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Julia Quinn: El Duque de Wyndham

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Julia Quinn El Duque de Wyndham

El Duque de Wyndham: краткое содержание, описание и аннотация

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Jack Audley ha sido muchas cosas: salteador de caminos, soldado… y un auténtico granuja. Lo que no es, y nunca será, es un par del reino responsable de una antigua herencia que da de comer a cientos de personas. Pero cuando es reconocido como el hijo perdido de la casa de Wyndham, se acaba su vida despreocupada. Y si se demuestra que su nacimiento es legítimo, entonces se verá con un título que nunca ha deseado: duque de Wyndham. Grace Eversleigh ha pasado los últimos cinco años de su vida trabajando duramente como dama de compañía de la duquesa viuda de Wyndham. Es un trabajo nada agradecido, en el que apenas queda espacio para salir de la rutina… hasta que Jack Audley entra en su vida, un hombre que es todo sonrisas pícaras y afable encanto. Jack no es la clase de hombre que acepta un no por respuesta, y cuando Grace se encuentra en sus brazos, se convierte una mujer que lo último que desea es decir que no. Pero si es el verdadero duque, entonces Jack es el único hombre al que nunca podrá tener…

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Mary le puso una mano en el brazo.

– Me dijo que te dijera que te quería.

– No me digas eso.

Era lo único que no podría soportar, en ese momento.

– Me lo dijo. Me dijo que sabía que vendrías a casa. Y que te quería, y que eras su hijo. En su corazón, eras su hijo.

Él se cubrió la cara con las dos manos y comenzó a apretársela, más y más fuerte, como si así pudiera hacer desaparecer el dolor. ¿Por qué se sorprendía? William no era un hombre joven; tenía casi cuarenta años cuando se casó con Mary. ¿Acaso había creído que la vida se detendría en su ausencia? ¿Que nadie cambiaría, crecería ni moriría?

– Debería haber vuelto -dijo-. Debería haber… Dios mío, qué idiota soy.

Mary le acarició una mano, se la bajó suavemente y se la retuvo. Entonces lo llevó por el vestíbulo hasta el cuarto más cercano y lo hizo entrar. Era el despacho de su tío.

Lentamente caminó hasta el escritorio. Era un escritorio inmenso, gigantesco, de madera oscura, que olía igual que los papeles y la tinta que siempre había encima.

Pero nunca había sido imponente; curioso, siempre le había gustado entrar ahí. En realidad era de lo más extraño; él era un niño al que le gustaba estar al aire libre, corriendo, echando carreras, siempre cubierto de barro. Incluso ahora destestaba una habitación que tuviera menos de dos ventanas.

Pero siempre le había gustado estar ahí.

Se giró a mirar a su tía; estaba en el centro de la sala; había cerrado casi totalmente la puerta y dejado la vela en un estante. Se volvió a mirarlo y le dijo, muy dulcemente:

– Él sabía que lo querías.

– No me lo merecía -dijo él, moviendo la cabeza-. Ni a ti.

– Deja de hablar así. No quiero oírte hablar así.

– Tía Mary, sabes… -Se metió el puño en la boca y se mordió los nudillos; las palabras estaban ahí, quemándole el pecho, pero era terriblemente difícil decirlas-. Sabes que Arthur no habría ido a Francia si no hubiera sido por mí.

Ella lo miró desconcertada un momento y luego ahogó una exclamación.

– Santo cielo, Jack, no te culparás de su muerte, ¿verdad?

– Por supuesto que sí. Fue por mí. No habría…

– Él deseaba entrar en el ejército. Sabía que era o eso o el clero, y el cielo sabe que no deseaba ser cura. Siempre había pensado…

– No -interrumpió él, con toda la fuerza de la rabia que sentía en el corazón-. No lo había pensado. Tal vez a ti te dijo eso, pero…

– No puedes responsabilizarte de su muerte. No te lo permitiré.

– Tía Mary…

– ¡Basta! ¡Basta!

Le cubrió la cabeza con las manos presionándole las sienes con las bases de las palmas; daba la impresión de que, más que nada, quería aplastarle lo que tenía dentro, poner fin a lo que fuera que él quería decirle.

Pero tenía que decirlo. Era la única manera de hacerla entender.

Y sería la primera vez que pronunciaba esas palabras:

– No sé leer.

Tres palabras. Nada más. Tres palabras. Y toda una vida de secretos.

Ella arrugó la frente y él no supo discernir su expresión. ¿No le creía, o simplemente pensaba que había oído mal?

Las personas ven lo que esperan ver. Él siempre había actuado como un hombre educado y así lo veía ella.

– No sé leer, tía Mary. Nunca logré aprender. Arthur era el único que lo sabía.

