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Cassandra Clare: Ciudad de cristal

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Cassandra Clare Ciudad de cristal

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Para salvar la vida de su madre, Clary debe viajar hasta la Ciudad de Cristal, el hogar ancestral de los cazadores de sombras. Por si fuera poco, Jace no quiere que vaya y Simon ha sido encarcelado por los propios Cazadores de Sombras, que no se fían de un vampiro resistente al sol. Mientras, Clary traba amistad con Sebastián, un misterioso cazador de sombras que se alía con ella. Valentine está dispuesto a acabar con todos los cazadores de sombras: la única opción que les queda a éstos es aliarse con sus mortales enemigos pero ¿podrán hombres lobo, vampiros y otras criaturas del submundo dejar a un lado sus diferencias con los cazadores de sombras?

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—Lo sé. Pero lo vi y pensé en ti. —Le pasó la caja.

El objeto que había dentro estaba envuelto en varias capas de papel de seda. Clary se abrió paso entre ellas y agarró algo blando como el pelaje de un gato. Lanzó un gritito ahogado. Era un abrigo de terciopelo verde botella, pasado de moda, con el forro de seda dorada, botones de latón y una amplia capucha. Se lo colocó sobre el regazo, pasando las manos con cariño por el suave tejido.

—Parece algo que Isabelle se pondría —exclamó—. Como un abrigo de viaje de cazador de sombras.

—Exacto. Ahora, cuando estés en Idris, irás vestida de un modo más parecido a uno de ellos —dijo Luke.

Ella le miró.

—¿Quieres que parezca uno de ellos?

—Clary, eres uno de ellos. —Su sonrisa estaba teñida de tristeza—. Además, ya sabes cómo tratan a los forasteros. Cualquier cosa que puedas hacer para encajar…

Simon emitió un ruido extraño, y Clary le miró con aire culpable; casi había olvidado que él estaba allí. El muchacho contemplaba fijamente su reloj.

—Tengo que irme.

—¡Pero si acabas de llegar! —protestó Clary—. Pensaba que podíamos salir a dar una vuelta, ver una película o algo…

—Tienes que hacer la maleta —Simon sonrió, radiante como la luz del sol tras la lluvia; y ella casi pudo creer que no había nada que le preocupara—. Vendré más tarde para despedirme antes de que te vayas.

—Venga, va —protestó Clary—. Quédate…

—No puedo. —Su tono sonó categórico—. He quedado con Maia.

—Ah. Fantástico —replicó ella.

Maia, se dijo, era simpática. Era lista. Era bonita. También era una chica lobo. Una chica lobo que estaba chiflada por Simon. Pero tal vez era así como debía ser. Tal vez su nueva amiga debía ser una subterránea. Al fin y al cabo, él mismo era un subterráneo ahora. Técnicamente, ni siquiera tendría que estar pasando tiempo con cazadores de sombras como Clary.

—Supongo que será mejor que te vayas.

—Creo que será lo mejor.

Los ojos oscuros de Simon eran inescrutables. Era algo nuevo…, ella siempre había sido capaz de adivinarle el pensamiento a Simon. Se preguntó si era un defecto secundario del vampirismo, o alguna otra cosa totalmente distinta.

—Adiós —dijo él, y se inclinó como si fuera a besarla en la mejilla, apartándole el cabello hacia atrás con una mano.

Sin embargo, se detuvo y se echó hacia atrás con una expresión indecisa. Ella le miró con el ceño fruncido por la sorpresa, pero él ya se había ido, rozando a Luke al cruzar la puerta. Clary oyó cómo la puerta delantera se cerraba a lo lejos.

—¡Está actuando de un modo tan raro! —exclamó, abrazando el abrigo de terciopelo en busca de seguridad—. ¿Crees que tiene algo que ver con lo de ser vampiro?

—Probablemente no. —Luke parecía levemente divertido—. Convertirte en un subterráneo no cambia lo que sientes por las cosas. O por la gente. Dale tiempo. Lo cierto es que rompiste con él.

—No. Él rompió conmigo.

—Porque no estabas enamorada de él. Se trata de una situación cierta, y creo que lo está llevando con elegancia. Muchos otros adolescentes se enfurruñarían, o merodearían bajo tu ventana con un radiocasete gigante.

—Ya nadie tiene un radiocasete gigante. Eso pasaba en los ochenta.

Clary abandonó la cama y se puso el abrigo. Lo abotonó hasta el cuello, deleitándose con el suave tacto del terciopelo.

—Simplemente quiero que Simon regrese a la normalidad.

