La solemne quietud fue quebrantada por áspera voz de comando, el escuadrón de húsares desfiló tras el carruaje del gobernador, los lanceros giraron y formaron a lo largo de la Quinta Avenida para aguardar al comandante de la guarnición, y la policía montada los siguió. Yo abandoné la multitud para contemplar boquiabierto la Cámara Letal de mármol blanco y, cruzando la Quinta Avenida al Sur, caminé a lo largo del lado oeste de esa transitoria vía pública hasta la calle Bleecker. Luego me volví a la derecha y me detuve delante de una deslucida tienda que tenía un cartel que decía:
HAWBERK, ARMERO
Miré la puerta de entrada y vi a Hawberk ocupado en la pequeña tienda en el extremo del recinto. El levantó la vista en el mismo instante y, al verme, exclamó con su profunda voz cordial:
– ¡Pase usted, señor Castaigne!
Constance, su hija, salió a mi encuentro cuando crucé el umbral y me tendió su bonita mano, pero observé el rubor de la desilusión en sus mejillas y supe que era otro el Castaigne que ella esperaba, mi primo Louis. Me sonreí ante su confusión y la felicité por el estandarte que estaba bordando de acuerdo con el modelo de un plato esmaltado. El viejo Hawberk estaba remachando las gastadas grebas de una antigua armadura y el ¡ting! ¡ting! ¡ting! del pequeño martillo sonaba agradablemente en la curiosa tienda. En seguida dejó el martillo a un lado y empezó a trabajar afanoso con una pequeña llave de tuerca. El suave sonido de la malla hizo que un estremecimiento de placer me recorriera todo el cuerpo. Me encantaba escuchar la música del acero contra el acero, el dulce choque del mazo contra las piezas del muslo y la melodía de la cota de malla. Esa era la única razón por la que iba a ver a Hawberk. El nunca me había interesado personalmente, ni tampoco Constance, salvo porque estaba enamorada de Louis. Esto por cierto ocupaba mi atención e incluso a veces me mantenía despierto por la noche. Pero sabía en mi corazón que todo saldría bien y que yo solucionaría el futuro de ambos como esperaba solucionar el de mi buen doctor, John Archer. Sin embargo, jamás se me habría ocurrido visitarlos si no fuera, como dije, por la intensa fascinación que ejercía el tintineante martillo. Me estaba sentado horas escuchando y escuchando y cuando un rayo de sol perdido daba sobre el acero con incrustaciones, la sensación era casi demasiado aguda como para poder soportarla. Fijaba la mirada con ojos dilatados de placer que ponía en tensión cada uno de mis nervios casi a punto de quebrarse, hasta que algún movimiento del viejo armero interrumpía el rayo de luz; entonces, todavía secretamente excitado, me inclinaba hacia atrás y escuchaba otra vez el sonido del paño de pulir, ¡suish! ¡suish! ¡suish!, que quitaba la herrumbre de los remaches.
Constance trabajaba con el bordado sobre las rodillas deteniéndose de vez en cuando para examinar más de cerca el modelo del plato esmaltado del museo Metropolitan.
– ¿Para quién es? -pregunté.
Hawberk explicó que, además de haber sido designado armero de las armaduras atesoradas en el museo Metropolitan estaba también a cargo de varias colecciones pertenecientes a ricos coleccionistas. Esta era la greba que faltaba de una famosa armadura que un cliente suyo había rastreado hasta una pequeña tienda de París en el Quai d'Orsay. El, Hawberk, había negociado y adquirido la greba y ahora el juego de la armadura estaba completo. Dejó a un lado el martillo y me leyó la historia del juego rastreada hasta 1450, de propietario a propietario, hasta que fue adquirido por Thomas Stainbridge. Cuando se vendió su soberbia colección, este cliente de Hawberk compró el juego, y desde entonces se inició la búsqueda de la greba que faltaba hasta que, casi por accidente, se la localizó en París.
– ¿Siguió con la búsqueda con tanta persistencia sin certidumbre de que la greba existiera todavía? -le pregunté.
