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Isaac Asimov: Los piratas de los asteroides

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Isaac Asimov Los piratas de los asteroides

Los piratas de los asteroides: краткое содержание, описание и аннотация

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El sistema solar ha sido colonizado por la Tierra, unificada bajo el gobierno del Consejo de Ciencias. En el ejambre de asteroides que orbitan entre Marte y Júpiter, como antaño en los archipiélagos del Caribe, se ocultan los feroces corsarios del espacio, que han sustituido el velero por la astronave y el trabuco por el rayo desintegrador. Pero tras sus correrías y pillajes se esconde una amenaza mucho mayor, un terrible misterio que Lucky Starr, joven agente especial del Consejo de Ciencias, deberá desentrañar.

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Por primera vez desde su aventura en Marte, un año atrás, Lucky extrajo de un diminuto saco especial, prendido a su cintura, el suave y casi transparente objeto que le entregaban los seres energéticos de Marte.

Muchos meses habían transcurrido desde que Lucky abandonara toda especulación acerca del modo de funcionamiento de aquella máscara. Sabía que ese objeto era el resultado del desarrollo de una ciencia que, por caminos aún desconocidos, había proseguido su curso durante un millón de años a partir del estado presente del conocimiento científico humano. Para él era tan incomprensible e imposible de reproducir como lo sería una nave espacial para un troglodita. Pero cumplía sus funciones y eso era lo que contaba.

Se llevó el objeto a la cabeza y, al igual que en ocasiones anteriores, la máscara se adhirió a su cráneo como si poseyera vida propia. En ese mismo instante la luz lo envolvió; por sobre su cuerpo parecieron resplandecer millones de luciérnagas y por esa causa era que Bigman se refería a la máscara denominándola «escudo de luz». En tomo a su cabeza y a su rostro una sólida masa fluorescente cubría por entero sus facciones, sin llegar a impedir la capacidad visual.

Era un escudo de energía diseñado por los marcianos para las necesidades de Lucky; es decir que resultaba impenetrable para toda forma de energía que su organismo no requiriese, tales como cierta intensidad de luz y cierta cantidad de calor. Los gases lo atravesaban libremente, de modo que Lucky podría respirar, y los gases calientes, al filtrarse a través del escudo, perdían parte de su temperatura y llegaban a él ya convenientemente enfriados.

Cuando la Shooting Starr transpuso la órbita de Venus, siempre en dirección hacia el Sol, Lucky llevó el escudo de energía en forma permanente, de modo que no podía comer ni beber, pero a la velocidad que sostenía su nave, la situación no se habría de prolongar durante un período demasiado extenso: un día todo lo más.

Viajaba ahora a una velocidad tremenda, mucho mayor que cualquiera de las que había experimentado hasta ese instante. Sumada al impulso de los motores hiper-atómicos -impulso comparativamente pobre-, estaba la atracción incalculable del gigantesco campo de gravitación del Sol, de modo que la Shooting Starr avanzaba a millones de kilómetros por hora.

Lucky activó el circuito eléctrico que convertía la parte exterior del casco de la nave en seudo-licuefactor y se congratuló por haber sido previsor, por haber insistido durante la construcción de la nave para que ese accesorio integrara el equipo. Los termómetros habían registrado temperaturas que superaban los cincuenta y cinco grados centígrados y, comenzaron a indicar un descenso. Las pantallas visoras quedaron cegadas en el momento en que sus protectores metálicos las cubrieron para impedir que las fuertes placas de cristalita resultaran dañadas o se fundieran al calor del Sol.

Al atravesar la órbita de Mercurio los contadores de radiación enloquecieron: su repiqueteo era continuo; Lucky los cubrió con su mano brillante y el ruido cesó. Toda la radiación que penetraba en la nave y la colmaba, incluidos los poderosos rayos gamma, era detenida por la resistencia del aura insustancial que circundaba el cuerpo del joven.

La temperatura, luego de descender hasta una mínima de cuarenta grados, volvía a elevarse, a pesar de la protección exterior de la Shooting Starr, superando los ochenta y cinco grados, y aún ascendía. Los registros de gravedad indicaban que el Sol se hallaba a sólo dieciséis millones de kilómetros.

