Robert Chambers - El Rey de Amarillo

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El Rey de Amarillo: краткое содержание, описание и аннотация

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En El Rey de Amarillo. Relatos macabros y terroríficos -título que hace referencia a una obra imaginaria, «El Rey de Amarillo», cuya lectura provoca estupor, locura y tragedia espectral, y de la que el Necronomicón lovecraftiano es deudor- hemos seleccionado los cinco relatos de corte fantástico de la colección original (dejando de lado los que no lo son): La máscara, En el Pasaje del Dragón, El Reparador de Reputaciones, La demoiselle d’Ys y, el más famoso, El Signo Amarillo -obra maestra del cuento macabro de suspense, con un final escalofriante-. El volumen se completa con El Creador de Lunas y Una velada placentera, proc…

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– Estamos ahora en comunicación con diez mil hombres -musitó-. Podemos contar con cien mil dentro de las primeras veintiocho horas y en cuarenta y ocho horas el estado se levantará en masse . El país sigue al estado, y a la porción que no lo haga, me refiero a California y el Noroeste, más le habría valido no ser nunca habitada. No les enviaré el Signo Amarillo.

Me fluyó la sangre a la cabeza, pero sólo contesté:

– Escoba nueva barre bien.

– La ambición de César y Napoleón empalidece ante la que no le es posible descansar en tanto no se haya apoderado de las mentes de los hombres y controlado sus pensamientos aún no concebidos -dijo el señor Wilde.

– Está usted hablando del Rey de Amarillo -dije roncamente con un estremecimiento.

– Es un rey al que han servido emperadores.

– Me complace ser su servidor -contesté.

El señor Wilde estaba sentado frotándose las orejas con la mano mutilada.

– Quizá Constance no lo ama -sugirió.

Iba a contestar, pero la súbita irrupción de música militar desde la calle ahogó mi voz. El vigésimo regimiento de dragones, antes apostado en Mount St. Vicent, volvía de las maniobras en el condado de Westchester, a sus nuevos cuarteles al Oeste del parque de Washington. Era el regimiento de mi primo. Era un bonito grupo de individuos con ajustadas chaquetas celestes, elegantes morriones de piel y blancas calzas de montar con doble listado amarillo en las que sus piernas parecían modelarse. Escuadrón por medio estaba armado de lanzas de cuyas puntas de metal colgaban pendones amarillos y blancos. Pasó la banda ejecutando la marcha del regimiento, luego el coronel y los soldados: los caballos llenaban la calzada que resonaba bajo sus cascos mientras sus cabezas se alzaban y bajaban al unísono y los pendones flameaban en las puntas de las lanzas. Las tropas, que cabalgaban con la bella silla inglesa, lucían pardas como bayas al regresar de la incruenta campaña entre las granjas de Westchester, y la música de sus sables contra las espuelas y el tintinear de las espuelas y las carabinas me deleitaron. Vi a Louis que cabalgaba con su escuadrón. Era un oficial tan guapo como el que más. El señor Wilde, que se había subido a una silla, lo vio también, pero no dijo nada. Louis se volvió y miró directamente la tienda de Hawberk al pasar, y pude ver que el rubor teñía sus tostadas mejillas. Creo que Constance debió de haber estado a la ventana. Cuando las últimas tropas hubieron pasado resonantes y los últimos pendones se desvanecieron al Sur, de la Quinta Avenida, el señor Wilde bajó de la silla y arrastró la cómoda desde delante de la ventana.

– Sí-dijo-, es ya hora de que vea a su primo Louis.

Quitó los cerrojos de la puerta y yo recogí mi bastón y mi sombrero y salí al corredor. Las escaleras estaban oscuras. Tanteando a mi alrededor, puse el pie sobre algo blando que gruñó y escupió; dirigí contra el gato un golpe asesino, pero mi bastón se hizo astillas que la balaustrada, y el animal se escurrió dentro de la habitación del señor Wilde.

