—¡Gran Galaxia! —exclamó Bigman.
Con los dientes apretados, Lucky masculló:
—Nos llevan ventaja, hagamos lo que hagamos. Tendremos que regresar, ¡y de prisa!
Un enjambre de naves perfectamente coordinadas se precipitaba hacia Ceres, Toda un ala completa de la formación se precipitó contra el observatorio. Como respuesta casi inevitable, las fuerzas defensivas de la base terrestre concentraron su poderío en ese punto.
El ataque se produjo en forma alternada.
Nave tras nave fueron arrojando rayos de energía contra un escudo de evidente invulnerabilidad. Pero no hubo un solo intento de barrenar las plantas subterráneas de energía, cuya situación debía ser, sin duda, conocida por los agresores: era demasiado arriesgado. Las naves de la flota gubernamental salieron al espacio y las baterías de tierra abrieron fuego.
Hacia el final de la batalla, dos naves piratas fueron destrozadas, pues sus escudos habían sido averiados; ambas unidades se incendiaron convirtiéndose luego en una nube rojiza de vapor. Una tercera nave, con sus reservas de energía consumidas casi por entero, estuvo a punto de ser capturada y luego de una breve persecución, pero estalló en el último momento, tal vez por obra de su propia tripulación.
En los momentos más encarnizados de la batalla, algunos de los defensores de Ceres pensaron que se trataba de un ataque simulado. Sólo más tarde, por supuesto, tuvieron la certeza de que no había sido así. En tanto que el Observatorio estaba en peligro, tres naves descendieron en el asteroide, a ciento ochenta kilómetros de distancia. Los piratas desembarcaron con armas individuales y un cañón portátil desintegrador, y desde trineos espaciales atacaron la compuerta de aire que había en el lugar.
Tras barrenar los accesos, un numeroso grupo de piratas en sus trajes espaciales se dispersaron por los corredores de los que se perdió totalmente el aire. Los extremos de esos corredores desembocaban en factorías y oficinas cuyos ocupantes fueron evacuados a la primera alarma. Los puestos habían sido cogidos por miembros de la milicia local que, provistos de armas y trajes espaciales, lucharon con bravura, aunque les fue imposible contener el avance pirata.
En los niveles inferiores, en las viviendas pacíficas de Ceres, retumbaban los disparos de desintegradores y el ruido de la pelea; innumerables pedidos de auxilio fueron enviados a las bases cercanas. Transcurrido un lapso relativamente breve, y en forma tan repentina como la de su llegada, los piratas se retiraron.
Cuando cesó la lucha, las autoridades hicieron el recuento de las bajas: quince de los habitantes de Ceres habían muerto; muchos más estaban heridos graves; los cadáveres de los piratas ascendían a cinco. Los daños materiales eran importantes.
—Y ha desaparecido un hombre —explicaría más tarde Conway, furioso, a Lucky, luego de la llegada del joven—. Sólo que no está en la nómina de habitantes y hemos tenido que mantener su nombre fuera de los informes.
Lucky se halló en Ceres con un foco de excitación histérica, a pesar de que la invasión había concluido. Este era el primer ataque contra un centro terrestre de gran importancia, llevado a cabo por fuerzas enemigas en el curso de la última generación. Y la Shooting Starr tuvo que atravesar tres inspecciones antes de que se le permitiese descender.
Lucky, sentado en las oficinas del Consejo, junto a Conway y a Henree, comentó con amargura:
—¡Y Hansen ha desaparecido! Todo se reduce a esto, pues.
—En favor del viejo ermitaño —intervino Henree—, debo decir que ha demostrado que tiene valor. Cuando los piratas descendieron, insistió en ponerse el traje espacial, coger un desintegrador e ir allá, junto con las milicias.
—No era imprescindible; no nos faltaban milicianos —observó Lucky— y si se hubiera quedado aquí, nos habría prestado un servicio mucho más importante. ¿Por qué no le habéis detenido? ¿En estas circunstancias era él la persona indicada para tomar tal actitud?
