»—¡Ya sé que es mi padre! —dijo Lestat—. Por eso no puedo matarlo. ¡No puedo matarlo! Si pudiera lo habría hecho hace mucho tiempo, ¡maldito sea! —Se retorció las manos—. Tenemos que irnos de aquí. Y mira lo que has hecho matando a éste. No hay tiempo que perder. Su mujer estará aquí aullando dentro de unos momentos… ¡o enviará a alguien aún peor!
El vampiro suspiró.
—Eso era verdad. Lestat tenía razón. Yo podía oír a los esclavos reuniéndose en la cabaña de Daniel, esperándolo. Daniel había sido lo suficientemente valiente como para entrar en la casa embrujada. Si no regresaba, los esclavos serían presa del pánico y se transformarían en una multitud peligrosa. Le dije a Lestat que los calmara, que usara toda su autoridad como amo blanco y que no los alarmase con sustos; entonces, entré en el dormitorio y cerré la puerta. Y sufrí otro golpe en esa noche traumática. Porque yo jamás había visto al padre de Lestat en ese estado.
»Estaba sentado, inclinado hacia adelante, hablándole a Lestat, rogándole a Lestat que le contestase; diciéndole que comprendía mejor su amargura que el mismo Lestat. Y era un cadáver viviente. Nada animaba su cuerpo hundido, salvo una voluntad determinada; por ende, sus ojos, debido a su resplandor, estaban todavía más hundidos en su cráneo, y sus labios, con los temblores, afeaban aún más su boca amarilla. Me senté al pie de la cama, sufriendo de verlo en ese estado, y le di mi mano. No te puedo contar lo que me conmovió su aspecto. Porque cuando traigo la muerte, es algo rápido e inconsciente y que deja a la víctima como en un sueño encantado. Pero esto era el decaimiento lento, el cuerpo negándose a rendirse al vampiro del tiempo que lo había desangrado durante años sin fin.
»—Lestat —dijo él—, por una sola vez, no seas malo conmigo. Por una sola vez, sé para mí el muchacho que fuiste. Mi hijo —lo dijo una y otra vez—. Mi hijo, mi hijo…
»Y entonces, dijo algo que no pude oír sobre la inocencia y la destrucción de la inocencia. Pero pude ver que no deliraba como Lestat había dicho, sino que poseía un terrible estado de lucidez. La carga del pasado estaba dentro de sí con toda su fuerza; y el presente, que sólo era la muerte, contra la que luchaba con toda su voluntad, nada podía hacer para aliviar esa carga. Pero yo sabía que podía engañarlo usando toda mi capacidad. Acercándome a él, le susurré la palabra:
»—Padre.
»No era la voz de Lestat, era la mía, un suave susurro. Pero se calmó de inmediato, y pensé que moriría. Pero se aferró a mis manos, como si lo estuvieran chupando las grandes olas negras del océano y sólo yo pudiera salvarlo. Ahora habló de un maestro rural, cualquier nombre, que había visto en Lestat a un pupilo brillante y que le había pedido llevarlo a un monasterio para su educación. Se maldijo por haber traído de vuelta a Lestat a su casa, por quemar los libros.
»—Debes perdonarme por ello, Lestat —sollozó.
»Le apreté la mano, esperando que eso fuera una respuesta, pero repitió su ruego una y otra vez.
»— Ahora tienes todo para vivir, ¡pero eres frío y brutal como yo fui con el trabajo, el frío y el hambre! Lestat, debes recordar. Eres el más bueno de todos. Dios me perdonará si tú me perdonas.
»Pero, en ese momento, el verdadero Lestat apareció en la puerta. Le hice un gesto para que guardara silencio, pero no lo vio. Entonces tuve que ponerme de pie rápidamente para que su padre no pudiera oír su voz a esa distancia. Los esclavos se habían escapado de su presencia.
»— Pero están allí fuera; se han reunido en la oscuridad. Los oigo —dijo Lestat; y luego echó una mirada al anciano—. Mátalo, Louis —me dijo, y su voz fue el primer ruego que le había escuchado; y se puso hecho una furia—. ¡Hazlo!
»— Acércate a su almohada —contesté— y dile que le perdonas todo, que le perdonas haberte sacado de la escuela cuando todavía eras un niño. Díselo inmediatamente, ahora mismo.