Ella negó con la cabeza.

– No lo entiendo. Estuviste en el colegio. Te graduaste…

– Por un pelo -interrumpió él-, y sólo gracias a la ayuda de Arthur. ¿Por qué crees que tuve que dejar la universidad?

– Jack… -Parecía avergonzada-. Nos dijeron que te portabas mal. Que bebías demasiado, y estaba esa mujer y… y… esa horrible broma con el cerdo y… ¿por qué niegas con la cabeza?

– No quería avergonzaros.

– ¿Crees que eso no fue vergonzoso?

– No podía hacer el trabajo sin la ayuda de Arthur -explicó él-, y él estaba dos cursos más atrás que yo.

– Pero nos dijeron…

– Preferí que me expulsaran por mala conducta que por estupidez.

– ¿Lo hiciste a propósito?

Él bajó el mentón.

– Uy, Dios mío. -Se sentó en una silla-. ¿Por qué no nos dijiste nada? Podríamos haberte contratado un preceptor.

– No me habría servido de nada. -Al ver que ella lo miraba desconcertada, explicó, sintiéndose casi impotente-: Las letras bailan. Saltan, se mueven. Nunca logro distinguir entre una de y una be, a no ser que estén en mayúscula, e incluso así…

– No eres estúpido -interrumpió ella, con voz muy enérgica.

Él simplemente la miró.

– No eres estúpido. Si hay un problema está en tus ojos, no en tu mente. Te conozco. -Se levantó, con movimientos algo temblorosos, pero decididos-. Yo estuve presente cuando naciste. Fui la primera que te tuvo en brazos. He estado a tu lado siempre que te has herido, en todas tus caídas. He visto cómo se te iluminan los ojos, Jack. Te he visto «pensar». -Y añadió dulcemente-: Qué inteligente tienes que haber sido para engañarnos a todos.

– Arthur me ayudó en todos los años del colegio -dijo él, con la voz más pareja que pudo-. Nunca se lo pedí. Él decía que le gustaba… -Tragó saliva, porque los recuerdos le subían a la garganta como una bala de cañón-. Decía que le gustaba leer en voz alta.

A ella comenzó a bajarle una lágrima por la mejilla.

– Y yo creo que le gustaba. Te idolatraba, Jack.

Jack intentó contener los sollozos que lo ahogaban.

– Yo debería haberlo protegido.

– Los soldados mueren, Jack. Arthur no fue el único. Solamente fue… -Cerró los ojos y bajó la cabeza desviando la cara, pero no tan rápido que él no alcanzara a ver el dolor que pasó por ella-. Solamente fue el único que a mí me importaba -musitó; levantó la vista y lo miró a los ojos-: Por favor, Jack, no quiero perder a dos hijos.

Abrió los brazos y sin darse cuenta él se encontró envuelto en ellos, sollozando.

No había llorado por Arthur. Ni una sola vez. Estaba tan inundado de furia, con los franceses, consigo mismo, que no le había quedado espacio para la aflicción.

Pero ahí, en ese momento el llanto se precipitó. Salió en torrente, con toda la tristeza, con todas las veces que había visto algo divertido y no estaba Arthur para compartir la risa. Todos los logros importantes que había celebrado solo; todos los logros que Arthur no celebraría jamás.

Lloró por todo eso. Y lloró por sí mismo, por sus años perdidos. Había estado huyendo, huyendo de sí mismo. Y estaba cansado de huir. Deseaba parar; quedarse en un lugar.

Con Grace.

No la perdería. Lo que fuera que tuviera que hacer para asegurar su futuro con ella, lo haría. Si Grace decía que no podía casarse con el duque de Wyndham, pues no sería el duque de Wyndham. Todavía tenía que haber una parte de su destino al mando de él.

– Tengo que ir a ver a los huéspedes -musitó Mary, apartándolo suavemente.

Asintiendo, él se limpió las últimas lágrimas de los ojos.

– La duquesa viuda… -buen Dios, ¿qué podía decir de la viuda sino?-: Lo siento mucho.

– Ocupará mi dormitorio -dijo Mary.

Normalmente él le habría prohibido cederle su habitación, pero estaba cansado, suponía que ella estaba cansada, por lo tanto, le pareció que esa noche era el momento perfecto para anteponer la facilidad al orgullo. Así pues, asintió.

– Eso es muy amable de tu parte.

– Yo creo que se acerca más al instinto de supervivencia.

Eso lo hizo sonreír.

– ¿Tía Mary?

Ella ya había llegado a la puerta, pero se detuvo con la mano en el pomo y se giró a mirarlo.

– ¿Sí?

– La señorita Eversleigh.

Algo iluminó los ojos de su tía, algo romántico.

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