Robert Chambers - El Rey de Amarillo

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El Rey de Amarillo: краткое содержание, описание и аннотация

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En El Rey de Amarillo. Relatos macabros y terroríficos -título que hace referencia a una obra imaginaria, «El Rey de Amarillo», cuya lectura provoca estupor, locura y tragedia espectral, y de la que el Necronomicón lovecraftiano es deudor- hemos seleccionado los cinco relatos de corte fantástico de la colección original (dejando de lado los que no lo son): La máscara, En el Pasaje del Dragón, El Reparador de Reputaciones, La demoiselle d’Ys y, el más famoso, El Signo Amarillo -obra maestra del cuento macabro de suspense, con un final escalofriante-. El volumen se completa con El Creador de Lunas y Una velada placentera, proc…

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Pero la autopreservación es la ley primera, y los Estados Unidos tuvieron que contemplar con desvalida pena cómo Alemania, Italia, España y Bélgica se debatían en la angustia de la Anarquía mientras Rusia, vigilante desde el Cáucaso, se inclinaba para atraparlas una por una.

En la ciudad de Nueva York el verano de 1899 quedó señalado por el desmantelamiento de los Ferrocarriles Elevados. El verano de 1900 vivirá en la memoria de los neoyorkinos por largos períodos; ese año se eliminó la estatua de Dodge. El siguiente invierno empezó la agitación para el anulamiento de las leyes que prohibían el suicidio, que dio su fruto final el mes de abril de 1920, cuando la primera Cámara Letal del Gobierno se inauguró en el parque de Washington.

Ese día venía andando por la avenida Madison desde la casa del doctor Archer, donde había estado por mera formalidad. Desde que me había caído del caballo cuatro años atrás, padecía de dolores de vez en cuando en la nuca y en el cuello, pero desde hacía meses me habían desaparecido, y el doctor me despidió ese día diciéndome que ya no tenía de qué curarme. Apenas valía la pena pagar sus honorarios para que me lo dijera; yo ya lo sabía. No obstante, no le guardé rencor por el dinero. Lo que me molestaba era el error que había cometido al principio. Cuando me recogieron del pavimento donde yacía sin conocimiento y alguien misericordioso le disparó una bala en la cabeza a mi caballo, fui llevado a lo del doctor Archer, y él considerando afectado mi cerebro, me internó en su hospicio privado donde me vi obligado a seguir un tratamiento por insania. Por fin decidió que me había recuperado y yo, que sabía que mi mente había estado siempre tan sana como la suya, si no más, "pagué mis derechos de matrícula" como él lo llamó, por broma, y me fui. Le dije, sonriente, que ya me las pagaría por su error, y él rió de buen grado, y me pidió que lo visitara de vez en cuando. Así lo hice en la esperanza de un posible ajuste de cuentas, pero no me dio la oportunidad, y yo le dije que esperaría.

La caída del caballo no tuvo por fortuna malas consecuencias; por el contrario, mi carácter mejoró. De un joven ciudadano ocioso, me convertí en alguién activo, enérgico, atemperado y sobre todo -oh, por sobre todo ambicioso. Sólo una cosa me perturbaba, me reía de mi propia intranquilidad pero me perturbaba.

Durante mi convalecencia había comprado y leído por primera vez El Rey de Amarillo . Recuerdo que después de haber leído el primer acto pensé que era mejor no seguir adelante. Me puse en pie y arrojé el libro al hogar; el volumen dio contra la rejilla y cayó abierto a la luz del fuego. Si no hubiera tenido un atisbo de las palabras de apertura del segundo acto, jamás lo habría terminado, pero cuando me incliné, para recogerlo, fijé los ojos en la página y, con un grito de terror, o quizá de alegría, tan intenso era el sufrimiento de cada uno de mis miembros, lo arrebaté de los carbones y me arrastré tembloroso a mi dormitorio donde lo leí y lo releí, y lloré y reí y temblé presa de un horror que todavía me asalta a veces. Esto es lo que me perturba, porque no puedo olvidarme de Carcosa donde estrellas negras lucen en los cielos; donde las sombras de los pensamientos de los hombres se alargan en la tarde, cuando los soles gemelos se hunden en el lago de Hali; y mi memoria cargará para siempre con el recuerdo de la Máscara Pálida. Ruego a Dios que maldiga al escritor, como el escritor maldijo al mundo con esta su hermosa, estupenda creación, terrible en su simplicidad, irresistible en su verdad: un mundo que ahora tiembla ante el Rey de Amarillo. Cuando el gobierno francés incautó los ejemplares de la traducción recién llegada a París, Londres, por supuesto tuvo ansiedad por leerlo. Se sabe perfectamente cómo el libro se difundió como una enfermedad infecciosa de ciudad en ciudad, de continente a continente, prohibido aquí, confiscado allá, denunciado por la prensa y el púlpito, censurado aun por los más avanzados anarquistas literarios. Ningún principio definido había sido violado en esas malignas páginas, ninguna doctrina promulgada, ninguna convicción ultrajada. No era posible juzgarlo de acuerdo con ninguna de las normas conocidas; sin embargo, aunque se reconocía que la nota del arte supremo había resonado con El Rey de Amarillo , todos sentían que la naturaleza humana no podía soportar la tensión, ni medrar con palabras en las que acechaba la esencia del más puro veneno. La simple banalidad e inocencia del primer acto provocaba que el golpe se asestara después con un efecto más espantoso.