»—¿Por qué? —dijo Lestat, haciendo una mueca, y su cara pareció más cadavérica—. ¡Sacarme de la escuela! ¡Maldito sea! ¡Mátalo! —dijo, dejando escapar un rugido de desesperación.
»— No —dije yo—, tú lo perdonas o lo matas tú mismo. Vamos. Mata a tu propio padre.
»El anciano rogó que le dijéramos lo que estábamos diciendo. Y llamó:
»—Hijo, hijo.
»Y Lestat bailó como el enloquecido Rumpelstiltskin a punto de traspasar el suelo con el pie. Fui hasta el ventanal. Pude ver y oír a los esclavos congregándose alrededor de la casa de Pointe du Lac, formando redes en la oscuridad, aproximándose.
»—Tú eras José entre tus hermanos —dijo el anciano—. El mejor de todos, pero ¿cómo lo podía yo saber? Lo supe cuando te fuiste, cuando pasaron todos esos años y ellos no me ayudaron en nada, no me dieron ninguna paz. Y entonces tú regresaste y me sacaste de la finca, pero no eras el mismo. No eras el mismo muchacho.
»Me volví a Lestat y prácticamente lo arrastré hasta la cama. Nunca lo había visto tan débil y al mismo tiempo enfurecido.
Se soltó de mí y se arrodilló cerca de la almohada, echándome una mirada de odio. Yo me mantuve firme y le susurré:
»—¡Perdónalo!
»— Está bien, padre. Debes tranquilizarte. No tengo nada contra ti —dijo, y su voz aguda se sobrepuso a la furia que lo dominaba.
»El anciano se apoyó en la almohada murmurando unas palabras de alivio, pero Lestat ya se había ido. Se detuvo en la puerta, con las manos sobre las orejas.
»—Ya vienen —susurró, dándose vuelta para poder verme—. Mátalo. Por Dios.
»El anciano jamás supo lo que le había sucedido. Jamás se despertó de su estupor. Lo desangré lo suficiente, abriéndole una herida grande para que muriese sin sentir mi pasión oscura. Yo no podía soportar ese pensamiento. Sabía que no importaría si encontraban el cadáver en ese estado porque yo ya estaba harto de Pointe du Lac y de Lestat y de toda esa identidad como amo ridículo de Pointe du Lac. Incendiaría la casa y tendría la fortuna que había acumulado con diferentes nombres justo para cuando llegara el momento oportuno.
»Mientras tanto, Lestat atacó a los esclavos. Dejaría detrás de él tal ruina y devastación que nadie podría saber a ciencia cierta lo que había sucedido esa noche en Pointe du Lac. Y yo fui con él. Anteriormente, su ferocidad siempre había sido misteriosa, pero ahora yo descubrí mis colmillos ante los seres humanos que escapaban de mi presencia; mi avance superaba su velocidad patética y torpe, mientras descendía el velo de la muerte o el velo de la locura. El poder y la prueba del vampiro era inexpugnables, de modo que los esclavos huyeron en todas direcciones. Y fui yo quien regresó a las escalinatas a incendiar Pointe du Lac.
»Lestat vino corriendo detrás.
»—¿Qué estás haciendo? ¡Estás loco! —gritó; pero no había manera de apagar las llamas—. ¡Se han ido y tú estás destruyendo todo, todo! —Y se paseó alrededor de la magnífica sala, entre su frágil esplendor.
»—Saca tu ataúd. ¡Tienes tres horas hasta el alba! —le grité. La mansión es una pira funeraria.
—¿Podría haberle hecho daño el fuego? —preguntó el muchacho.
—¡Por cierto! —dijo el vampiro.
—¿Volvió al oratorio? ¿Era un lugar seguro?
—No, de ninguna manera. Unos cincuenta y cinco esclavos estaban en la zona. Muchos de ellos no preferían la vida de un liberto y lo más seguro era que fueran a Freniere o a la plantación Bel Jardín. Yo no tenía la más mínima intención de quedarme allí esa noche. Pero había poco tiempo para hacer alguna otra cosa.
—Esa mujer…, Babette… —dijo el muchacho. El vampiro sonrió.
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