Isaac Asimov - Los piratas de los asteroides

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El sistema solar ha sido colonizado por la Tierra, unificada bajo el gobierno del Consejo de Ciencias.
En el ejambre de asteroides que orbitan entre Marte y Júpiter, como antaño en los archipiélagos del Caribe, se ocultan los feroces corsarios del espacio, que han sustituido el velero por la astronave y el trabuco por el rayo desintegrador. Pero tras sus correrías y pillajes se esconde una amenaza mucho mayor, un terrible misterio que Lucky Starr, joven agente especial del Consejo de Ciencias, deberá desentrañar.

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Bigman tendió su mano y la cápsula quedó sobre su palma.

—Está bien —dijo el hombrecito.

Lucky se deslizó a través del vacío hacia la superficie del asteroide, ayudándose con las pistolas impelentes de su traje espacial. Sabía que el asteroide tenía un tamaño aproximadamente igual al del ermitaño, que la forma era similar a la que él recordaba, que su superficie era escarpada e irregular y, a la luz del Sol, su color era el mismo, poco más o menos. Pero todo esto, sin embargo, podría ajustarse a la descripción de cualquier asteroide.

Pero había otro elemento. Y era el único que no debía repetirse en muchos casos más.

De un pequeño saco, suspendido de su cintura, extrajo un instrumento diminuto, similar a un compás: en realidad se trataba de una unidad de radar de bolsillo. Su fuente blindada de emisión podía poner en el aire ondas cortas de casi cualquier frecuencia. Algunas octavas podían ser parcialmente reflejadas por la roca y parcialmente transmitidas a distancias razonables.

Frente a un estrato rocoso sólido, la reflexión de las radiaciones activaba una aguja dentro de un cuadrante. Frente a un cuerpo rocoso no totalmente sólido, por ejemplo, una superficie bajo la cual se hallara una cavidad o un agujero, parte de la radiación era reflejada en forma directa, en tanto que otra porción penetraba en el hueco y era reflejada por la pared más lejana. De este modo se producía una doble reflexión, uno de cuyos componentes era más débil que el otro. De acuerdo con esa doble reflexión, la aguja vibraba con un movimiento doble característico.

Lucky observó el instrumento al moverse con libertad por entre los picos rocosos. Suavemente, la aguja vibraba con dos movimientos distintos: primero el más débil, luego el de mayor intensidad. El corazón de Lucky latía con fuerza. El asteroide era hueco. Si hallaba el lugar en que los movimientos subsidiarios fuesen más intensos, estaría en el lugar en que el agujero era más cercano a la superficie: la compuerta de aire.

Por unos minutos todas las facultades de Lucky se concentraron en la aguja. El joven no advirtió el cable magnético que serpenteaba hacia él desde el horizonte cercano.

Y no lo advirtió hasta que estuvo prisionero en él, espiral tras espiral, en ajustado lazo que lo elevó de la superficie del asteroide y luego lo depositó en lo hondo de la roca, como un cuerpo sin peso, totalmente indefenso.

11. FRENTE A FRENTE

Tres luces surgieron en el horizonte y avanzaron hacia el cuerpo yaciente de Lucky. En la oscuridad de la noche asteroidal era imposible ver las figuras que acompañaban a esas luces.

Luego, una voz resonó en sus oídos, y era la voz ronca e inconfundible del pirata Dingo, diciendo:

—No llames a tu compinche allá arriba. Aquí tengo un aparato que puede detectar tu onda de transmisión. Si lo intentas, te taladraré el traje inmediatamente, chivato.

Su última palabra fue casi escupida; era el término despectivo con que todos los malhechores se referían a quienes consideraban espías de las instituciones oficiales.

Lucky guardó silencio. Desde el preciso instante en que sintió que su traje temblaba al contacto del cable magnético, tuvo la certeza de que había caído en una trampa. Llamar a Bigman, antes de saber algo más acerca del tipo de peligro que le amenazaba, habría significado arriesgar a la Shooting Starr, y sin que ello le reportase ninguna posibilidad de auxilio.

Dingo estaba de pie a su lado, con la mole de su cuerpo proyectada hacia el firmamento.