Era, recuerdo, el 13 de abril de 1920 cuando se estableció la primera Cámara Letal del Gobierno en el extremo sur del parque de Washington, entre la calle Wooster y la Quinta Avenida al Sur. La manzana, que anteriormente había comprendido un montón de viejos edificios deteriorados utilizados como cafés y restaurantes para extranjeros, había sido adquirida por el gobierno en el invierno de 1898. Los cafés y restaurantes franceses e italianos fueron demolidos; toda la manzana fué rodeada de un enrejado dorado y convertida en un adorable jardín con prados, flores y fuentes. En el centro del jardín se levantaba un pequeño edificio blanco de arquitectura severamente clásica y rodeado de macizos de flores. Seis columnas jónicas sostenían el techo y la única puerta era de bronce. Un espléndido grupo de mármol que representaba a "Los Hados", obra de un joven escultor americano, Boris Yvain, que había muerto en París cuando sólo tenía treinta y tres años.

Se estaban celebrando las ceremonias de inauguración cuando yo cruzaba la plaza de la Universidad y entré en el parque. Me abrí camino entre la silenciosa multitud de espectadores. Pero fui detenido en la calle Cuarta por un cordón policial. Un regimiento de lanceros de los Estados Unidos rodeaba la Cámara Letal. En una tribuna elevada que daba al parque de Washington estaba el gobernador de Nueva York y, detrás de él, estaban agrupados el alcalde de Nueva York, el inspector general de policía, el comandante de las tropas estaduales, el coronel Livingston. auxiliar militar del presidente de los Estados Unidos, el general Blount, comandante de la Isla del Gobernador, el mayor Hamilton, comandante de la guarnición de Nueva York y Brooklyn, el almirante Buffby de la flota del río del Norte, el cirujano general Lanceford, el personal del Hospital General Gratuito, los senadores Wyse y Franklin de Nueva York, y el comisionado de Obras Públicas. La tribuna estaba rodeada por un escuadrón de húsares de la Guardia Nacional.

El gobernador estaba terminando su respuesta al breve discurso del cirujano general. Oí que decía:

– Las leyes que prohibían el suicidio y sancionaban cualquier intento de autodestrucción han quedado sin efecto. El gobierno ha considerado conveniente reconocer el derecho que tiene el hombre a poner fin a una existencia que se le haya vuelto intolerable sea por padecimiento físico o por desesperación mental. Se considera que la comunidad resultará beneficiada si se saca del medio a gente semejante. Desde la promulgación de esta ley, el número de suicidios en los Estados Unidos no ha aumentado. Ahora que el gobierno ha decidido establecer una Cámara Letal en cada ciudad, pueblo o aldea del país, queda por ver si esa clase de criaturas humanas de cuyas desanimadas filas, nuevas víctimas de la autodestrucción caen día tras día, aceptará el alivio que se le procura. -Hizo una pausa y se volvió hacia la Cámara Letal. El silencio en la calle era absoluto.- Allí una muerte indolora aguarda a quien no soporte ya los dolores de su vida. Si anhela la muerte, que la busque allí. -Luego volviéndose rápidamente hacia el auxiliar de la Casa Presidencial, dijo:- Declaro inaugurada la Cámara Letal -y enfrentado una vez más a la vasta multitud, exclamó con clara voz-: Ciudadanos de Nueva York y de los Estados Unidos de América, por mi intermedio el gobierno declara inaugurada la Cámara Letal.

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