»Eso significaba que los rumores se extenderían por toda la costa. Y aunque yo creía firmemente que toda la costa no podía caer presa de una histeria colectiva, no sentí la menor gana de correr ese riesgo. Me apresuré a volver a la plantación a decirle a Lestat que nuestro papel de plantadores sureños había terminado. Tendría que ceder su látigo de esclavista y su servilletera de oro y regresar a la ciudad.
»Naturalmente, se resistió. Su padre estaba gravemente enfermo y quizá no sobreviviese mucho más. No tenía la menor intención de escapar de unos estúpidos esclavos.
»—Los mataré a todos —dijo serenamente—, de a tres y de a cuatro. Algunos se escaparán y eso estará bien.
»—Estás diciendo disparates. El hecho es que quiero que te vayas de aquí.
»—¡Tú quieres que me vaya! ¡Tú! —se mofó; estaba construyendo un castillo de naipes en la mesa de la sala con un mazo de cartas francesas muy finas—. Tú, un vampiro llorón y cobarde que se arrastra por la noche matando gatos y ratas y mirando velas durante horas como si se tratara de gente, y que se queda bajo la lluvia como un zombie hasta que se te empapan las ropas y hiedes a viejos baúles escondidos en el desván, y tienes el aspecto de un idiota estupefacto en el zoológico.
»— No tienes nada más que decirme —contesté—, y tu insistencia en el desorden nos ha puesto a los dos en peligro. Yo podría vivir en ese oratorio y ver cómo la casa se cae a pedazos. ¡Porque no me importa nada! —le dije, y era la verdad—. Pero tú debes poseer todas las cosas que no tuviste en la vida y hacer de la inmortalidad una tienda de basuras en la cual los dos nos convirtamos en algo grotesco. ¡Ahora, vete a ver a tu padre y dime cuánto le falta de vida, porque ése es el tiempo que aquí te quedarás, y únicamente si los esclavos no se rebelan antes contra nosotros!
»Me dijo que fuera yo a ver a su padre, ya que era quien siempre estaba “mirando”. Y lo hice. El anciano realmente se moría. Yo no había sufrido la muerte de mi madre, porque se había muerto de repente una tarde. Se la había encontrado con su canasta de coser, sentada en el patio; se había muerto como quien se duerme. Pero ahora yo contemplaba una muerte natural que era demasiado lenta, con dolores, y la cabeza clara. Y siempre me había gustado el anciano; era bueno y simple, y tenía muy pocas exigencias. De día, se sentaba en la galería dormitando y oyendo los pájaros; por las noches, cualquier charla nuestra le hacía compañía. Podía jugar al ajedrez, sintiendo meticulosamente cada pieza y recordando toda la situación en el tablero con una precisión admirable; y aunque Lestat nunca jugaba con él, yo lo hacía a menudo. Ahora estaba echado, tratando de respirar, con la frente ardiendo y la almohada húmeda de sudor. Y, mientras gemía y pedía que le llegara la muerte, Lestat, en el otro cuarto, empezó a tocar el clavicordio. Le cerré la tapa de golpe y casi le atrapo los dedos.
»—¡No tocarás mientras se muere tu padre!
»—¡Al diablo que no! —me replicó—. ¡Tocaré el tambor, si quiero!
»Y cogiendo una gran bandeja de plata de una mesa, la empezó a golpear con una cuchara.
»Le dije que se detuviera y que lo obligaría a dejar de hacerlo. Y entonces los dos dejamos de hacer ruido, porque el anciano lo llamaba por su nombre. Decía que debía hablar con Lestat antes de morir. Le dije a Lestat que lo fuera a ver. El sonido de su llanto era terrible.
»—¿Por qué debo ir? Me he ocupado de él todos estos años. ¿No es eso suficiente?
»Y sacó del bolsillo un cortaplumas y se empezó a limpiar las largas uñas.