Un resplandor de luz permitió a Lucky observar la pantalla facial del casco de Dingo y las gafas voluminosas que cubrían la zona correspondiente a sus ojos. El joven sabía que ésos eran convertidores infrarrojos, capaces de cambiar cualquier radiación calórica común en luz visible. Aun desprovistos de luces, pensó Lucky, habrían sido capaces de verlo en medio de la oscuridad del asteroide, gracias a la radiación de sus propias unidades calefactoras, incorporadas a su traje espacial.

Dingo preguntó:

—¿Qué ocurre? ¿Tienes miedo, chivato?

El pirata alzó una pierna recubierta por el traje metálico y bajó el talón en un movimiento veloz hacia la placa visora de Lucky; el joven desvió de prisa su cabeza para que el golpe recayera sobre la sección metálica del casco, pero el pie de Dingo se detuvo a mitad de su recorrido; con una risotada repugnante, el pirata aseguró:

—No será tan fácil para ti, basura.

El tono de su voz fue muy distinto cuando Dingo habló a los otros dos piratas:

—Idos de aquí y dejadme la compuerta libre.

Por un instante los hombres no reaccionaron. Luego uno de ellos dijo:

—Pero, Dingo, el capitán ha ordenado que tú…

—¡Andando!, o de lo contrario él será el primero y le seguiréis vosotros.

La amenaza surtió efecto y los hombres se alejaron. Dingo se volvió hacia Lucky:

—Pues bien, ahora, ¿qué tal si vamos a la compuerta?

En la mano sostenía el cabo del cable metálico; oprimió un interruptor con lo cual cortó la corriente que magnetizaba las ataduras.

Tras hacerse a un lado tiró del cable con fuerza en dirección a su pecho; el cuerpo de Lucky se arrastró por el suelo rocoso del asteroide, brincó hacia un lado y se desprendió de algunas de las espirales desmagnetizadas que lo sujetaban. Dingo oprimió el interruptor nuevamente y el lazo volvió a cerrarse, magnetizado otra vez. El pirata imprimió al cable un movimiento de látigo y, junto con el cabo opuesto a su mano, vio el cuerpo de Lucky elevándose mientras él se movía con gran habilidad para mantener su propio equilibrio.

Lucky flotaba en el espacio y Dingo marchaba como lo haría un niño que sostuviese una cuerda con un globo atado en un extremo.

Las luces de los otros dos hombres se hicieron visibles cinco minutos más tarde. Brillaban en medio de una mancha oscura cuya forma regular denunciaba que allí estaba la compuerta de aire.

Dingo gritó:

—¡Cuidado! ¡Que aquí va un paquete!

Desmagnetizó una vez más el cable y le imprimió un movimiento serpenteante; al hacerlo se elevó quince centímetros por encima del suelo. Lucky, en un veloz movimiento de rotación, quedó libre de sus ataduras.

Dingo, de un ágil brinco, lo cogió en el aire. Con la habilidad de un hombre habituado a la ingravidez, evitó los esfuerzos de Lucky por liberarse de su abrazo y lo arrojó hacia la compuerta; luego detuvo su propia caída hacia atrás con un par de disparos de la pistola impelente de su traje espacial y se enderezó a tiempo para ver a Lucky trasponiendo con limpieza la compuerta de aire.

Lo que ocurrió a continuación fue bien visible a la luz de las lámparas de los piratas.

Dentro del campo artificial de gravedad existente en la compuerta, Lucky se precipitó de pronto hacia el piso rocoso, donde golpeó con tanta violencia que le faltó el aliento. Las risotadas de Dingo, verdaderos aullidos, llenaron el ambiente.

La puerta externa se cerró; luego se abrió la interna. Lucky se puso de pie, agradecido, a pesar de todo, de regresar a la gravedad normal.

Dingo empuñaba un desintegrador.

—Entra, chivato.

Lucky se detuvo en cuanto cruzó la puerta hacia el interior del asteroide. Sus ojos se deslizaron, veloces, de uno a otro lado en tanto que el hielo se formaba en los bordes de su placa visora. Y lo que vio no fue la biblioteca de Hansen, alumbrada suavemente, sino una inmensa galería, cuyo techo se apoyaba en una larga hilera de pilares. No le fue posible ver el otro extremo. A intervalos regulares, sobre las paredes, se abrían puertas que daban a otras salas. Muchos hombres iban y venían, de prisa, por los corredores, y se advertía un fuerte olor a ozono y a aceite en el aire. A la distancia, se dejaba oír el característico rum-rum de los que debían ser gigantescos motores hiper-atómicos.

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