Isaac Asimov - Los piratas de los asteroides

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El sistema solar ha sido colonizado por la Tierra, unificada bajo el gobierno del Consejo de Ciencias.
En el ejambre de asteroides que orbitan entre Marte y Júpiter, como antaño en los archipiélagos del Caribe, se ocultan los feroces corsarios del espacio, que han sustituido el velero por la astronave y el trabuco por el rayo desintegrador. Pero tras sus correrías y pillajes se esconde una amenaza mucho mayor, un terrible misterio que Lucky Starr, joven agente especial del Consejo de Ciencias, deberá desentrañar.

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El brazo derecho de Lucky estaba libre, pero el izquierdo había quedado preso en el abrazo implacable de su rival en torno a su pecho. Con el último ímpetu de sus fuerzas, Lucky lanzó su puño derecho hacia arriba; a unos diez centímetros, el puñetazo estalló contra la mandíbula de Dingo, con una intensidad que le colmó de dolor todos los músculos de su brazo.

La presión de Dingo sobre el pecho de Lucky se debilitó y éste, con una rápida contorsión, quedó fuera del abrazo feroz y se puso de pie.

Dingo se incorporó con lentitud; sus ojos se veían vidriosos y un hilo de sangre había comenzado a brotar de su boca.

—¡El látigo! ¡El látigo! —Dingo escupió, más que dijo, las palabras.

De inmediato se volvió hacia uno de los piratas que estaban de pie, inmóviles, con una mirada turbia y confundida, y arrancó de sus manos el arma, mientras lo empujaba con furia.

Lucky intentó evitar el latigazo, pero ya la correa estaba restallando en el aire; cuando el golpe llegó a su costado derecho, todos los nervios de esa zona respondieron al estímulo, envolviéndole en una onda de agudo dolor. El cuerpo del joven perdió su rigidez y cayó al suelo.

Por un instante sus sentidos le obedecieron sólo confusamente y un resto de conciencia le hizo pensar que su muerte estaba muy cercana. Entre las brumas de su cerebro traspasado por el efecto del látigo neurónico, oyó la voz de uno de los piratas:

Oye, Dingo, el capitán ha dicho que esto debía parecer un accidente. Es un hombre del Consejo de Ciencias y…

Fue todo lo que Lucky logró oír.

Cuando recobró el sentido llevaba otra vez el traje espacial. El costado derecho le escocía con la sensación lacerante de mil agujas clavadas a todo lo largo de sus músculos. En ese instante le ajustaban el casco. Dingo, con los labios hinchados, la mejilla y la mandíbula enrojecidas, observaba lleno de placer maligno.

Comenzó a oírse una voz a través de la puerta. Deprisa, hablando atropelladamente, un hombre entró en el cuarto. Lucky oyó que decía:

—… Para el puesto 247. La cosa se ha puesto de tal forma que no puedo rastrear todos los encargos. Ni siquiera me es posible mantener nuestra órbita dentro de las correcciones de las coordenadas de…

La voz se debilitó primero para luego callar. Lucky giró la cabeza y vio un hombrecillo con gafas y cabellos grises. Apenas había franqueado el umbral y con una mezcla de asombro e incredulidad contemplaba la escena que sus ojos habían sorprendido.

—¡Fuera! —vociferó Dingo.

—Pero es que tengo que cumplir con un encargo…

—¡Luego!

El hombrecito se marchó; el casco de Lucky ya estaba en la posición correcta sobre su cabeza.

Le llevaron afuera nuevamente, a través de la compuerta de aire, hacia una superficie, que ahora estaba apenas iluminada por el resplandor débil del lejano Sol. Una catapulta estaba a la espera, sobre un plano rocoso. Su funcionamiento no era un misterio para Lucky. Un cabestrante automático ponía en tensión una gran palanca metálica que se inclinaba, con lentitud, más y más, hasta llegar a la línea horizontal, a partir de la posición de reposo, que había sido oblicua. Los piratas ataron el extremo de la palanca con correas que luego enlazaron en la cintura de Lucky.

—Quédate quieto —advirtió Dingo. Su voz sonaba lejana y poco clara en los oídos del hombre del Consejo de Ciencias, que comprendió que su receptor estaba averiado—. Estás malgastando tu oxígeno. Y para que te sientas más tranquilo: enviaremos naves que atacarán a tu amigo y le harán trizas antes de que él pueda ganar velocidad, si es que se le ocurre huir.

