Isaac Asimov - Los piratas de los asteroides

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El sistema solar ha sido colonizado por la Tierra, unificada bajo el gobierno del Consejo de Ciencias.
En el ejambre de asteroides que orbitan entre Marte y Júpiter, como antaño en los archipiélagos del Caribe, se ocultan los feroces corsarios del espacio, que han sustituido el velero por la astronave y el trabuco por el rayo desintegrador. Pero tras sus correrías y pillajes se esconde una amenaza mucho mayor, un terrible misterio que Lucky Starr, joven agente especial del Consejo de Ciencias, deberá desentrañar.

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—Sí —dijo Lucky, secamente—. Y a éstos los asustaría. Querían quitarme de en medio con sus desintegradores y ni siquiera me herirían. Entonces, habrían salido del Atlas y desde veinte kilómetros habrían destrozado la nave. Y yo sería una piedra muerta a estas horas. No olvides que el escudo es sólo un escudo. No me otorga poderes ofensivos, de ninguna manera.

—¿Y no piensas llevarlo nunca más? —preguntó Bigman.

—Cuando sea necesario. No antes. Si lo utilizo demasiado a menudo, se perderá el efecto. Se conocerían sus puntos débiles y yo me convertiría en el blanco de cualquiera que se me enfrente.

Lucky observó el instrumental de medición. Con serenidad advirtió:

—Preparado para una nueva aceleración.

—¡Eh! —exclamó Bigman.

Luego, cuando se sintió oprimido contra su asiento, cuando tuvo que luchar para mantener su respiración, ya no le fue posible decir nada más. Una luminosidad rojiza cubría sus ojos y sintió que la piel se le estiraba hacia atrás, como si intentara abandonar sus huesos.

Esta vez la Shooting Starr llevó su aceleración al máximo, durante quince minutos.

Hacia el final, Bigman apenas estaba consciente. Luego, cuando el período de aceleración terminó, la vida volvió a latir en ambos.

Lucky sacudía la cabeza y respiraba en forma entrecortada. Bigman le dijo:

—¡Eh! No es nada divertido.

—Lo sé —convino Lucky.

¿Y qué ocurre? ¿No teníamos bastante velocidad?

—No la suficiente. Pero ya está bien. Nos los hemos quitado de encima.

—¿Quitado a quién?

—A quienes nos seguían. Alguien nos ha seguido, Bigman, desde el instante en que has puesto un pie en la Shooting Starr. Mira el ergómetro.

Bigman echó una mirada al aparato. El ergómetro se parecía al del Atlas sólo por el nombre; en esa nave, el ergómetro era un modelo primitivo, diseñado para registrar radiaciones de otro motor con la finalidad de liberar los cohetes salvavidas. Ese era su único objetivo. El ergómetro de la Shooting Starr podía registrar el esquema de radiación de motores hiper-atómicos en naves no mayores que un cohete salvavidas normal, y a distancias de más de tres millones de kilómetros.

Aun en ese mismo instante la línea negra en el folio cuadriculado indicaba una débil pero periódica variación.

—Eso no es nada —comentó Bigman.

—Lo era, hace unos momentos. Míralo tú mismo —Lucky desenrolló el cilindro de papel ya impreso por la aguja; las oscilaciones de la línea se veían más pronunciadas, y su origen era inequívoco—. ¿Lo ves, Bigman?

—Pudo haber sido cualquier nave espacial. Pudo haber sido una nave de carga de Ceres.

—No. Por una sola razón: ha intentado seguimos y, hasta cierto punto, lo ha logrado, lo cual significa que tiene un ergómetro excelente. Además, ¿has visto alguna vez un esquema de radiación similar a éste?

—No, Lucky, no exactamente igual a éste.

—En cambio yo sí lo he visto: el de la nave que abordó al Atlas. Este ergómetro realiza un análisis mucho más completo de la radiación, pero la semejanza es definitiva. El motor de la nave que nos ha seguido era de diseño sirio.

—O sea que era la nave de Antón.

—U otra similar. En este caso no es importante. De todos modos, los hemos dejado atrás.

