Cassandra Clare - Ciudad de las almas perdidas

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Jace es ahora un sirviente del mal, vinculado a Sebastian por toda la eternidad. Sólo un pequeño grupo de Cazadores de Sombras cree posible su salvación. Para lograrla, deben desafiar al Cónclave, y deben actuar sin Clary. Porque Clary está jugando a un juego muy peligroso por su propia cuenta y riesgo. Si pierde, el precio que deberá pagar no consiste tan solo en entregar su vida, sino también el alma de Jace.
Clary está dispuesta a hacer lo que sea por Jace, pero ¿puede seguir confiando en él? ¿O lo ha perdido para siempre? ¿Es el precio a pagar demasiado alto, incluso para el amor?

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—Me has llamado —dijo.

—Quería entregarse a la Clave —susurró, sin saber muy bien ante quién se estaba justificando. Había hecho lo que tenía que hacer, había usado la única arma que tenía disponible, aunque fuera una que despreciaba—. Lo habrían matado.

—Me has llamado a mí —repitió él, y dio un paso hacia ella. Tendió la mano, le apartó un largo rizo del rostro y se lo puso tras la oreja—. Entonces, ¿te lo ha contado? ¿El plan? ¿Entero?

Ella contuvo un escalofrío de asco.

—No todo. No sé qué va a ocurrir esta noche. ¿Qué quería decir Jace con «Es la hora»?

Él se inclinó y le besó la frente; ella notó que le quemaba el beso, como una marca de fuego entre los ojos.

—Ya lo verás —contestó él—. Te has ganado el derecho a estar ahí, Clarissa. Puedes verlo desde tu lugar a mi lado, esta noche, en el Séptimo Sitio Sagrado. Los dos hijos de Valentine, juntos… por fin.

Simon mantuvo los ojos sobre el papel, repitiendo las palabras que Magnus había escrito para él. Tenían un ritmo que era como música, ligero, aguado, fino. Le recordó a cuando leía en voz alta su parte de haftará durante su bar mitzvá , aunque entonces había sabido lo que significaban las palabras, y en ese momento no.

Mientras proseguía con el cántico, notó una tensión a su alrededor, como si el aire se estuviera volviendo más denso y pesado. Le presionaba el pecho y los hombros. Cada vez se sentía más sofisticado. De haber sido humano, el calor en aumento le habría resultado insoportable. Pero tal como era, podía notar el ardor en la piel, cómo le chamuscaba las pestañas y la camisa. Siguió con los ojos fijos en el papel que tenía ante sí mientras una gota de sangre le resbalaba por el nacimiento del pelo y caía sobre el libro.

Y entonces acabó. La última palabra, «Raziel», fue pronunciada, y Simon alzó la cabeza. Notaba que le corría sangre por la cara. La niebla alrededor había aclarado y delante de sí vio el agua del lago, azul y brillante, tan plana como un cristal.

Y entonces estalló.

El centro del lago se volvió dorado, y luego negro. El agua se apartó de él, vertiéndose hacia las orillas, derramándose a los lados y volando por el aire, hasta que Simon quedó mirando a un anillo de agua, como un círculo de cascadas continuas, todas brillando y vertiendo agua de arriba abajo, un efecto raro y extrañamente hermoso. Gotitas de agua se estremecían sobre él y le enfriaban la piel ardiente. Echó la cabeza hacia atrás, justo cuando el cielo se oscurecía; todo el azul se había ido, tragado por un súbito impacto de oscuridad y grises nubes clamorosas. El agua volvió a caer al lago, y de su centro, de la mayor densidad de su plata, se alzó una figura de oro.

A Simon se le secó la boca. Había visto incontables cuadros de ángeles, creía en ellos, había oído la advertencia de Magnus. Y aun así, se sintió como si lo hubiera atravesado una lanza cuando un par de alas se desplegaron ante él. Parecían cubrir todo el cielo. Eran enormes, blancas, doradas y plateadas; las plumas con ardientes ojos dorados, que lo miraron con desprecio. Luego las alas se agitaron, deshaciendo las nubes, y se volvieron a plegar; un hombre, o mejor, una forma humana, de varios pisos de alto, se desplegó sobre sí mismo y se alzó.