– Pues claro -contestó el tranquilamente.
Entonces, por primera vez experimenté un interés personal por Hawberk.
– ¿Tenía algún valor para usted? -aventuré.
– No -contestó riendo-, el placer de hallarla fue mi recompensa.
– ¿No tiene ambición de enriquecerse? -le pregunté sonriendo.
– Mi única ambición es ser el mejor armero del mundo -contestó con gravedad.
Constance me preguntó si había presenciado las ceremonias de la Cámara Letal. Ella había visto pasar a la caballería por Brodway esa mañana y había tenido deseos de ver la inauguración, pero su padre quería que el estandarte quedara terminado y ella por tanto se había quedado en casa.
– ¿Vio a su primo allí, señor Castaigne? -preguntó con un muy ligero temblor de sus suaves pestañas.
– No -repliqué despreocupadamente-. El regimiento de Louis está haciendo maniobras en el condado de Westchester.
Me puse de pie y cogí el sombrero y el bastón.
– ¿Subirá a ver otra vez al lunático? -preguntó riendo el viejo Hawberk. Si Hawberk supiera cómo odio la palabra "lunático", no la emplearía en mi presencia. Despierta ciertos sentimientos en mí que no quiero explicar. No obstante, le contesté serenamente:
– Creo que veré al señor Wilde uno o dos minutos.
– Pobre hombre -dijo Constance meneando la cabeza-, debe de ser duro vivir solo año tras año, pobre, tullido y casi demente. Es muy bondadoso de su parte, señor Castaigne, visitarlo tan a menudo como lo hace.
– Creo que es malvado -observó Hawberk, empezando otra vez con su martillo. Escuché el dorado sonido sobre las placas de la greba; cuando hubo terminado, le contesté.
– No, no es malvado, ni es en absoluto demente. Su cabeza es una cámara de maravillas de la que puede extraer tesoros por los que usted y yo daríamos años de nuestras vidas.
Hawberk rió.
Yo continué, algo impaciente:
– Conoce historia como nadie más podría hacerlo. Nada, por trivial que parezca escapa a sus investigaciones, y su memoria es tan absoluta, tan precisa en los detalles, que si se supiera en Nueva York que existe semejante hombre, no podría honrárselo lo suficiente.
– Tonterías -murmuró Hawberk buscando en el suelo un remache que se le había caído.
– ¿Son tonterías -pregunté logrando reprimir lo que sentía-, son tonterías cuando dice que los faldares y las musleras del juego de armadura esmaltado comúnmente conocido como el "Príncipe Blasonado" puede encontrarse entre un montón de tratos teatrales herrumbrados, cocinas rotas y desechos de traperos en un desván de la calle Pell?
A Hawberk se le cayó el martillo, pero lo recogió y preguntó con suma calma cómo sabía yo que faltaban los faldares y la muslera izquierda del "Príncipe Blasonado".
– No lo sabía hasta que el señor Wilde me lo mencionó el otro día. Dijo que se encontraban en el desván del 998 dela calle Pell.
– Tonterías -exclamó, pero advertí que la mano le temblaba bajo el delantal de cuero.
– ¿Es esto también una tontería? -pregunté complacido- ¿Es una tontería que el señor Wilde se refiera a usted como al marqués de Avonshire y a la señorita Constance…?
No terminé porque Constance se puso en pie de un salto con el terror escrito en cada una de sus facciones. Hawberk me miró y alisó lentamente su delantal de cuero.
– Eso es imposible -observó-, puede que el señor Wilde sepa muchas cosas…
– Sobre armaduras, por ejemplo, y el "Príncipe Blasonado" -interrumpí sonriendo.
– Sí -continuó lentamente-, sobre armaduras también -tal vez-, pero se equivoca respecto del marqués de Avonshire quien, como lo sabe usted, mató al calumniador de su esposa hace años y se fue a Australia donde no la sobrevivió mucho tiempo.
– El señor está equivocado -murmuró Constance. Tenía los labios blancos, pero su voz era dulce y serena.
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