Un cazo lleno de agua, que Lucky había colocado sobre una mesa, y que había comenzado a humear una hora antes, ahora bullía con toda fuerza: el termómetro indicaba el punto de ebullición del agua, cien grados centígrados.

Cada vez más próxima al Sol, la Shooting Starr se había acercado hasta los ocho millones de kilómetros y ya no se aproximaría más; en realidad atravesaba ahora las zonas exteriores de la atmósfera más rarificada del Sol: su corona. El Sol es un cuerpo gaseoso por entero, aunque se trata, en su mayor proporción de un gas que no puede existir en la Tierra ni siquiera dentro de las más especiales condiciones de laboratorio. O sea que este cuerpo no posee una superficie propiamente dicha y su «atmósfera» es parte misma del Sol. Al atravesar la corona, en cierto modo, Lucky estaba marchando a través del Sol, tal como le había dicho a Bigman.

La curiosidad le invadía; ningún hombre había estado antes tan cerca del Sol y tal vez ningún hombre volvería a estarlo. Y con certeza ningún hombre que llegara a esa situación podría mirar hacia el Sol con sus ojos, porque la menor de las radiaciones solares, de tremenda intensidad, significaría a esa distancia la muerte.

Pero Lucky llevaba el escudo de energía marciano. ¿Podría soportar la radiación solar a ocho millones de kilómetros? Comprendía que no era prudente arriesgarse, pero el impulso de su curiosidad era poderoso. La principal placa visora de la nave estaba pertrechada con un equipo formado por series de sesenta y cuatro módulos estroboscópicos, que se exponían al Sol durante cuatro segundos cada serie y durante un millonésimo de segundo cada módulo. Para el ojo o la cámara, la exposición parecería continua, pero objetivamente cada módulo de cristal recibía un cuarto de millonésimo de la radiación que el Sol estaba emitiendo. Aun con este mecanismo automático, era imprescindible hacer uso de gafas de diseño especial, casi opacas por entero.

Los dedos de Lucky, sin un deseo consciente, se movieron hacia los controles. No podía tolerar la idea de perder esa oportunidad. Ajustó la placa visora en dirección al Sol, utilizando el registro de gravedad como punto de referencia.

Giró luego la cabeza y oprimió el contacto; transcurrió un segundo, dos segundos… Creyó que sentía un aumento de temperatura en la nuca; aguardó, casi, una radiación letal. Pero no sucedió nada.

Muy lentamente se volvió.

Lo que sus ojos vieron permanecería en él por el resto de su vida. Una superficie brillante, rugosa, rizada, colmó la pantalla. Era una porción del Sol. Sabía que era imposible verlo en su totalidad dentro de la pantalla, porque a esa distancia el Sol tenía un diámetro veinte veces mayor que el visible desde la Tierra y cubría una extensión del firmamento cuatrocientas veces más grande.

Dentro de la pantalla se veían un par de manchas solares, negras contra la masa brillante. Filamentos de blancura incandescente las rodeaban en giros que convergían dentro de ellas. Áreas palpitantes se movían a través de la pantalla en forma evidente, mientras Lucky observaba. Esto se debía a la tremenda velocidad de la Shooting Starr más que al mismo movimiento de rotación solar que, aun en el ecuador, no superaba los dos mil trescientos kilómetros por hora.

Mientras Lucky seguía observando, estallidos de rojo gas llameante se elevaban hacia él, se proyectaban, turbios, contra un fondo inflamado, y luego, al alejarse del Sol y enfriarse, se convertían en negras lenguas humeantes.

Un cambio en los controles y Lucky enfocó con la pantalla visora un sector del borde del Sol; el gas llameante (las denominadas «prominencias», que son gigantescas llamaradas de gas hidrógeno) se destacó con su definido rojo carmesí contra la negrura del espacio. En fantástica y lenta danza, esas prominencias se adelgazaban y adquirían formas insólitas. Lucky sabía que cada una de ellas podría cubrir una docena de planetas del tamaño de la Tierra y que la misma Tierra podría precipitarse dentro de una mancha solar sin siquiera producir una alteración muy visible.

Con un movimiento repentino cerró los contactos del dispositivo estroboscópico. A esa distancia, su seguridad física no le impedía sentirse oprimido por la insignificancia de la Tierra y todas las cosas en ella encerradas.

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