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Richard Bach: Uno

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Richard Bach Uno

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«— La verdad no se quema. La verdad espera a todos cuantos quieran hallarla — dijo —. Sólo se quemarán estas páginas. La elección es tuya. ¿Quieres que el paginismo se convierta en la próxima religión de este mundo? — Sonrió. — Seréis santos de la iglesia… Miré a Leslie y vi en sus ojos el mismo horror que yo sentía en los míos. Ella tomó la rama de sus manos y la acercó a los bordes del pergamino. La llamarada creció hasta convertirse en un amplio capullo de blanco sol bajo nuestros dedos. Un momento después dejábamos caer aquellas astillas luminosas al suelo. Allí ardieron por un instante más y quedaron oscuras. El anciano suspiró su alivio. — ¡Qué bendito atardecer! — exclamó —. ¡Cuán rara vez se nos da la oportunidad de salvar al mundo de una nueva religión!..»

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— Hay cosas que nunca cambian.

Leslie asintió, feliz.

22

Durante la cena no podíamos dejar de conversar. El escaparate colmado de televisores, ¿había sido coincidencia o vivíamos rodeados por respuestas sin darnos cuenta? Pese a estar hambrientos, nos olvidábamos de la comida.

— No es coincidencia — dije —. Cuando lo pensamos, todo es metáfora.

— ¿Todo?

— Ponme a prueba — dije —

Después de lo que hemos aprendido, cualquier cosa que puedas mencionar… está tratando de enseñarnos algo que puedo demostrarte.

Aun a mí me sonaba audaz.

Ella echó un vistazo al paisaje marino pintado al otro lado del salón.

— El océano — dijo.

— El océano contiene muchas gotas de agua — empecé; apenas necesitaba pensar; la idea estaba tan clara en mi mente como si fuera uno de los cristales de Atkin flotando ante mí. — Gotas hirvientes y gotas heladas, brillantes y oscuras, gotas que vuelan en el aire y gotas estrujadas por toneladas de presión. Gotas que se transforman una en otra y en la siguiente, gotas que se evaporan y se condensan. Cada gota es una con el océano. Sin el océano, las gotas no pueden existir. Sin las gotas, el océano no puede ser. Pero no se puede hablar de «una gota» en el océano. No hay límites entre las gotas hasta que alguien lo traza.

— ¡Muy bien! — ponderó ella —. ¡Eso estuvo muy bien, Richie!

Contemplé mi mantel individual, que mostraba el mapa de Los Angeles.

— Calles y autopistas — dije.

Ella cerró los ojos.

— Las calles y las autopistas vinculan cada lugar con todos los demás, pero cada conductor elige adónde quiere ir — dijo, lentamente. — Puede dirigirse a una bella campiña o a los suburbios de tabernas, a una universidad o a un bar; puede seguir la ruta hasta el horizonte o ir y venir por una misma huella; puede también aparcar y no ir a ninguna parte.

Leslie observaba la idea en su mente, la hacía girar, divirtiéndose.

— Puede elegir el clima según su punto de destino; puede conducir con prudencia o peligrosamente; puede viajar en un coche de carrera, uno de paseo o un camión; puede mantener su vehículo a la perfección o dejar que se haga pedazos. Puede conducir sin mapa y hacer de cada giro una sorpresa o planear exactamente adónde irá y de qué modo llegará a ese sitio. Cada ruta que tome estará ya allí antes de que él la escoja y después de que haya pasado. Cada viaje posible ya existe y el conductor, la conductora, es una con todos ellos. Se limita a elegir, todas la mañanas, qué viaje hará ese día.

— ¡Vaya! ¡Perfecto!

— Esto ¿lo acabamos de aprender — preguntó ella— o lo hemos sabido siempre sin preguntárnoslo? — Antes de que pudiera responderle me puso a prueba de nuevo: — La aritmética.

No pudimos hacerlo con todos los temas, pero sí con casi todos los sistemas, las aficiones y las vocaciones. Programación de computadora, filmaciones, ventas al menudeo, bolsos, manufacturas, vuelo en avión, jardinería, ingeniería, arte, educación, navegación a vela… Detrás de cada vocación yace una metáfora con la misma visión serena del funcionamiento universal.

— Leslie, ¿no tienes la sensación de que…? ¿Somos ahora las mismas personas que antes?

— No, no lo creo — respondió —. Si hubiéramos vuelto sin cambios después de lo que pasó, seríamos… Pero no es eso lo que quieres decir, ¿verdad?

— No, me refiero a una verdadera diferenció —manifesté, sin levantar la voz —. Mira a los que nos rodean, a las personas de ese restaurante.

