Cassandra Clare - Ciudad de cristal

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Para salvar la vida de su madre, Clary debe viajar hasta la Ciudad de Cristal, el hogar ancestral de los cazadores de sombras. Por si fuera poco, Jace no quiere que vaya y Simon ha sido encarcelado por los propios Cazadores de Sombras, que no se fían de un vampiro resistente al sol. Mientras, Clary traba amistad con Sebastián, un misterioso cazador de sombras que se alía con ella. Valentine está dispuesto a acabar con todos los cazadores de sombras: la única opción que les queda a éstos es aliarse con sus mortales enemigos pero ¿podrán hombres lobo, vampiros y otras criaturas del submundo dejar a un lado sus diferencias con los cazadores de sombras?

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Allí estaban los Lightwood: Maryse con los brazos alrededor de Isabelle, que sollozaba, y Robert Lightwood sentado en el suelo y sosteniendo algo… no, a alguien, y Clary recordó la primera vez que había visto a Max, en el Instituto, yaciendo flácido y dormido en un sofá, con las gafas torcidas y la mano arrastrando por el suelo. «Puede dormir en cualquier parte», había dicho Jace, y casi parecía que estuviese dormido ahora, en el regazo de su padre, pero Clary sabía que no era así.

Alec estaba de rodillas, sosteniendo una mano de Max, pero Jace se limitaba a permanecer de pie, sin moverse; parecía perdido, como si no supiese dónde estaba o qué hacía allí. Todo lo que Clary deseó fue correr hasta él y rodearlo con los brazos, pero la expresión del rostro de Simon le aconsejó que no lo hiciera; el recuerdo de la casa solariega y de los brazos de Jace rodeándola allí también la detuvieron. Ella era la última persona de la tierra que podía proporcionarle algún consuelo.

—Clary —dijo Simon, pero ella se apartaba ya de él, a pesar del mareo y del dolor de cabeza.

Corrió hacia la puerta del salón y la abrió de par en par, hasta la escalinata, y se quedó allí, engullendo bocanadas de aire frío. A lo lejos, el horizonte estaba surcado por el fuego rojo, las estrellas se desvanecían y perdían color bajo un cielo cada vez más iluminado. La noche había terminado. Llegaba el amanecer.

13

Donde hay pesar

Clary despertó dando boqueadas de un sueño de ángeles que sangraban con las sábanas enroscadas a su alrededor en una tirante espiral. La habitación de invitados de Amatis estaba totalmente a oscuras y resultaba muy bochornosa, igual que estar encerrado en un ataúd. Alargó el brazo y descorrió de un tirón las cortinas. La luz del día entró a borbotones. Frunció el ceño y volvió a cerrarlas.

Los cazadores de sombras quemaban a sus muertos, y, desde el ataque de los demonios, el cielo al oeste de la ciudad había estado teñido de humo. Contemplarlo a través de la ventana hizo que Clary se sintiese mareada, así que mantuvo las cortinas cerradas. En la oscuridad de la habitación cerró los ojos, intentando recordar su sueño. Había habido ángeles en él, y la imagen de la runa que Ithuriel le había mostrado centelleaba uno y otra vez contra la pared interior de sus párpados como la intermitente señal de un semáforo indicando que se podía cruzar. Era una runa sencilla, tan sencilla como un nudo, pero por mucho que se concentraba, no conseguía leerla, no lograba averiguar qué significaba. Todo lo que sabía era que le resultaba de algún modo incompleta, como si quienquiera que hubiese creado el dibujo no lo hubiese terminado del todo.

«Éstos no son los primeros sueños que te he mostrado», había dicho Ithuriel. Pensó en sus otros sueños: Simon con cruces marcadas a fuego en las manos, Jace con alas, lagos de hielo resquebrajándose que brillaban como el cristal de un espejo. ¿Se los había enviado también el ángel?

Se incorporó con un suspiro. Los sueños podían ser malos, pero las imágenes que desfilaban por su cerebro una vez despierta no eran mucho mejores. Isabelle, llorando en el suelo del Salón de los Acuerdos, tirando con tal fuerza del negro pelo entrelazado en sus dedos que a Clary le preocupó que pudiera arrancarlo. Maryse chillándole a Jia Penhallow que el chico que había acogido en su casa, su sobrino, era el causante de aquello, y que si él estaba tan íntimamente aliado con Valentine, ¿qué decía eso de ellos? Alec intentando tranquilizar a su madre, pidiéndole a Jace que lo ayudara, pero Jace se había limitado a permanecer allí quieto mientras el sol se alzaba sobre Alacante y resplandecía a través del techo del Salón.

