– No sé qué piensa el señor Audley -dijo Amelia-, ni conozco sus intenciones, pero si está dispuesto a desafiarlo todo por amor, tu deberías estarlo también.
Grace la miró sin decir nada, sorprendida. ¿Cómo era que de repente Amelia era tan sabia? ¿Cuándo ocurrió? ¿En que momento dejó de ser la hermana pequeña de Elizabeth y se convirtió en… ella misma?
Amelia le cogió la mano y se la apretó.
– Sé una mujer valiente, Grace.
Entonces sonrió, musitó algo en voz muy baja y se puso a mirar por la ventanilla.
Grace continuó mirando al frente, pensando… pensando… ¿tenía razón Amelia? ¿O sólo era que sencillamente nunca había pasado apuros? Es fácil hablar de ser valiente cuando uno nunca se ha encontrado cara a cara con la desesperanza.
¿Qué ocurriría si una mujer de su posición se casara con un duque? La madre de Thomas no era aristócrata, pero cuando se casó con su padre este sólo era el tercero en la línea de sucesión al ducado, y nadie suponía que ella iba a ser la duquesa. Por lo que sabía, fue terriblemente desgraciada; incluso amargada.
Pero los padres de Thomas no se amaban; ni siquiera se caían bien, por lo que le habían contado.
Pero ella amaba a Jack.
Y él la amaba a ella.
De todos modos, todo sería mucho más sencillo si resultaba que él no era el hijo legítimo de John Cavendish.
Entonces, imprevisiblemente, Amelia dijo:
– Podríamos echarle la culpa a la viuda. -Al ver la mirada desconcertada de Grace, aclaró-. Pues, como dijiste tú, sería más fácil si tuviéramos a alguien a quien echarle la culpa.
Grace miró a la viuda, que estaba sentada enfrente de Amelia. Roncaba suavemente y tenía la cabeza en un ángulo que debía ser incómodo; por extraordinario que fuera, incluso dormida tenía los labios apretados en un rictus desagradable.
– Ciertamente es más culpa de ella que de cualquier otra persona -añadió Amelia, pero mirando nerviosa hacia la viuda.
– No puedo estar en desacuerdo contigo -dijo Grace, asintiendo.
Amelia se quedó en silencio mirando hacia el espacio, y justo cuando Grace ya estaba convencida de que no diría nada más, añadió:
– Pero eso no me ha hecho sentir mejor.
– ¿Echarle la culpa a la viuda?
Amelia encorvó un poco los hombros.
– Sí. Sigue siendo horrible. Todo.
– Horroroso -convino Grace.
Amelia se giró a mirarla a los ojos.
– Puñeteramente horrible.
– ¡Amelia!
Amelia arrugó la nariz, pensativa.
– ¿Lo he dicho bien?
– No sabría decirlo.
– Ah, vamos, no me digas que nunca has pensado en algo tan impropio de una dama.
– No lo «diría».
La mirada de Amelia fue un reto claro.
– Pero lo has pensado.
A Grace se le curvaron los labios.
– Es una condenada lástima.
– Un maldito fastidio, si quieres mi opinión -contestó Amelia, tan rápido que seguro que se había reservado esa.
– Yo tengo una ventaja, ¿sabes?
– ¿Ah, sí?
– Sí. Oigo hablar al personal.
– Vamos, no me vas a convencer de que las criadas de Belgrave hablan como pescaderas.
– No, pero a veces los lacayos sí.
– ¿Delante de ti?
– No a propósito, pero ocurre.
– Muy bien -dijo Amelia, mirándola con los labios curvados y humor en los ojos-. Dime lo peor que sabes.
Grace lo pensó y pasado un momento miró hacia la viuda para asegurarse de que seguía durmiendo y luego le susurró al oído. Cuando terminó, Amelia se apartó, la miró con los ojos agrandados, pestañeó tres veces y finalmente dijo:
– No sé qué quiere decir eso.
Grace frunció el ceño.
– Creo que yo tampoco.
– Pero suena mal.
– Puñeteramente mal -dijo Grace sonriendo y dándole una palmadita en la mano.
– Una maldita lástima -suspiró Amelia.
– Nos estamos repitiendo -observó Grace.