Al pasar otra vez por delante de la puerta de Hawberk, vi que trabajaba todavía en la armadura, pero no me detuve, y saliendo a la calle de Bleecker, seguí por ella hasta Wooster, esquivé los terrenos de la Cámara Letal y cruzando el parque de Washington, fui directamente a los cuartos que ocupaba en el Benedick. Allí comí cómodamente, leí el Herald y el Meteor y por último fui a la caja fuerte de mi cuarto y puse en funcionamiento la combinación de tiempo. Los tres minutos y tres cuartos, necesarios para que se abra la cerradura de operación temporal, son para mí momentos de oro. Desde el momento en que pongo en funcionamiento la combinación hasta el momento en que cojo la perilla y abro las sólidas puertas de acero, vivo el éxtasis de la expectativa. Esos momentos deben de ser como los que se pasan en el Paraíso. Sé lo que he de hallar al cabo del límite del tiempo. Sé lo que la maciza caja fuerte guarda en seguro para mí, para mí tan sólo, y el exquisito placer de la espera apenas es superado cuando la caja se abre y levanto desde su lecho de terciopelo una diadema del más puro oro cuajada de diamantes. Hago esto todos los días y sin embargo la alegría de esperar y después tocar la diadema sólo parece acrecentarse con el paso de los días. Es una diadema para un Rey entre reyes, para un Emperador entre emperadores. el Rey de Amarillo la despreciaría quizá, pero su real servidor la llevará.

La sostuve en mis brazos hasta que la alarma de la caja fuerte sonó con aspereza, y entonces, con ternura y orgullo, la puse en su sitio y cerré las puertas de acero. Volví lentamente a mi estudio que mira al parque de Washington, y me apoyé en el antepecho de la ventana. El sol de la tarde se vertía por mis ventanas y una brisa gentil movía las ramas de los olmos y los arces del parque, cubiertos ahora de capullos y de brotes. Una bandada de palomas giraba en torno a la torre de la iglesia Memorial, a veces posándose en el techo de mosaicos púrpura, otras descenciendo en la fuente de los lotos frente al arco de mármol. Los jardineros trabajaban en los macizos de flores alrededor de la fuente y la tierra recién removida olía dulce y aromática. Una cortadora de hierba, tiraba por un pesado caballo blanco, resonaba a través del verde césped y carros de riego vertían lluvias de rocío sobre los senderos de asfalto. Alrededor de la estatua de Peter Stuyvesant, que en 1897 reemplazó a la monstruosidad que supuestamente representaba a Garibaldi, jugaban niños al sol de la primavera, y niñeras jóvenes empujaban cochecitos con atolondrada desconsideración por sus ocupantes de mejillas de pastel, lo cual quizá se explicara por la presencia de media docena de elegantes dragones que lánguidamente ocupaban ociosos los bancos. A través de los árboles, el Arco en Memoria de Washington resplandecía como plata al sol, y más allá, en el extremo este del parque, los cuarteles de piedra gris de los dragones y los establos de la artillería de granito blanco estaban plenos de vida colorida y móvil.

Miré la Cámara Letal en la esquina opuesta del parque. Unos pocos curiosos se demoraban todavía alrededor de la barandilla de hierro dorado, pero dentro del terreno los senderos estaban desiertos. Miré las fuentes que murmuraban y refulgían; los gorriones habían descubierto ya este nuevo refugio acuático y los cuencos estahan hacinados con la presencia de estas avecillas de plumas empolvadas. Dos o tres pavos reales blancos avanzaban picoteando por los prados y una paloma de color pardo estaba posada tan inmóvil en el brazo de uno de los Hados, que parecía formar parte de la piedra esculpida.

Cuando me volvía distraídamente, una ligera conmoción en el grupo de curiosos demorados en torno a las puertas atrajo mi atención. Había entrado un hombre joven y avanzaba con largos pasos nerviosos por el sendero de grava que llevaba a las puertas de bronce de la Cámara Letal. Se detuvo un momento ante las Parcas, y cuando alzó la cabeza hacia esas tres misteriosas caras, la paloma levantó vuelo, giró por un instante y se dirigió luego hacia el este. El joven apretó las manos contra su cara y luego, con un gesto indefinible subió saltando los escalones de mármol, las puertas de bronce se cerraron tras él y media hora más tarde los curiosos se retiraron con paso indolente y la paloma asustada volvió a ocupar su sitio en el brazo de la Parca.

Me puse el sombrero y fui a dar un paseo por el parque antes de la cena. Mientras cruzaba el sendero central, pasaba un grupo de oficiales y uno de ellos exclamó:

– ¡Hola, Hildred!

Y vino a estrecharme la mano. Era mi primo Louis, que se sonreía y se daba golpecitos en las espuelas con el látigo de montar.

– Acabo de volver de Westchester -dijo-; estuve haciendo vida bucólica; leche y requesón, ya sabes, jóvenes ordeñadoras con cofia que dicen "vaya" y "no lo creo" cuando les dices que son bonitas. Muero por una comida decente en Delmonico's. ¿Qué hay de nuevo?

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