Un instante más y Lucky percibió la vibración seca y potente de la palanca al ser liberada. Con fuerza aterradora, la catapulta volvió a su posición original y el lazo de su cintura se abrió suavemente. El cuerpo de Lucky saltó al espacio, a una velocidad de dos kilómetros por minuto, o más, sin fuerza de gravedad que pudiera detener su loco vuelo. Tuvo una visión fugaz del asteroide y de los piratas con las cabezas inclinadas hacia él, mirándole.

Pero todo se desvaneció casi inmediatamente, mientras su cuerpo se elevaba.

Lucky revisó su traje espacial. Sabía ya que su aparato radiorreceptor estaba averiado; sin duda el control de sensibilidad no funcionaba. Esto significaba que su voz tendría un alcance de pocos kilómetros en el espacio. Probó la pistola impelente del traje, pero sin resultado: los depósitos de gas habían sido vaciados.

Estaba indefenso por completo. Sólo el contenido de un cilindro de oxígeno lo separaba de una lenta, horrible muerte.

12. NAVE CONTRA NAVE

Con una opresión ominosa en el pecho, Lucky analizó su situación. Estaba seguro de interpretar correctamente los planes de los piratas. Por un lado, su deseo era quitarle de en medio sin que él llegara a saber demasiado.

Por otro, querían que fuese hallado muerto de modo que el Consejo de Ciencias no pudiera probar en forma concluyente que su muerte había sido ocasionada por los piratas.

Veinticinco años antes los piratas habían cometido el error de matar a un funcionario del Consejo y la correspondiente reacción casi los había exterminado. Esta vez serían más prudentes.

«Atacarán a la Shooting Starr — pensó Lucky—, la aislaran con una interferencia, para impedir que Bigman emita un mensaje de socorro. Podrán barrenarla con un cañón, para que el choque en la nave se asemeje a un golpe con un meteorito, y hasta serían capaces de enviar a bordo a sus propios ingenieros, para que averiasen los activadores del escudo.» Así parecería que un defecto del mecanismo habría impedido que el escudo cubriera el casco de la nave en el instante en que el meteorito se acercaba.

Lucky también sabía que los piratas conocían su propia trayectoria en el espacio; nada podía desviarlo de los ángulos originales de su vuelo y, cuando estuviese muerto, cogerían su cuerpo y lo enviarían describiendo una órbita en torno de la Shooting Starr, ya destrozada. Quienes la descubriesen (y tal vez una de las naves piratas enviaría un mensaje anónimo para hacer conocer su situación) tendrían que llegar a una conclusión evidente.

Bigman en los controles, atento a la maniobra hasta el fin, muerto en su puesto. Afuera, Lucky girando, con su traje espacial y el radiorreceptor averiado por no haber sabido conservar la calma en el momento de peligro. La excitación le habría impedido emitir un mensaje de socorro; pensarían que había gastado el gas de su pistola impelente en el intento cobarde e inútil de hallar su propia salvación.

Y él también estaría muerto.

Pero no podía ser. Ni Conway ni Henree llegarían jamás a creer que Lucky se había preocupado sólo por su propia seguridad, mientras Bigman permanecía lealmente sentado ante los controles. Pero en ese momento la fisura del plan representaría una pobre satisfacción para Lucky Starr, ya muerto. Y aún había algo peor: junto con Lucky Starr moriría toda la información, de vital importancia, que estaba registrada en su cerebro.

Durante unos segundos se maldijo a sí mismo con verdadera pasión: ¿por qué, antes de partir, no había transmitido todas sus sospechas a Conway y a Henree? ¿Por qué no había preparado la cápsula personal antes de embarcarse en la Shooting Starr? Luego recobró el dominio de sí; nadie le habría creído sin pruebas contundentes.

Y por todo esto tenía que regresar.

¡Tenía que hacerlo!

¿Pero cómo? ¿De qué valía el «tener» si estaba solo e inerme en el espacio, con apenas unas horas de oxigeno y nada más?

¡Oxígeno!

«Tengo oxígeno», pensó Lucky. Cualquiera que no fuese Dingo habría dejado en el cilindro muy poca cantidad, para que la muerte fuese casi inmediata. Pero si no se equivocaba, si conocía la mente maligna de Dingo, el pirata debía haberle provisto de un cilindro bien cargado, sólo para prolongar su agonía.

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