A Simon le habían comenzado a castañetear los dientes. No estaba seguro de por qué. Pero oleadas de poder, y de algo más que poder, de las fuerzas elementales del universo, parecían manar del Ángel cuando éste se alzó en toda su altura. El primer pensamiento de Simon, algo extravagante, fue que parecía como si alguien hubiera cogido a Jace y lo hubiera ampliado al tamaño de una valla publicitaria. Sólo que no se parecía en nada a Jace. Era dorado por todas partes: las alas, la piel y los ojos, que no tenían blanco, sino sólo un brillo de oro, como una membrana. Su cabello era oro y parecía hecho de piezas de metal cortado que se curvaban como hierro forjado. Era ajeno y terrorífico. «Demasiado de cualquier cosa puede acabar contigo», pensó Simon. Demasiada oscuridad podría matar, pero demasiada luz podría cegar.

«¿Quién osa invocarme?», dijo el Ángel sobre la cabeza de Simon, con una voz que era como de grandes campanas repicando.

«Pregunta complicada», pensó Simon. Si fuera Jace, diría: «Uno de los nefilim», y si fuera Magnus, podría decir que era uno de los hijos de Lilith y Gran Mago. Clary y el Ángel ya se conocían, así que supuso que se tutearían. Pero él era Simon, sin ningún título que unir a su nombres o grandes gestas en el pasado.

—Simon Lewis —contestó finalmente, mientras dejaba el libro en el suelo y se erguía—. Hijo de la Noche y… tu sirviente.

«¿Mi sirviente? —La voz de Raziel estaba cargada de helada desaprobación—. ¿Me haces acudir como a un perro y osas llamarte mi sirviente? Serás borrado de este mundo, y tu destino servirá de advertencia para otros que pretendan hacer lo mismo. Está prohibido que mis propios nefilim me invoquen. ¿Por qué iba a ser diferente contigo, vampiro diurno?»

Simon supuso que no debía sorprenderle que el Ángel supiera quien era él, pero de todas formas era asombroso, tan asombroso como el tamaño del Ángel. De alguna manera, había pensado que Raziel sería más humano.

—Yo…

«¿Crees que por el hecho de llevar la sangre de uno de mis descendientes debo mostrarte piedad? En tal caso, has jugado y has perdido. La misericordia del Cielo es para quien la merece. No para aquellos que violan nuestras Leyes de Alianza.»

El Ángel alzó la mano, y apuntó a Simon directamente con un dedo.

Simon se preparó. Esa vez no trató de decir las palabras, sólo las pensó.

«¡Escucha, oh, Israel! El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno…»

«¿Qué Marca es ésa? —Raziel sonaba confundido—. En tu frente, criatura.»

—Es la Marca —tartamudeó Simon—. La primera Marca. La Marca de Caín.

El gran brazo de Raziel descendió lentamente.

«Te mataría, pero la Marca me lo impide. Esa Marca debería haber sido colocada en tu ceño por la mano del Cielo, mas sé que no es así. ¿Cómo es posible?»

La evidente perplejidad del Ángel envalentonó a Simon.

—Una de tus hijos, los nefilim —contestó—. Una con un don especial. Ella la puso ahí para protegerme. —Dio un paso hacia el borde del círculo—. Raziel, he venido a pedirte un favor, en nombre de esos nefilim. Se enfrentan a un grave peligro. Uno de ellos ha… ha sido vuelto hacia la oscuridad y amenaza al resto. Necesitan tu ayuda.

«Yo no intervengo.»

—Pero sí interviniste —replicó Simon—. Cuando Jace estaba muerto, lo volviste a la vida. No es que no te lo agradezcamos, pero si no lo hubieras hecho, nada de esto habría ocurrido. Así que, en cierto modo, te toca a ti arreglarlo.

«Quizá no pueda matarte —planteó Raziel—, pero no hay ninguna razón por la que deba prestarte la ayuda que me pides.»

—Ni siquiera he dicho lo que pido —indicó Simon.

«Quieres una arma. Algo que pueda separar a Jonathan Morgenstern de Jonathan Herondale. Matarías a uno y preservarías la vida del otro. El modo más fácil es matarlos a los dos. Jonathan estuvo muerto, y quizá la muerte aún lo ansía, y él a ella. ¿Se te ha pasado por la cabeza?»

—No —contestó Simon—. Sé que no somos mucho comparado contigo, pero no matamos a nuestros amigos. Intentamos salvarlos. Si el Cielo no lo quiere así, nunca debería habernos dado la capacidad de amar. —Se echó el pelo hacia atrás para dejar al descubierto toda la Marca—. No, no tienes por qué ayudarme. Pero si no lo haces, nada me impide llamarte una y otra vez, ahora que sé que no puedes matarme. Piensa en mí apoyado en tu puerta celestial… por toda la eternidad.

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