¿Qué?
Tris se rió.
– Ve a ver a la señorita Mandeville. Asegúrale que tendrá sus joyas esta misma semana. Lo prometo.
Cary se despidió irónicamente y se marchó.
Tris sabía que podía contar con Leatherhulme, pero después de que su amigo se fue, se quedó meditando un rato. Había llegado a la conclusión de que nunca más la vería. Esperaba que fuera así ¿O no? Entonces, ¿por qué la frase que había dicho le parecía ahora tan deprimente?
«Qué pena que nunca le pueda contar a mis nietos que una vez tuve al duque de Saint Raven a mis pies».
Nietos. Eso significaría que se casaría con otro hombre. Otro hombre que le proporcionaría mucho placer, y ella lo llevaría al éxtasis. Se metió la mano al bolsillo y sacó el trozo de velo blanco manchado de rojo por sus labios. Cuando se lo llevó a la cara sintió un suave perfume. Lo apretó y se empezó a llenar de pensamientos enloquecedores. Pero, Dios, ¿estarían condenados a pasar el resto de sus vidas separados?
Condenados no. Ella por lo menos, no. Pronto volvería al mundo en el que se sentía cómoda, y seguramente tendría la inteligencia de casarse con el hombre adecuado. Podría llevar una vida cómoda como esposa de un profesional próspero, tal vez de un caballero con una propiedad pequeña pero agradable. Podría llegar a ser una esposa y una madre alegre y enérgica, una bendición para su comunidad…
En cuanto a él… Volvió a meterse el trozo de seda en el bolsillo. Como dijo la duquesa de Arran, hay que proponerse establecer vínculos con la persona adecuada.
Cressida apuntó con esmero cada libro de la biblioteca de su padre. No era un gran lector, así que la mayoría de ellos hablaban de negocios. Directorios de ciudades, comerciantes, bancos, almacenes, puertos, barcos… Sabía que no serviría de mucho, pero anotar mecánicamente le adormecía la mente. Libros de viajes. Algunos sobre la India, pero la mayoría de otros lugares. China, Japón, Mongolia, Rusia… ¿todavía soñaba su padre con viajar a lugares aún más exóticos?
No tenía ninguna copia de los viajes de sir John Mandeville, aunque le había enviado una en su décimo cumpleaños. Siempre le enviaba cartas y ocasionalmente regalos y, claro, el dinero con el que vivían. Pero para ella era tan real como la reina de las hadas. ¿Por qué había vuelto para estropearlo todo? Entonces llegó al mismo libro sobre Arabia que le había prestado Saint Raven, y no pudo evitar sacarlo y hojear sus páginas.
¿Dónde estaría ahora? ¿Ya habría regresado a su casa después de ir a ver a Miranda Coop? ¿Cuándo lo sabría? La parte más razonable de su mente estaban nerviosa ante este hecho, pero la parte más profunda no se preocupaba porque sabía que él no podría traerle noticias. ¿Qué problema por un puñado de joyas, si no…?
«¡Qué locura!» Cerró el libro de golpe y lo volvió a poner en la estantería. Pero el siguiente era el directorio de Londres. Debía aparecer la dirección de Saint Raven. Le parecía raro desconocer su dirección… Casi contra su voluntad, sacó el libro sencillamente encuadernado. ¿Saldrían listas de casas con el nombre de sus propietarios? No, por dirección y ocupación. Se rió. Era difícil que hubiera una lista de «pares del reino» ¿O no? Revisó el índice, pero evidentemente no la había. ¿Entre «pasteleros» y «mercaderes de pimienta y especias?
Pero mientras hojeaba el libro se dio cuenta de que comenzaba con una sección sobre las mansiones de los grandes del reino. La primera página, por supuesto, la ocupaba la del rey. Su majestad, el rey Jorge. La lista continuaba con toda la familia real y los miembros del gabinete. Siguió leyendo y enseguida lo encontró. Su excelencia el duque de Saint Raven, calle Upper Jasper número 5. Bastó con eso para que su corazón se acelerara.
