy solemnes-, te juro por mi honor que no aplasté una naranja…
– Mientes -dijo Mary, hirviendo de rabia.
– «Ella» aplastó la naranja.
– ¡Después que tú me la pusiste debajo del pie!
– ¡Grace! -dijo entonces otra voz.
Grace sonrió encantada. Jack lograría resolver la pelea de los niños.
– Grace -dijo él, pasando de lado por el pequeño espacio que dejaban los niños en la puerta-, necesito que me…
– ¡Jack! -interrumpió ella.
Él la miró y luego miró hacia atrás.
– ¿Qué he hecho?
Ella hizo un gesto hacia los niños.
– ¿No los has visto?
Él esbozó una sonrisa, idéntica a la que había empleado con ella su hijo sólo hacía un instante.
– Pues claro que los he visto. ¿No te has fijado en que he pasado por un lado? -Entonces se giró hacia los niños-. ¿No os hemos enseñado que es de mala educación cerrar el paso por una puerta?
Menos mal que no estaban en el invernadero, pensó ella, porque le habría arrojado una naranja. Tal como estaban las cosas, comenzaba a pensar que le convendría tener un buen surtido de objetos pequeños, redondos y fáciles de arrojar en el cajón de su escritorio.
– Jack -dijo, con una paciencia increíble en su opinión-, ¿tendrías la amabilidad de resolver su conflicto?
Él se encogió de hombros.
– Ellos lo resolverán.
– Jack -suspiró ella.
– No es tu culpa que no hayas tenido hermanos -dijo él-. No tienes ninguna experiencia en riñas entre hermanos. Créeme, todo se soluciona al final. Pronostico que vamos a conseguir que los cuatro lleguen a la edad adulta con por lo menos quince de sus principales miembros intactos.
Grace lo miró con los ojos entrecerrados.
– Tú, en cambio, estás en grave peligro de…
– ¡Niños! -interrumpió Jack-. Hacedle caso a vuestra madre.
– No ha dicho nada -observó John.
– Bien. -Frunció el ceño y pasado un momento dijo-: John, deja en paz a tu hermana. Mary, la próxima vez no pises la naranja.
– Pero…
– He dicho -declaró él.
Y, sorprendentemente, ellos continuaron su camino.
– Lo ves, no ha sido tan difícil -comentó él, avanzando hacia ella-. Te tengo unos papeles.
Inmediatamente Grace hizo a un lado su carta y cogió el documento.
– Es de mi abogado, ha llegado esta mañana.
Ella leyó el primer párrafo.
– ¿Sobre la casa Ennigsly en Lincoln?
– Eso es lo que estaba esperando -confirmó él.
Ella asintió y leyó detenidamente el documento. A los doce años de matrimonio esto ya era una rutina fácil. Jack llevaba personalmente todos sus asuntos de negocios y cuando llegaba correspondencia ella era su lectora.
Era casi divertido. A Jack le había llevado más o menos un año cogerle el tranquillo, pero se había convertido en un administrador maravilloso del ducado. Tenía una mente agudísima, y su juicio era tal que a ella le costaba creer que no había sido formado en administración de propiedades. Los inquilinos lo adoraban, los criados lo veneraban (sobre todo una vez que a la viuda la enviaron a vivir en el extremo más alejado de la propiedad), y la sociedad londinense había caído rendida a sus pies. Claro que a esto contribuyó que Thomas dejara muy claro que estaba convencido de que Jack era el legítimo duque de Wyndham, pero ella no se consideraba parcial por creer que algo tenían que ver en eso su encanto y su ingenio.
De lo único que era incapaz era de leer.
Cuando él se lo dijo, ella no le creyó. Ah, sí que creyó qué él lo creyera; seguro que había tenido malos profesores; seguro que alguien cometió una grave negligencia; un hombre de la inteligencia y la educación de Jack no llega analfabeto a la edad adulta.
Así pues, se sentó con él a enseñarle, poniendo en práctica los mejores métodos que conocía. Y él lo soportó. Pensándolo en retrospectiva, era increíble que él no hubiera explotado de frustración. Fue, tal vez, la demostración de amor más extraña imaginable: le permitió intentar enseñarle a leer, una y otra vez, y con una sonrisa en la cara incluso.
Pero al final tuvo que renunciar. Seguía sin entender lo que él quería decir con eso de que las letras «bailaban», pero le creía cuando insistía en que lo único que conseguía de una página impresa o escrita a mano era un dolor de cabeza.
– Todo está en regla -le dijo, devolviéndole los papeles.
Él le había explicado el asunto la semana anterior, después de haber tomado todas las decisiones. Siempre hacía eso, para que ella supiera exactamente qué informes esperaba recibir.
– ¿Le estás escribiendo a Amelia? -le preguntó él.
Ella asintió.
– Aún no logro decidir si debo contarle la travesura de John en el campanario de la iglesia.
– Ah, cuéntaselo. Se van a reír muchísimo.
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