Eran primos.
Y por primera vez encontró que eso era bueno.
Ya había amanecido cuando llegaron a la iglesia de Maguiresbridge. Jack había estado varias veces en el pueblo, visitando a la familia de su madre, y la vieja iglesia de piedra le resultaba conocida y agradable. Era pequeña y humilde, como deberían ser todas las iglesias, en su opinión.
– Parece que no hay nadie -dijo Thomas.
Si no lo impresionaba la sencillez de la iglesia no lo manifestó de ninguna manera.
– Es probable que el libro de registros esté en la casa parroquial -dijo Jack.
Thomas asintió. Desmontaron, dejaron los caballos amarrados a un poste de señalización, y caminaron hasta la puerta de la casa parroquial.
Golpearon varias veces hasta que en el interior oyeron pasos en dirección a ellos.
Se abrió la puerta y apareció una mujer de edad madura que tenía todo el aspecto de ser el ama de llaves.
– Buenos días, señora -dijo Jack, haciéndole una educada venia-. Soy Jack Audley y él es…
– Thomas Cavendish -dijo Thomas, saludándola con una venia.
Jack le dirigió una mirada algo irónica, la que sin duda habría notado la mujer si no hubiera estado tan irritada por la visita.
– Querríamos ver el registro de la parroquia -dijo Jack.
Ella los miró y pasado un momento medio giró la cabeza indicando la parte de atrás de la casa.
– Está en el cuarto de atrás. El despacho del párroco.
– ¿Y está el párroco en casa? -preguntó Jack, y la última palabra le salió en un gruñido, provocado por un codazo de Thomas en el costado.
– Estamos sin párroco -contestó el ama de llaves-. El puesto está vacante. -Caminó tranquilamente hasta un bien usado sofá delante del hogar y se sentó-. Tienen que asignarnos a uno pronto. De momento envían a alguien de Enniskillen todos los domingos a dar el sermón.
Entonces cogió un plato con tostadas de la mesilla y les dio totalmente la espalda.
Jack miró a Thomas, y descubrió que este lo estaba mirando.
Supuso que con ese gesto el ama de llaves quiso decir que simplemente tenían que ir al despacho.
Fueron.
El cuarto era más grande de lo que Jack había supuesto, dado el tamaño de la casa. Había tres ventanas, una en la pared norte y dos en la oeste, a los lados del hogar. Estaba encendido el fuego en el hogar, una llama pequeña pero brillante y limpia; Jack se acercó a calentarse las manos.
– ¿Sabes cómo es un libro de registro de parroquia? -preguntó Thomas.
Jack se encogió de hombros y negó con la cabeza. Después estiró las manos y luego flexionó los dedos de los pies lo mejor que pudo dentro de las botas. Sentía los músculos tensos y saltones, y cada vez que intentaba quedarse quieto, notaba que se estaba golpeando la pierna con los dedos, dejándose un moretón.
Deseaba salirse de su piel; deseaba salirse de…
– Este podría ser.
Jack se giró a mirar. Thomas tenía un enorme libro en las manos. El libro estaba encuadernado en piel marrón, y se veía que era muy viejo y estaba muy usado.
– ¿Lo miramos? -propuso Thomas.
Su voz sonó tranquila, pero Jack lo vio tragar saliva varias veces, y le temblaban las manos.
– Míralo tú -dijo.
Esta vez no podría fingir; no podría estar ahí haciendo como que leía. Hay cosas que sencillamente no se pueden soportar.
Thomas lo miró horrorizado.
– ¿No quieres mirarlo conmigo?
– Me fío de ti.
Y era cierto. No se le ocurría una persona más naturalmente digna de confianza que Thomas. No mentiría. Ni siquiera en eso.
– No -dijo Thomas, rotundamente-. No lo miraré sin ti.
Jack continuó sin moverse, hasta que finalmente, soltando una palabrota en voz baja, fue a situarse a su lado ante el escritorio.
– Eres demasiado noble, maldita sea -masculló.
Farfullando algo que él no logró entender, Thomas puso el libro sobre el escritorio y lo abrió por una de las primeras páginas.
