»—Nunca te he hecho daño. Ahora te pido una llave y tu promesa de que nadie tratará de entrar en ese cuarto hasta la noche. Entonces te lo contaré todo.
»Yo ya estaba casi desesperado. El cielo estaba palideciendo. Lestat estaba en el huerto con los ataúdes.
»—Pero, ¿por qué has venido a verme a mí esta noche? —me preguntó.
»—¿Y por qué no? —le dije—. ¿Acaso no te ayudé en el momento crítico en que más necesitabas guía, cuando tú sola eras la fuerte entre aquellos que eran débiles y que dependían de ti? ¿No te di buenos consejos en dos oportunidades? ¿Y no he cuidado de tu felicidad desde entonces?
»Podía ver la figura de Lestat en la ventana. Estaba presa del pánico.
»— Dame esa llave —insistí—. No permitas que nadie entre hasta la caída del sol. Te juro que jamás te haré daño.
»—Y si no lo hago…, si creo que tú eres un emisario del demonio… —dijo ella entonces, y quiso volver la cara. Alcancé la vela y la apagué. Me vio de pie dando la espalda a la ventana gris.
»—Si no lo haces y crees que soy un emisario del demonio, moriré —dije—. Dame esa llave. Podría matarte ahora si quisiera, ¿no es así?
»Y me acerqué a ella y me mostré de cuerpo entero; ella dio un respingo y un paso atrás y se agarró al brazo del sillón.
»—Pero no lo haría. Prefiero morir a matarte. Y moriré si no me das esa llave, como te ruego.
»Lo logré. No sé lo que pensó. Pero me dio una de las grandes habitaciones-alacena donde se añejaba el vino, y estoy seguro de que nos vio a mí y a Lestat llevando los ataúdes. No sólo cerré la puerta con llave sino que levanté una barricada.
»Lestat estaba levantado cuando me desperté al siguiente atardecer.
—Entonces, ella cumplió su palabra.
—Sí; sólo que había hecho algo más: no sólo había respetado nuestra puerta cerrada sino que la había vuelta a cerrar desde afuera.
—¿Y las historias de los esclavos…? Ella las había oído.
—Así fue. No obstante, Lestat fue el primero en notar que estábamos encerrados. Se enfureció. Había pensado irse a Nueva Orleans lo antes posible. Ahora sospechaba de mí.
»— Sólo te necesitaba cuando mi padre vivía —dijo, y trató desesperadamente de encontrar una salida; el lugar era una mazmorra—. Ahora no te voy a tolerar nada. Te lo advierto.
»Ni siquiera quería darme la espalda. Me quedé sentado tratando de oír las voces en la habitación de arriba, deseando que se callara, sin quererle confiar en ningún instante mis sentimientos por Babette o mis esperanzas.
»Asimismo, pensaba en otra cosa. Me preguntaste sobre sentimientos y frialdad. Uno de sus aspectos —distanciamiento y sentimiento, debería decir— es que puedes pensar dos cosas al mismo tiempo. Puedes pensar que no estás seguro y que puedes morir, y puedes pensar en algo muy abstracto y remoto. Y eso fue exactamente lo que me sucedió. En ese momento yo pensaba en silencio y con profundidad en la amistad sublime que podríamos haber tenido con Lestat; qué pocos impedimentos podría haber habido, y todo lo que podríamos haber compartido. Quizá la proximidad de Babette fue lo que me hizo pensar en eso; porque, ¿como podría realmente haber conocido a Babette salvo, por supuesto, de una sola manera definitiva; tomarle la vida, unirme a ella en un abrazo mortal, cuando mi alma se uniría con su corazón y se nutriría de él? Pero mi alma quería conocer a Babette sin mi necesidad de matar, sin robarle todo aliento de vida, toda gota de sangre. Pero Lestat, ¡cómo podríamos habernos conocido de haber sido él un hombre de carácter, un hombre aunque sólo fuera de algunos pensamientos! Las palabras del anciano volvieron a mí: Lestat, un alumno brillante, un amante de los libros que habían sido quemados. Yo sólo conocía al Lestat que despreciaba mi biblioteca, que la llamaba una pila de polvo, que ridiculizaba constantemente mis lecturas, mis meditaciones.