Ella lo hizo, por un tiempo larguísimo.

— Tal vez pase, pero…

— … conocemos a todos — completé.

A la mesa vecina había una mujer de Vietnam, agradecida por la bondad, la crueldad, el odio y el amor de América, orgullosa de sus dos hijas, que se desempeñaban maravillosamente en la escuela y eran las mejores alumnas. Lo comprendimos todo y nos sentimos orgullosos con ella, y también de lo que había hecho para que la esperanza cobrara realidad en la vida de las tres.

Al otro lado del salón, cuatro adolescentes reían e intercambiaban palmadas, ignorantes de todo, salvo de sí mismos, suplicando atención por motivos que no conocían. Esos años torpes y dolorosos de nuestras propias vidas levantaron ecos en nuestro corazón: una comprensión instantánea.

Más allá, un joven estudiaba intensamente para los exámenes finales, ajeno a todo lo que no fuera la página que tenía delante, en la que seguía gráficos con el lápiz. Sabía que probablemente no volvería a graficar los momentos de flexión de las vigas en doble T en toda su vida, pero sabía también que lo importante es el sendero, que el valor está en cada paso dado por él. Nosotros también lo sabíamos.

Una pareja de pelo blanco y ropas pulcras murmuraba en la cabina del rincón. ¡Tanto que recordamos lo que hacíamos con una existencia, sensaciones tan cálidas por haber hecho lo mejor que sabíamos, planear futuros que nadie más pudiera imaginar!

— Qué sensación extraña — dijo.

— Sí —confirmó ella —. ¿Ha pasado antes alguna vez?

Algunas raras experiencias de viaje astral, pensé, tienen cierta unidad cósmica. Pero nunca me había sentido en unidad con la gente de los restaurantes.

— A este punto, no, no lo creo.

Recuerdos diseminados que se remontaban hasta donde la memoria, conexiones de gasa con todos los demás: eso subyacía bajo lo que se presentaba como diferencias.

Uno, había dicho Pye. Es difícil criticar, pensé, difícil juzgar cuando somos nosotros mismos los que estamos bajo los reflectores. No hay necesidad de juzgar cuando ya comprendemos.

Uno: ¿Eran aquéllos los jovencitos que habíamos sido, las almas sapientes que aún debíamos ser?

Un enfoque de íntima y expectante curiosidad conectaba a cada uno de nosotros con el otro, mudo y sereno deleite ante nuestra capacidad de construir vidas, aventuras y anhelos de saber.

Uno. Al otro lado de la ciudad, ¿ellos eran también nosotros? ¿El actor no descubierto y la gran estrella, el traficante de drogas y el policía, el abogado, el terrorista y el músico de conservatorio?

Esa suave comprensión se mantuvo en nosotros mientras conversábamos. No es el tipo de conocimiento que viene y se va, pensé; es nuestra conciencia la que está aquí. Lo que vemos es nuestra propia conciencia, y cuando ella se aparta ¡cómo cambian nuestras escenas! Todos en este mundo, todos somos reflejos, espejos vivientes los unos de los otros.

— Creo que nos ha pasado mucho más de lo que empezamos siquiera a comprender — dijo Leslie.

— Es como si nuestro carrito circulara sobre un millón de cambios de vía — dije — y viéramos cambiar los rieles bajo nosotros. ¿Dónde salimos, hacia dónde nos encaminamos?

Mientras conversábamos afuera descendió la oscuridad. Nos sentíamos como amantes que volvieran a encontrarse en el paraíso: éramos los mismos de siempre, pero ahora habíamos echado un vistazo a quienes habíamos sido, y visto lo que podría pasar en vidas que aún no conocíamos.

Por fin abandonamos el restaurante, abrazados. Caminamos por la noche y por la ciudad. Los coches siseaban hacia el nortesuresteoeste en las calles; un niño en patineta nos esquivó graciosamente a alta velocidad, con un rugir de ruedas. Una pareja joven avanzó hacia nosotros en silencioso arrebato, muy abrazados ellos. Todos nosotros, rumbo al encuentro de las elecciones de ese minuto, ese atardecer, esa existencia.

23

A las ocho y cuarenta y cinco de la mañana siguiente, seguimos un camino bordeado de árboles hasta lo alto de la colina y entramos a un jardín para aparcar, con espacio para automóviles entre las flores. Caminamos por uno entre muchos senderos hasta el salón de reuniones, entre matas de narcisos, tulipanes y jacintos; entre ellos brillaban diminutas flores plateadas; en el aire, delicados aromas. ¡Spring Hill, la colina de la primavera, merecía su nombre!

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