La voz de Lucky Starr, tranquila habitualmente, estaba temblando de ira reprimida. Pacientemente, Conway explicó:
—No estábamos a su lado. El guardia que le vigilaba tuvo que presentarse a su puesto en la milicia. Hansen insistió en unírsele y el guardia pensó que de ese modo podría cumplir con los dos cometidos a la vez: pelear contra los piratas y vigilar al ermitaño.
—Pero no lo hizo.
—Dadas las circunstancias, no se le puede reprochar nada. El guardia ha visto cómo Hansen atacaba a un pirata. Luego advirtió que no había nadie a la vista, que los piratas se retiraban; el cuerpo de Hansen no ha sido recuperado. Los piratas han de tenerlo, vivo o muerto.
—Así debe ser —dijo Lucky—. Ahora os diré algo importante; os diré exactamente por qué éste es un error tremendo. Estoy convencido de que todo el ataque contra Ceres ha sido tramado tan sólo para capturar a Hansen.
Henree cogió su pipa y se dirigió a Conway;
—Mira, Héctor, estoy tentado de decir que Lucky tiene razón en lo que ha asegurado. El ataque contra el Observatorio ha sido miserable. Una evidente falsa alarma para distraer nuestras fuerzas ofensivas. Y lo único que han hecho es llevarse al ermitaño.
Conway estalló:
—La información que pudiera darnos Hansen no se merece arriesgar treinta naves espaciales.
—¡Pero si ésa es la cuestión! —exclamó con vehemencia Lucky—. Y éste podría ser el momento. Ya os he descrito el asteroide en que he estado, el tipo de planta industrial que debe de haber allí. ¿No es posible que estén a punto de llevar a cabo su gran ofensiva contra nosotros? ¿No es posible que Hansen sepa la fecha exacta para la que está preparado el ataque? ¿No es posible que sepa el método exacto que utilizarán?
—¿Y por qué no nos lo ha dicho? —preguntó Conway.
—Tal vez —intervino Henree— ha querido servirse de esos datos para comprar su propia inmunidad. En realidad no hemos tenido un momento para hablar con él del tema. Tendrás que admitir, Héctor, que si él poseía esa información, se merecía arriesgar cualquier número de naves espaciales. Y también tendrás que admitir que Lucky esté quizá en lo cierto cuando dice que ellos pueden estar preparados para su gran ofensiva.
Lucky observó a ambos consejeros con mirada inquieta.
—¿Por qué dices eso, tío Gus? ¿Qué ha ocurrido?
—Díselo, Héctor —pidió Henree.
—¡Para qué decírselo! —gruñó Conway—. Ya estoy saturado de viajes «unipersonales». Luego querrá ir a Ganímedes.
—¿Qué hay con Ganímedes? —preguntó Lucky, con voz fría.
Por lo que él sabía, en Ganímedes no sería fácil hallar algo de interés: era el satélite mayor de Júpiter, pero su gran cercanía con respecto al planeta hacía que la maniobra de naves espaciales fuera muy difícil, o sea que los viajes espaciales en ese ámbito se consideraban inútiles.
—Díselo —repitió Henree.
—Oye, Lucky, nosotros sabíamos que Hansen era importante. El motivo por el que no lo hemos tenido bajo una guardia más cuidadosa, el motivo por el cual Gus y yo no estábamos con él, ha sido que dos horas antes del ataque pirata nos llegó un informe desde el Consejo: hay pruebas de que fuerzas provenientes de Sirio han descendido en Ganímedes.
—¿Qué clase de pruebas?
—Se han captado señales sub-etéricas de rayos herméticos. Es una larga historia, pero lo fundamental es que, más que nada por mero accidente, lograron interpretar algunos elementos del código. Los expertos dicen que se trata de un código sirio y, desde luego, en Ganímedes no hay nada terrestre que pueda emitir señales tan herméticas. Gus y yo nos disponíamos a regresar a la Tierra con Hansen, cuando los piratas atacaron; esto es todo. Aun ahora es preciso que regresemos a la Tierra. Con Sirio en escena, podrá haber guerra en cualquier instante.
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