—Ha amanecido —había dicho Luke, con su aspecto más cansado del que Clary le había visto nunca—. Es hora de traer aquí los cuerpos.

Y había enviado al exterior patrullas para que recogieran a los cazadores de sombras y a los licántropos muertos que yacían en las calles y los llevaran a la plaza situada fuera del Salón, la plaza que Clary había cruzado con Sebastian cuando había comentado que el Salón parecía una iglesia. Le había parecido entonces un lugar bonito, bordeado con jardineras y tiendas pintadas de brillantes colores. Y ahora estaba lleno de cadáveres.

Incluido Max. Pensar en el niño que con tanta seriedad había hablado con ella sobre manga le provocó un nudo en el estómago. Le había prometido que lo llevaría a una librería de cómics, pero eso ya no sucedería. «Le habría comprado libros —pensó—. Todos los libros que hubiera querido.» Aunque eso ya no importaba.

«No pienses en ello.» Volvió a patear las sábanas hacia atrás y se levantó. Tras una rápida ducha se puso los vaqueros y el jersey que había llevado el día de su llegada desde Nueva York. Apretó su rostro contra la tela antes de ponerse el jersey, esperando captar el olor de Brooklyn, o el olor del detergente de la lavandería —algo que le recordara a su hogar—pero lo habían lavado y olía a jabón de limón. Con un nuevo suspiro, marchó escalera abajo.

En la casa sólo estaba Simon, sentado en el sofá de la salita. Las ventanas abiertas detrás de él dejaban entrar la luz del día a raudales. Clary se dijo que su amigo se había convertido en algo parecido a un gato, que siempre buscaba espacios bañados por el sol en los que enroscarse. Sin embargo, no importaba cuánto sol recibiese ya que su piel seguía teniendo el mismo blanco marfileño.

Clary cogió una manzana del cuenco que había sobre la mesa y se dejó caer junto a él, doblando las piernas bajo el cuerpo.

—¿Has podido dormir?

—Un poco. —La miró—. Debería ser yo quien preguntara. Eres tú la que tiene sombras bajo los ojos. ¿Más pesadillas?

Ella se encogió de hombros.

—Otra vez lo mismo. Muerte, destrucción, ángeles perversos.

—O sea: igualito a la vida real, entonces.

—Sí, pero al menos, cuando despierto, finaliza. —Dio un mordisco a la manzana—. Déjame adivinar. Luke y Amatis están en el Salón de los Acuerdos, celebrando otra reunión.

—Sí. Creo que están celebrando la reunión en la que se juntan y deciden qué otras reuniones tienen que llevar a cabo. —Simon se puso a juguetear con el fleco que bordeaba un cojín—. ¿Has recibido noticias de Magnus?

—No.

Clary intentaba no pensar en el hecho de que habían pasado tres días desde que había visto a Magnus, y que éste no había enviado aún ningún mensaje; o que no había nada que le impidiese al brujo coger el Libro de los Blanco y desaparecer en el éter, sin que se volviera a saber nada de él. Se preguntó por qué había creído alguna vez que era una buena idea confiar en alguien que empleaba tanto perfilador de ojos.

Tocó suavemente a Simon en la muñeca.

—¿Y tú? ¿Qué hay de ti? ¿Sigues sintiéndote bien aquí?

Había intentado que Simon se marchara a casa en cuanto finalizó la batalla; a casa, que era un lugar seguro. Pero él había mostrado una curiosa resistencia a ello. Por la razón que fuese, parecía querer quedarse. Ella esperaba que no se debiera a que pensase que tenía que cuidar de ella; había estado a punto de tomar la iniciativa y decirle que no necesitaba su protección, pero no lo había hecho porque en parte no podía soportar verle marchar. Así que se quedó, y Clary se sentía secreta y culpablemente complacida.

—¿Estás consiguiendo… ya sabes… lo que necesitas?

—¿Te refieres a sangre? Claro, Maia me trae botellas cada día. Pero no me preguntes de dónde las saca.

La primera mañana que Simon había pasado en la casa de Amatis, un licántropo sonriente había aparecido en la puerta con un gato vivo para él.

—Sangre —dijo. Con un fuerte acento en la voz—. Para ti. ¡Fresca!

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