Tessie estaba sentada lanzando anillos de humo que ascendían al cielo raso y haciendo tintinear el hielo en su vaso.
– ¿Sabes, Chavala, que también yo tuve un sueño anoche?
La observé. A veces la llamaba "la Chavala".
– No habrá sido ese hombre -dijo riendo.
– Exacto. Un sueño parecido al tuyo, sólo que mucho peor.
Fue tonto e irreflexivo de mi parte decirlo, pero ya se sabe el poco tacto que tienen los pintores por lo general.
– Debo de haberme quedado dormido poco más o menos a las diez -proseguí-, y al cabo de un rato soñe que me despertaba. Tan claramente oí las campanas de la medianoche, el viento en las ramas de los árboles y la sirena de los vapores en la bahía, que incluso ahora me es difícil creer que no estaba despierto. Me parecía yacer en una caja con cubierta de cristal. Veía débilmente las lámparas de la calle por donde pasaba, pues debo decirte, Tessie, que la caja en la que estaba tendido parecía encontrarse en un carruaje acojinado en el que iba sacudiéndome por una calle empedrada. Al cabo de un rato me impacienté e intenté moverme, pero la caja era demasiado estrecha. Tenía las manos cruzadas en el pecho, de modo que no me era posible levantarlas para aliviarme. Escuché y, luego, intenté llamar. Había perdido la voz. Podía oír los cascos de los caballos uncidos al coche e incluso la respiración del conductor. Entonces otro ruido irrumpió en mis oídos, como el abrir de una ventana. Me las compuse para ladear la cabeza un tanto, y descubrí que podía ver, no sólo a través del cristal que cubría la caja, sino también a través de los paneles de cristal a los lados del carruaje. Vi casas. Vi casas, vacías y silenciosas, sin vida ni luz en ninguna de ellas, excepto en una. En esa casa había una ventana abierta en el primer piso, y una figura toda de blanco miraba a la calle. Eras tú.
Tessie había apartado su cara de mí y se apoyaba en la mesa sobre el codo.
– Pude verte la cara proseguí- que me pareció muy angustiada. Luego seguimos viaje y doblamos por una estrecha y negra calleja. De pronto los caballos se detuvieron. Esperé y esperé, cerrando los ojos con miedo e impaciencia, pero todo estaba silencioso como una tumba. Al cabo de lo que me parecieron horas, empecé a sentirme incómodo. La sensación de que algo se acercaba hizo que abriera los ojos. Entonces vi la cara del cochero de la carroza fúnebre que me miraba a través de la cubierta del ataúd…
Un sollozo de Tessie me interrumpió. Estaba temblando como una hoja. Vi que me había comportado como un asno e intenté reparar el daño.
– ¡Vaya, Tess -dije- Sólo te lo conté para mostrarte la influencia de tu historia en los sueños de los demás. No pensarás realmente que estoy tendido en un ataúd ¿no es cierto? ¿Por qué estás temblando? ¿No te das cuenta de que tu sueño y la irrazonable repugnancia que me produce ese inofensivo sereno de la iglesia pusieron sencillamente en marcha mi cerebro no bien me quedé dormido?
Puso la cabeza entre sus brazos y sollozó como si fuera a rompérsele el corazón. Me había portado como un imbécil. Pero estaba por superar mi propio récord. Me le acerqué y la rodeé con el brazo.
– Tessie, querida, perdóname -dije-; no tendría que haberce asustado con semejantes tonterías. Eres una chica demasiado atinada, demasiado buena católica corno para creer en sueños.
Su mano se puso en la mía y su cabeza cayó sobre mi hombro, pero todavía temblaba; yo la acariciaba y la consolaba.
– Vamos, Tess, abre los ojos y sonríe.
Sus ojos se abrieron con un lánguido lento movimiento y se encontraron con los míos, pero su expresión era tan extraña que me apresuré a reanimarla otra vez.
– Fue una patraña, Tessie, no creerás que todo esto podrá acarrearte algún mal.
– No -dijo, pero sus labios escarlatas se estremecieron.
– ¿Qué sucede, entonces? ¿Tienes miedo?
– Sí, pero no por mi.
– ¿Por mí, entonces? -pregunté alegremente.
– Por usted -murmuró en voz casi inaudible-. Yo… yo lo quiero a usted.
