Cassandra Clare - Ciudad de las almas perdidas

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Jace es ahora un sirviente del mal, vinculado a Sebastian por toda la eternidad. Sólo un pequeño grupo de Cazadores de Sombras cree posible su salvación. Para lograrla, deben desafiar al Cónclave, y deben actuar sin Clary. Porque Clary está jugando a un juego muy peligroso por su propia cuenta y riesgo. Si pierde, el precio que deberá pagar no consiste tan solo en entregar su vida, sino también el alma de Jace.
Clary está dispuesta a hacer lo que sea por Jace, pero ¿puede seguir confiando en él? ¿O lo ha perdido para siempre? ¿Es el precio a pagar demasiado alto, incluso para el amor?

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«Clary, estoy a punto de hacer algo estúpido, peligroso y quizá suicida. ¿Tan malo es que quiera hablar contigo por última vez? Hago esto para que estés a salvo, y ni siquiera sé si sigues viva para ayudarte. Pero si estás muerta lo sabría, ¿verdad? Lo sentiría.»

—Muy bien. Vamos —dijo Magnus, que apareció al pie de los escalones. Miró el anillo que Simon llevaba en el dedo, pero no hizo ningún comentario.

Simon se puso en pie y se sacudió los vaqueros; luego fue en cabeza por el serpenteante camino a través del manzanar. El lago relucía por delante como una fría moneda azul. Al acercarse, Simon vio el viejo muelle que se metía en el agua, donde en un tiempo se ataban kayaks, antes de que un gran trozo del muelle se rompiera y se fuera a la deriva. Pensó que casi podía oír el perezoso zumbido de las abejas y notar el peso del verano en los hombros. Cuando llegaron a la orilla del lago, se volvió y miró la casa, de listones pintados de blanco con contraventanas verdes y un viejo porche cubierto con cansados muebles de mimbre blanco.

—Te gusta esto, ¿eh? —comentó Isabelle. Su cabello negro ondeaba como una bandera bajo la brisa del lago.

—¿Cómo lo sabes?

—Por tu expresión —contestó ella—. Como si estuvieras recordando algo bueno.

—Fue bueno —afirmó Simon. Se fue a subir las gafas por la nariz, recordó que ya no las llevaba y bajó la mano—. Fui muy afortunado.

Isabelle miró el lago. Llevaba unos pequeños pendientes dorados de aro; en uno se le había enredado un poco de pelo, y Simon tuvo ganas de soltárselo y de tocarle el rostro con los dedos.

—¿Y ahora ya no?

Simon se encogió de hombros. Estaba observando a Magnus, que sujetaba lo que parecía una vara larga y flexible, y estaba dibujando en la arena mojada al borde del lago. Tenía abierto un libro de hechizos y salmodiaba mientras tanto. Alec lo contemplaba, con la expresión de alguien que mira a un desconocido.

—¿Tienes miedo? —le preguntó Isabelle, mientras se acercaba a Simon.

Él notó el calor del brazo de ella contra el suyo.

—No lo sé. Gran parte de estar asustado consiste en la sensación física. El corazón se acelera, sudas y el pulso late con fuerza. No tengo nada de eso.

—Es una pena —murmuró Isabelle, mirando al agua—. Los tíos sudados son sexis.

Él le dedicó una media sonrisa; era más difícil de lo que había pensado que sería. Quizá sí estuviera asustado.

—Ya basta de tu descaro e impertinencia, señorita.

A Isabelle le tembló el labio como si fuera a sonreír. Luego suspiró.

—¿Sabes lo que nunca se me pasó por la cabeza que pudiera querer? —preguntó—. Un tío que me hiciera reír.

Simon se volvió hacia ella y le cogió la mano, sin importarle en ese momento que su hermano los estuviera mirando.

—Izzy…

—Muy bien —exclamó Magnus—. Ya he acabado. Simon, ven aquí.

Se volvieron. Magnus estaba dentro del círculo, que relucía con una leve luz blanca. En realidad eran dos círculos concéntricos, uno un poco más pequeño dentro del mayor, y en el espacio entre ellos, había docenas de símbolos dibujados. Éstos también relucían, de un color azul blanquecino acerado, como el reflejo del lago.

Simon oyó inspirar a Isabelle, y se alejó procurando no mirarla. Eso sólo lo haría todo más difícil. Avanzó, cruzó el borde del círculo y se situó en el centro, junto a Magnus. Mirar hacia fuera desde el centro del círculo era como mirar a través de agua. El resto del mundo resultaba confuso y parecía agitarse.