Otro libro. Un libro de planos con hojas que se desplegaban mostrando detalladamente los distintos barrios de Londres. Lo extendió en el escritorio y consultó el índice. Calle Upper Jasper. Ahí estaba, muy cerca de Saint James. Cada casa aparecía circundada por una línea con un número inscrito en su interior. El meticuloso dibujante de mapas incluso había dibujado los jardines traseros de las casas, dando a entender que tenían un macizo central de flores, aunque no se imaginaba cómo lo pudo haber sabido. La casa tenía una extensión de terreno por detrás que sólo medía la mitad de la zona principal. Debajo había una cocina, pero ¿qué había encima? ¿Un pequeño dormitorio? ¿Una salita?
Mientras se concentraba en esos detalles, le pareció que si encontraba una lupa, podría llegar a ver cómo era la casa en realidad. Y con una lo suficientemente grande, tal vez pudiera mirar por las ventanas, e incluso llegar a verlo…
Se apartó y enseguida volvió a doblar el mapa de cualquier manera y lo devolvió a la estantería. Ahí no había más que líneas de tinta.
Tris bajó las escaleras y se dirigió a la parte trasera de la casa donde se encontraban las oficinas. En la primera habitación tres secretarios se levantaron de sus escritorios para hacerle una reverencia. -Su excelencia.
Tris sonrió y se dirigió al secretario de más edad.
– Buenas tardes, Bigelow. Supongo que todo va bien en el ducado.
El hombre, que era muy alegre cuando bajaba la guardia, le hizo un guiño
– Eso creo, su excelencia.
Tris asintió y se dirigió a la zona privada interior, desde donde gobernaba el señor Nigel Leatherhulme. Era pálido, escuálido y llevaba unos gruesos anteojos. Creía que debía tener unos setenta años, pero su mente seguía tan lúcida como la del propio Tristán, y sus conocimientos y experiencia eran mucho mayores. Le había aterrorizado la primera vez que se reunieron. Pero ahora mantenía el tipo, aunque a duras penas.
– Su excelencia.
Leatherhulme se dispuso a levantarse, pero Tris le hizo un gesto para que volviera a su asiento. Mantenía firme la cabeza, pero no el cuerpo, y por esa razón vivía con ellos en la casa. Su esposa había fallecido hacía unos veinte años, o más, y sus hijos eran casi pensionistas, por lo que pensó que era ridículo que Leatherhulme viajara una milla cada día para llegar a la oficina cuando había un montón de habitaciones vacías disponibles.
En principio no lo aceptó del todo, pero finalmente accedió cuando Tris le concedió deducir de su salario la habitación y la comida. Al hacerle la oferta, Tris no pensó en lo difícil que iba a ser reemplazarlo si vivía en la casa, pero era algo que tenía que hacer para que las cosas pudieran empezar a cambiar. Otro imprudente error.
Acercó una silla a un lado del escritorio y miró por encima el paquete de documentos.
– Aquí estoy. Dígame dónde tengo que firmar.
Los delgados labios de Leatherhulme se endurecieron casi hasta desaparecer.
– O lee los documentos, su excelencia, o llamaré a Bigelow para que se los lea.
Tris era consciente de que era algo parecido a un juego. Como dos perros que se pelean por un hueso.
– Si me siento aquí y los miro ¿cómo sabrá que los estoy leyendo?
– Usted es lo suficientemente inteligente, su excelencia, como para no desperdiciar su tiempo de esa manera. En realidad -dijo Leatherhulme mirando por encima de sus anteojos-, estoy empezando a sospechar que si intento impedir que lea lo que tiene que firmar, me meteré en un problema.
Tris se apoyó en el respaldo de su silla.
– Como ve, está haciendo suposiciones.
– Su tío no tenía una opinión demasiado buena de usted, señor. -¿Y usted piensa mejor de mí ahora?
– Tendría mejor opinión de usted si no llegara disfrazado de mozo de cuadra.
– ¿Cotilleando, Leatherhulme?
El hombre se estiró todo lo que le permitió su columna.
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