– Lo sé -repuso Amelia, con bastante sentimiento-. Pero ¿de quién es la culpa? No de nosotras. Nos han criado demasiado resguardadas.
– Eso sí es una puñetera lástima -dijo Grace.
– Un maldito fastidio, si me lo preguntas.
– ¿De qué diablos están hablando?
Grace tragó saliva y miró disimuladamente a Amelia, que estaba mirando a la viuda, esta ya muy despierta, y con una expresión de horror similar.
– ¿Y bien?
– De nada -gorjeó Grace.
La viuda la miró con una expresión muy desagradable y luego volvió su glacial atención a Amelia.
– Y «usted», lady Amelia, ¿dónde está su buena crianza?
Entonces Amelia, ay, santo cielo, se encogió de hombros y dijo:
– Que me cuelguen si lo sé, puñetas.
Grace intentó quedarse inmóvil, pero la sorpresa le salió en un borboteo de risa, y le pareció que había arrojado saliva sobre la viuda. Y era irónico que la primera vez que la escupía fuera por casualidad.
– Es usted asquerosa -siseó la viuda-. No puedo creer que haya pensado en la posibilidad de perdonarla.
– Deje de meterse con Grace -dijo Amelia, y con sorprendente energía.
Grace la miró sorprendida.
Pero la viuda estaba furiosa.
– ¿Qué ha dicho?
– He dicho que deje de meterse con Grace.
– ¿Y quién se cree que es para darme órdenes?
Grace habría jurado que Amelia se transformó ante sus ojos; había desaparecido la chica insegura y en su lugar estaba:
– La futura duquesa de Wyndham, o al menos eso me han dicho.
A Grace se le entreabrieron los labios ante la sorpresa. Y la admiración.
– Porque, francamente -añadió Amelia, desdeñosa-, si no lo soy, ¿qué diantres hago aquí, atravesando media Irlanda?
Grace miró de Amelia a la viuda, nuevamente a Amelia y luego a la viuda, y luego…
Bueno, baste decir que fue un momento monstruosamente largo.
– No vuelvan a hablar -dijo la viuda finalmente-. No tolero el sonido de sus voces.
Y, cómo no, guardaron silencio todo el resto del viaje.
Incluso la viuda.
Fuera del coche el ambiente era considerablemente más relajado. Los tres hombres avanzaban por el camino, pero no en fila. De tanto en tanto, uno aceleraba el paso o se quedaba atrás, y un caballo adelantaba a otro. Entonces intercambiaban saludos, por rutinaria cortesía.
De vez en cuando uno hacía un comentario sobre el tiempo.
Lord Crowland parecía bastante interesado en los pájaros autóctonos.
Thomas no hablaba mucho, pero… Al pasar junto a él Jack lo miró. ¿Iba silbando?
– ¿Te sientes feliz? -le preguntó, en tono algo brusco.
Thomas lo miró sorprendido.
– ¿Yo? -Frunció el ceño, pensándolo-. Supongo que sí. El día está muy hermoso, ¿no te parece?
– Bonito día -convino Jack.
– Ninguno está atrapado en el coche con la malvada vieja bruja -declaró Crowland-. Los tres deberíamos estar felices. -Entonces, puesto que la malvada vieja bruja era la abuela de sus dos acompañantes, añadió-: Perdón.
– Por lo que a mí se refiere, no es necesario que pidas perdón -dijo Thomas-. Estoy totalmente de acuerdo con tu evaluación.
Tenía que haber algo importante en eso, pensó Jack, que la conversación volviera una y otra vez a lo aliviados que se sentían por no estar en compañía de la viuda. Era condenadamente raro, dicha fuera la verdad, y daba que pensar.
– ¿Tendré que vivir con ella? -se le escapó.
Thomas lo miró y sonrió de oreja a oreja.
– Las Hébridas Exteriores, compañero, las Hébridas Exteriores.
– ¿Por qué no lo hiciste tú? -preguntó Jack.
– Ah, créeme que lo haré, si por casualidad sigo poseyendo poder sobre ella mañana. Y si no… -Se encogió de hombros-. Voy a necesitar algún tipo de empleo, ¿verdad? Siempre he deseado viajar. Tal vez sea tu explorador. Encontraré la más fría de las islas. Lo pasaré fabulosamente.
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