—Toma. —Magnus le puso el libro en las manos. El papel era fino, cubierto con runas dibujadas, pero Magnus había pegado una copia impresa de las palabras, tal y como se pronunciaban, sobre el propio encantamiento—. Limítate a decir esto —masculló—. Debería funcionar.

Simon sujetó el libro contra el pecho, se sacó el anillo de oro que lo conectaba con Clary y se lo pasó a Magnus.

—Si no… —dijo, preguntándose de dónde le venía esa extraña tranquilidad—, alguien debe tener esto. Es nuestra única conexión con Clary y con lo que sabe.

Magnus asintió y se puso el anillo en el dedo.

—¿Preparado, Simon?

—¡Eh! —exclamó éste—. Te has acordado de mi nombre.

Magnus le lanzó una mirada indescifrable desde sus ojos verde dorado, y salió del círculo. Al instante, él también fue una mancha confusa. Alec se puso a un lado de él e Isabelle al otro; ésta se cogía por los codos y, aun a través del ondulante aire, Simon vio lo triste que parecía.

Simon carraspeó para aclararse la garganta.

—Supongo que será mejor que os marchéis, chicos.

Pero no se movieron. Parecían estar esperando a que él dijera algo más.

—Gracias por venir aquí conmigo —añadió finalmente, después de haberse estrujado el cerebro para decir algo trascendente; parecían estar esperándolo. No era de los que hacían grandes discursos de despedida o decían adiós de una manera dramática. Primero miró a Alec.

»Hum, Alec. Siempre me has caído mejor que Jace. —Se volvió hacia Magnus—. Magnus, me gustaría tener el valor de ponerme pantalones como los que tú llevas.

Y la última, Izzy. La podía ver observándolo a través de aquella especie de bruma, con los ojos tan negros como la obsidiana.

—Isabelle —comenzó Simon. La miró. Vio la pregunta en sus ojos, pero no parecía haber nada que pudiera decir delante de Alec y Magnus, nada que pudiera expresar todo lo que sentía. Retrocedió hacia el centro del círculo, inclinando la cabeza—. Adiós, supongo.

Le pareció que le contestaban, pero la ondulante neblina entre ellos apagó sus palabras. Les observó volverse, retroceder por el camino cruzando el manzanar e ir hacia la casa, hasta que se convirtieron en motitas oscuras. Hasta que no pudo verlos más.

No acababa de aceptar no hablar con Clary una última vez antes de morir; ni siquiera podía recordar las últimas palabras que se habían dicho. Y sin embargo, si cerraba los ojos, podía oír su risa flotando sobre el manzanar; recordaba cómo había sido entonces, antes de que crecieran y todo cambiara. Si moría ahí, quizá resultara apropiado. Algunos de sus mejores recuerdos estaban en ese lugar, a fin de cuentas. Si el Ángel lo abatía con fuego, sus cenizas se esparcirían por el manzanar y sobre el lago. Algo en esa idea le resultó tranquilizador.

Pensó en Isabelle. Luego en su familia: su madre, su padre y Becky.

«Clary —pensó por último—. Dondequiera que estés, eres mi mejor amiga. Siempre serás mi mejor amiga.»

Alzó el libro de hechizos y comenzó a recitar.

—¡No! —Clary se puso en pie, y dejó caer la toalla mojada—. Jace, no puedes hacerlo. Te matarán.

Él cogió la camisa limpia y se la puso sin mirarla, mientras se abrochaba los botones.

—Primero tratarán de separarme de Sebastian —dijo él, aunque no parecía creerlo realmente—. Pero si eso no funciona, entonces me matarán.

—No me vale. —Fue a cogerle, pero él se apartó y se puso las botas. Cuando se volvió hacia ella, su expresión era sombría.

—No tengo elección, Clary. Es lo que debo hacer.

—Es una locura. Aquí estás seguro. No puedes tirar tu vida por…

—Salvarme es traición. Es poner una arma en manos del enemigo.

—¿A quién le importa la traición? ¿O la Ley? —quiso saber Clary—. A mí me importas tú. Solucionaremos esto juntos…

—Nosotros no podemos solucionarlo. —Jace se metió en el bolsillo la estela que estaba en la mesilla, y luego cogió la Copa Mortal—. Porque yo sólo voy a ser yo un rato más. Te amo, Clary. —Inclinó el rostro y le dio un prolongado beso—. Hazlo por mí —le susurró.

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