»Me di cuenta entonces de que la casa se aquietaba. De tanto en tanto sonaban unos pasos y crujían los tablones, por cuyas hendeduras se filtraba una claridad fantástica e irreal. Podía ver a Lestat tocando las paredes de ladrillo con su duro rostro de vampiro convertido en una máscara retorcida de frustración humana. Yo estaba seguro de que ahora debíamos separarnos; de que, si fuera necesario, yo debía poner un océano entre los dos. Y me di cuenta de que lo había tolerado todo ese tiempo debido a mis dudas. Me engañé pensando que me quedaba por el anciano y por mi hermana y su marido. Pero me quedé con Lestat porque temía no conocer secretos esenciales que, como vampiro, yo solo debía descubrir, y, lo que es más importante, porque él era el único de mi especie que yo conocía. Jamás me había contado su conversión en vampiro o dónde podía encontrar a alguien de mi especie. Esto entonces me afligía mucho. Del mismo modo que lo había hecho durante cuatro años. Lo odiaba y quería abandonarlo; sin embargo, ¿podía hacerlo?
»En el ínterin, mientras yo pensaba todo esto. Lestat continuó con sus diatribas: no me necesitaba; no iba a tolerar más nada, y mucho menos una amenaza de los Freniere. Teníamos que estar listos para cuando se abriera esa puerta.
»—Recuerda —me dijo finalmente—: Velocidad y fortaleza; no nos pueden igualar en eso. Y el miedo. Recuerda siempre dar miedo. ¡Ahora no seas un sentimental! ¡Nos harás perder todo!
»—¿Quieres continuar a solas después de esto? —le pregunté. Quería que él dijese que sí. Yo no tenía la valentía. O al menos, no conocía mis sentimientos.
»—¡Quiero ir a Nueva Orleans! —dijo—. Simplemente te advertía que no te necesito más. Pero, para escapar de aquí, nos necesitamos. ¡Ni siquiera sabes empezar a usar tus poderes! ¡No tienes un sentido innato de lo que eres! Usa tus poderes persuasivos si viene esa mujer. Pero si viene acompañada de otros, entonces, prepárate a actuar como lo que eres.
»—¿Qué soy? —le pregunté, porque eso nunca me había parecido tan misericordioso como en ese momento—. ¿Qué soy?
»Él se disgustó totalmente. Se llevó las manos a la cabeza.
»—Prepárate… —dijo, ahora, haciendo relucir sus magníficos dientes— ¡a matar! —De improviso, miró los tablones del techo—. Se van a dormir, ¿los oyes?
»En un silencio prolongado, Lestat seguía caminando y yo continuaba sentado allí meditando, devanándome los sesos acerca de lo que debía hacer o decirle a Babette; o, aún más profundamente, buscando la respuesta a una pregunta más difícil: ¿qué sentía yo por Babette? Después de largo rato, una luz relumbró debajo de la puerta. Lestat estaba a punto de saltar encima de quien apareciera. Era Babette, que entró sola, con una lámpara. No vio a Lestat, que se quedó detrás de ella y mirándome fijamente.
»Jamás la había visto como entonces: tenía el pelo arreglado para acostarse, y era una masa de ondas oscuras detrás de su camisón blanco. Y su cara estaba llena de tensión y terror. Esto le daba una apariencia febril, y sus grandes ojos castaños parecían aún más intensos. Como te he dicho, yo amaba su fortaleza y su honestidad, la grandeza de su alma. Y no sentía pasión por ella tal como podrías sentirla tú. Pero la encontré más atractiva que ninguna mujer que conociera en mi vida mortal. Incluso en el severo camisón, sus brazos y sus pechos eran redondos y suaves y más me pareció un alma fascinante vestida que una carne rica y misteriosa. Yo, que soy duro y preciso y concentrado en un solo propósito, me sentí atraído irresistiblemente por ella: sabiendo que sólo culminaría en la muerte, me alejé al instante, preguntándome si cuando miraba a mis ojos, ella los encontraba muertos y examines.
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