Se echó una ojeada en el espejo y se sintió agradablemente sorprendida: el verde hacia que sus cabellos rojos resaltaran y le iluminaba el color de los ojos. Se volvió hacia Luke.

—¿Qué te parece?

Él estaba recostado en la entrada con las manos en los bolsillos; una sombra le cruzó el rostro cuando la miró.

—Tu madre tenía un abrigo idéntico a ese cuando tenía tu edad —fue todo lo que dijo.

Clary agarró con fuerza los puños del abrigo, clavando los dedos en el suave pelo. La mención de su madre, mezclada con la tristeza en la expresión de Luke, hacía que quisiera echarse a llorar.

—Iremos a verla después, ¿verdad? —preguntó—. Quiero despedirme de ella antes de irnos, y decirle… decirle lo que haré. Que va a ponerse bien.

—Visitaremos el hospital más tarde —respondió Luke, asintiendo—. Y, ¿Clary?

—¿Qué?

Casi no quería mirarle, pero, con gran alivio por su parte, cuando lo hizo, la tristeza había desaparecido de sus ojos.

Él sonrió.

—La normalidad no es tan buena como la pintan.

Simon echó una ojeada al papel que sostenía y luego a la catedral, y entrecerró los ojos bajo el sol de la tarde. El Instituto se alzaba recortado contra el cielo azul, un bloque de granito lleno de ventanas en forma de arcos puntiagudos y rodeado de un alto muro de piedra. Rostros de gárgolas miraban al suelo con expresión lasciva desde las cornisas, como desafiándole a acercarse a la puerta principal. No se parecía en nada a la impresión que tuvo la primera vez que lo vio, disfrazado como una ruina abandonada, pero claro, el glamour no funcionaba con los subterráneos.

«Tú no perteneces a este lugar.» Las palabras eran severas, mordaces, corrosivas; Simon no estaba seguro de si le había hablado la gárgola o si la voz procedía de su propia mente. «Esto es una iglesia, y tú estás condenado.»

—Cállate —masculló sin demasiado entusiasmo—. Además, a mí me traen sin cuidado las iglesias. Soy judío.

Encontró una afiligranada verja de hierro encastrada en la pared de piedra y posó la mano en el pasador, medio esperando un dolor abrasador en la piel, pero nada sucedió. La verja no parecía ser especialmente sagrada. La abrió de un empujón y había recorrido la mitad del agrietado sendero de cantería que conducía a la puerta principal cuando oyó voces —varias voces, y le resultaban familiares—a poca distancia.

O tal vez no tan cerca. Casi había olvidado lo mucho que su oído, igual que su visión, se había agudizado desde que había tenido lugar la Conversión. Parecía como si las voces sonaran justo tras él, pero a medida que seguía el estrecho sendero que rodeaba la pared lateral del Instituto vio que se hallaban de pie a un buen trecho, en el extremo opuesto de los jardines. La hierba crecía sin control allí, medio cubriendo los bifurcados senderos que discurrían por entre lo que probablemente en una ocasión habían sido rosales pulcramente distribuidos. Había incluso un banco de piedra, recubierto con una telaraña de verdes hierbajos; aquello había sido una auténtica iglesia en el pasado, antes de que los cazadores de sombras la ocuparan.

Al primero que vio fue a Magnus, recostado contra una musgosa pared de piedra. Era difícil pasarlo por alto, pues llevaba una camiseta blanca decorada con salpicaduras de color sobre unos pantalones de cuero multicolor. Destacaba igual que una orquídea de invernadero, rodeado por los cazadores de sombras vestidos totalmente de negro: Alec con aspecto pálido y violento; Isabelle, con su larga melena negra retorcida en forma de trenzas atadas con cintas plateadas, de pie junto a un niño que tenía que ser Max, el más pequeño de ellos. A poca distancia estaba su madre, que parecía una versión más alta y huesuda de su hija, con la misma larga melena negra. Junto a ella había una mujer que Simon no conocía. En un principio, Simon pensó que era vieja, ya que tenía los cabellos casi blancos, pero entonces se volvió para hablar con Maryse y vio que probablemente no tendría más de treinta y cinco o cuarenta años.

Y luego esta Jace, manteniéndose a cierta distancia, como si no perteneciera del todo al grupo. Llevaba la vestimenta negra de un cazador de sombras como los demás. Cuando Simon vestía de negro, daba la impresión de que iba a un funeral, pero Jace simplemente tensaba los hombros y se preguntó si algo —el tiempo o el olvido—diluiría alguna vez el resentimiento que experimentaba hacia Jace. No quería sentirlo, pero ahí estaba, una piedra que lastraba aquel corazón suyo que ya no latía.

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