»Mientras tanto, te debo decir que yo era consciente de la presencia de los esclavos en la casa. Estaban vigilando y escuchando. Yo esperaba que el viejo muriera a los pocos minutos. En una o dos oportunidades anteriores, varios esclavos habían tenido sospechas o dudas, pero nunca de esa manera. De inmediato llamé a Daniel, el esclavo a quien le había dado el cargo y la posición de superintendente. Pero mientras lo esperaba, pude oír al anciano hablándole a Lestat; éste estaba sentado con las piernas cruzadas, limpiándose las uñas, con las cejas arqueadas y concentrado en lo que estaba haciendo.
»— Fue la escuela —decía el anciano—. Oh, yo sé que tú te acuerdas… ¿Qué te puedo decir…? —gimió.
»—Mejor será que lo digas —dijo Lestat—, porque estás al borde de la muerte.
»El anciano dejó escapar un ruido terrible, y sospecho que yo también emití un sonido. Realmente, yo detestaba a Lestat. En ese momento pensé en hacerlo salir de la habitación.
»—Pues tú lo sabes, ¿no es así? Hasta un tonto como tú lo sabe —dijo Lestat.
»—Jamás me perdonarás, ¿verdad? No ahora, ni siquiera después de muerto —dijo el anciano.
»—¡No sé de qué estás hablando! —protestó Lestat.
»A mí se me estaba terminando la paciencia y el anciano se agitaba cada vez más. Le rogaba a Lestat que le escuchara. El asunto me hizo temblar. En el ínterin, Daniel había venido y en el instante en que lo vi supe que estaba irremisiblemente perdido en Pointe du Lac. De haber prestado más atención, hubiera percibido señales de ello mucho antes. Me miró con ojos de vidrio. Yo era un monstruo para él.
»—El padre de monsieur Lestat está muy enfermo. Moribundo —dije, ignorando su expresión—. No quiero que haya ruidos esta noche; los esclavos deben permanecer en sus cabañas. Está por llegar un médico.
»Me miró como si yo estuviera mintiendo. Y entonces sus ojos se alejaron de mí, curiosa y fríamente, y se dirigieron a la puerta del anciano. Su rostro sufrió tal cambio que me puse de pie de inmediato y yo también miré. Era Lestat, al pie de la cama, limpiándose furiosamente las uñas y sonriendo de tal manera que sus dos grandes colmillos se le veían perfectamente.
El vampiro se detuvo y se le movían los dos hombros con una risa silenciosa. Miraba al muchacho, y éste parecía cohibido ante la mesa. Pero ya había mirado fijamente la boca del vampiro. Había visto que sus labios tenían una textura diferente a la de su piel, que eran sedosos y delicadamente delineados, como los de cualquier persona, pero mortíferamente blancos; y había vislumbrado los blancos dientes. Pero el vampiro tenía un modo de sonreír tan cuidadoso que jamás los exponía completamente; y el chico ni había pensado en los colmillos hasta ese momento.
—Te puedes imaginar —dijo el vampiro— lo que eso significaba. Tuve que matarlo.
—¿Que tuvo qué? —dijo el muchacho.
—Tuve que matar al esclavo. Empezó a correr. Hubiera alarmado a todos los demás. Quizá pudiera haber sido arreglado de otro modo, pero yo no tuve tiempo. Entonces, corrí tras él y lo alcancé. Pero entonces, al encontrarme haciendo lo que no había hecho durante cuatro años, me detuve. Ése era un hombre. En la mano tenía su cuchillo de mango de hueso para defenderse. Pero se lo quité fácilmente y se lo hundí en el corazón. Cayó al instante de rodillas, desangrándose, con los dedos alrededor de la hoja. Y la visión de la sangre, su olor, me enloquecieron. Creo que gemí en voz alta. Pero no me acerqué; no pude hacerlo. Entonces recuerdo haber visto la figura de Lestat a través del espejo del aparador.
»—¿Por qué hiciste eso? —me preguntó. Me di vuelta para mirarlo a la cara, decidido a que no me viera en ese estado de debilidad. El anciano deliraba, continuó diciéndome; no podía acabar de comprender lo que decía el anciano.
»— Los esclavos… lo saben… Debes ir a las cabañas y vigilarlos —pude decirle—. Yo me ocuparé de tu padre.
»—Mátalo —dijo Lestat.
»— ¡Estás loco! —le contesté—. ¡Es tu padre!
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