En un principio me eché a reír, pero cuando comprendí lo que decía, un estremecimiento me atravesó el cuerpo y me quedé sentado como de piedra. Esta era la culminación de las tonterías que llevaba cometidas. En el momento que transcurrió entre su réplica y mi contestación, pensé en mil respuestas a esa inocente confesión. Podía desecharla con una sonrisa, podía hacerme el desentendido y decirle que me encontraba muy bien de salud, podía manifestarle con sencillez que era imposible que ella me amase. Pero mi reacción fue más veloz que mis pensamientos, y cuando quise darme cuenta ya era demasiado tarde, porque la había besado en la boca.
Aquella noche fui a dar mi paseo habitual por el parque de Washington pensando en los acontecimientos del día. Me había comprometido a fondo. No podía echarme atrás ahora, y miré de frente a mi futuro. Yo no era bueno, ni siquiera escrupuloso, pero no tenía intención de engañarme a mí mismo o a Tessie. La única pasión de mi vida yacía sepultada en los soleados bosques de Bretaña. ¿Estaba sepultado para siempre? La Esperanza clamaba: "¡No!" Durante tres años había esperado el ruido de unos pasos en mi umbral. ¿Sylvia se había olvidado? "¡No!" clamaba la Esperanza.
Dije que no era bueno. Eso es verdad, pero con todo no era exactamente el villano de la ópera cómica. Había llevado una vida fácil y atolondrada, recibiendo de buen grado el placer que se me ofrecía, deplorando, a veces lamentando con amargura, las consecuencias. Sólo una cosa, con excepción de mi pintura, tomaba en serio, y aquello yacía ocultado, si no perdido, en los bosques bretones.
Era demasiado tarde ahora para lamentar lo ocurrido en el día. Tanto si fue lástima, como si fue la súbita ternura que produce el dolor o el más brutal instinto de la voluntad satisfecha, daba igual ahora, y a no ser que deseara dañar a un corazón inocente, tenía la senda trazada ante mí. El fuego y la intensidad, la profundidad de la pasión de un amor que ni siquiera había sospechado, a pesar de la experiencia que creía tener del mundo, no me dejaban otra alternativa que corresponderle o apartarla de mi lado. No se si me acordaba producir dolor en los demás o si hay algo en mí de lóbrego puritano, pero lo cierto es que me repugnaba negar la responsabilidad por ese irreflexible beso, y de hecho no tuve tiempo de hacerlo antes que se abriesen las puertas de su corazón y la marejada se expandiera. Otros que habitualmente cumplen con su deber y encuentran una sombría satisfacción en hacer de sí mismos y de los demás unos desdichados, quizá habrían resistido. Yo no. No me atreví. Después de amainada la tormenta, le dije que más le habría valido amar a Ed Burke y llevar un sencillo anillo de oro, pero no quiso escucharme siquiera, y pensé que mientras hubiera decidido amar a alguien con quien no podía casarse, era preferible que fuera yo. Yo, al menos, podría tratarla con mteligente afecto, y cuando ella se cansara de su pasión, no saldría de ella mal parada. Porque yo estaba decidido en cuanto a eso, aunque sabía lo difícil que resultaría. Recordaba el final habitual de las relaciones platónicas y cuánto me disgustaba oír de ellas. Sabía que iniciaba una gran empresa para alguien tan falto de escrúpulos como yo, y temía el futuro, pero ni por un momento dudé de que ella estaría segura conmigo. Si se hubiera tratado de cualquier otra, no me habría dejado atormentar por escrúpulos. Pero ni se me ocurría la posibilidad de sacrificar a Tessie como lo habría hecho con una mujer de mundo. Miraba el porvenir directamente a la cara y veía los varios probables finales del asunto. Terminaría ella por cansarse de mí, o llegaría a ser tan desdichada que tendría que desposarla o abandonarla. Si nos casábamos, seríamos desdichados. Yo con una mujer inapropiada para mí, ella con un marido inapropiado para cualquier mujer. Porque mi vida pasada no me calificaba para el matrimonio. Si la abandonaba, quizá caería enferma, pero se recuperaría y acabaría casándose con algún Ed Burke, pero, precipitada o deliberadamente, podía cometer una tontería. Por otra parte, si se cansaba de mí, toda su vida se desplegaría ante ella con maravillosas visiones de Eddie Burke, anillos de boda, gemelos, pisos en Harlem y el Cielo sabe que más. Mientras me paseaha entre los árboles vecinos al Arco de Washington, decidí que de cualquier modo ella encontraría a un sólido amigo en mí, y que el futuro se cuidara de sí mismo. Luego entré en la casa y me puse el traje de noche, porque la nota ligeramente perfumada que habla sobre mi tocador decía: "Tenga un coche pronto a la entrada de los artistas a las once", y estaba firmada "Edith Carmichel, Teatro Metropolitan, 19 de junio de 189-."
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