Jack miró. Todo era un borrón; ante sus ojos bailaban trazos curvos, trazos rectos, rayitas hacia arriba y hacia abajo. Tragó saliva, y miró de soslayo a Thomas para ver si había encontrado algo. Pero Thomas estaba revisando el libro, moviendo rápidamente los ojos de izquierda a derecha y pasando las páginas.
De pronto empezó a pasarlas más lento.
Jack apretó los dientes, tratando de leer. A veces captaba las letras mayúsculas y, con frecuencia, los números. Lo que ocurría era que muchas veces no estaban donde creía que debían estar o no eran lo que creía que eran.
Vaya idiotez. Ya debería estar acostumbrado a eso; pero nunca lo estaría.
– ¿Sabes en qué mes se habrían casado tus padres?
– No.
Pero era una parroquia pequeña, pensó. ¿Cuántas bodas podría haber habido?
Le observó los dedos a Thomas. Este los pasó por el margen de la página, luego cogió el borde, pasó la página. Y paró el movimiento.
Le miró el cuerpo. Estaba inmóvil. Le miró la cara.
Y Thomas cerró los ojos. Estaba claro. Estaba claro en su cara.
– Buen Dios.
Las palabras le cayeron de la boca como lágrimas. No era una sorpresa, sin embargo, había tenido la esperanza, rogado…
Que sus padres no se hubieran casado. O que se hubiera perdido la prueba. Que alguien, cualquiera, hubiera estado equivocado, porque eso era un error. No podía estar ocurriendo. Él no podía ser el duque.
Sólo había que verlo; estaba ahí «simulando» que leía el libro de registros. ¿Cómo diablos se le podía ocurrir a alguien que él podría ser un duque?
¿Contratos?
Ah, eso sí sería divertido.
¿Rentas?
Tendría que contratar a un admistrador digno de confianza, puesto que él no podría revisar nada para comprobar si lo engañaba.
Y claro, se tragó una risa de horror, era condenadamente fabuloso que pudiera firmar los documentos con un sello. Dios sabía el tiempo que le llevó aprender a firmar con su nombre sin parecer que tenía que pensarlo.
Aprender a escribir «John Cavendish-Audley» le había llevado meses. ¿Era de extrañar que se hubiera sentido tan deseoso de eliminar el «Cavendish»?
Se cubrió la cara con las dos manos y cerró fuertemente los ojos. Eso no podía estar ocurriendo. Sabía que ocurriría, y sin embargo ahí estaba, convencido de que era imposible.
Se volvería loco.
Le costaba respirar.
– ¿Quién es Philip? -preguntó Thomas.
– ¡¿Qué?!
– Philip Galbraith. Fue un testigo.
Levantó la cabeza y se quitó las manos de la cara. Entonces miró la página del registro, los trazos curvos que subían y bajaban formando el nombre de su tío.
– El hermano de mi madre.
– ¿Vive?
– No lo sé. Estaba vivo la última vez que supe de él. Han pasado cinco años.
Pensó, pensó, desesperado. ¿Por qué Thomas le preguntaba eso? ¿Significaría algo que Philip hubiera muerto? La prueba seguía ahí en el libro de registro.
El libro.
Lo miró, con los labios entreabiertos y flojos. Ese era el enemigo. Ese libro.
Grace decía que no podría casarse con él si era el duque de Wyndham; Thomas no le había ocultado el trabajo administrativo que lo aguardaba.
Si era el duque de Wyndham.
Pero sólo estaba ese libro. En realidad, esa sola página.
Una sola página y podría continuar siendo Jack Audley. Estarían resueltos todos sus problemas.
– Arráncala -susurró.
– ¿Qué?
– Arráncala.
– ¿Estás loco?
Jack negó con la cabeza.
– Tú eres el duque.
Thomas miró la página.
– No, no lo soy.
– Vamos -dijo Jack, ya desesperado, y lo cogió por los hombros-. Tú eres lo que necesita Wyndham. Lo que todos necesitan.
– Para, no seas…
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