—En este momento —dijo Lucky— estamos en el preciso punto en que tendría que hallarse la roca del ermitaño; o, al menos, dentro de un radio de unos cuarenta mil kilómetros.

—Pues aquí no veo nada —comentó Bigman.

—Así es, no hay nada. El registro de gravedad no indica la cercanía de ninguna masa asteroidal. Estamos dentro de lo que los astrónomos denominan la zona prohibida.

—Aja —asintió Bigman prudentemente—, ya veo.

Lucky sonrió: no había nada que ver. Una zona prohibida en el cinturón asteroidal no se veía muy distinta de una parte del cinturón que estuviese sembrada de rocas, al menos a la observación directa, sin instrumental óptico. A menos que un asteroide se hallara a una distancia cercana a los ciento ochenta kilómetros, la vista de conjunto era la misma.

Estrellas o cuerpos que semejaban estrellas cubrían el firmamento; no era posible asegurar cuáles de ellos eran asteroides y no estrellas, a menos que se hiciese una observación muy prolongada, para ver qué presuntas «estrellas» variaban su posición relativa, o a menos que se utilizara un telescopio.

Bigman inquirió:

—Bien, ¿qué haremos?

—Observar las cercanías. Y esto tal vez nos llevará un par de días.

La trayectoria de la Shooting Starr se tornó errática; la nave se dirigió hacia la región exterior del Sistema Solar, abandonando la zona prohibida en dirección a las agrupaciones más cercanas de asteroides. El registro de fuerza de gravedad mostró, con el salto de sus agujas, la aproximación a masas aún distantes.

Uno detrás de otro, los pequeños cuerpos se deslizaron por la pantalla visora, permanecieron en ella mientras su capacidad de movimiento lo permitía y luego desaparecieron.

La velocidad de la Shooting Starr había disminuido hasta convertirse en un relativo deslizamiento, pero aun así los kilómetros recorridos superaban los cientos de miles y alcanzaban los millones. Transcurrieron varias horas; una docena de asteroides apareció y quedó atrás.

—Será mejor que comas —dijo Bigman.

Pero Lucky se contentó con un bocadillo y unos sorbos de agua mientras él y Bigman se alternaban para observar la pantalla visora, el registro de gravedad y el ergómetro.

De pronto, a la vista de un asteroide, Lucky dijo con voz tensa:

—Ahora descenderé.

Bigman, sorprendido, preguntó:

—¿Es ése el asteroide? —advirtió sus angulosidades—. ¿Lo has reconocido?

—Creo que sí, Bigman. Sea como fuere, tenemos que investigarlo.

Media hora más tarde, Lucky había conducido la nave hasta la zona sombreada del asteroide.

—Mantente aquí —ordenó Lucky—. Uno de los dos debe quedarse en la nave y tú eres el indicado. No lo olvides: no es imposible detectar la presencia de la nave, pero si te mantienes en la sombra, con las luces apagadas y los motores al mínimo, será muy difícil para ellos localizarte. Según el registro actual del ergómetro, ahora no hay ninguna nave en las cercanías. ¿De acuerdo?

—¡De acuerdo!

—Lo que debes recordar como cosa principal es esto: no vayas en mi busca por ninguna razón; cuando yo haya cumplido mi objetivo vendré hacia aquí. Si no regreso dentro de doce horas y tampoco he llamado durante ese tiempo irás a Ceres con un informe, después de tomar fotografías de este asteroide desde todos los ángulos posibles.

La expresión del rostro de Bigman denotaba claramente hosquedad y obstinación:

—¡No!

—Aquí está el informe —dijo Lucky con voz inalterable, a la vez que cogía de un bolsillo interno una cápsula personal—. Esta cápsula está especialmente sellada para el doctor Conway. Él es el único que puede abrirla, y debe tener esta información en su poder, prescindiendo de lo que pueda ocurrirme a mí, ¿comprendes?

—¿Qué hay dentro? —preguntó Bigman, sin tender la mano para cogerla.

—Sólo teorías, me temo. No he hablado de ellas con nadie, porque quería venir aquí, reunir pruebas y regresar con hechos. Si no lo logro, al menos las teorías irán de regreso. Tal vez Conway crea en ellas y pueda forzar al gobierno a que actúe según ellas.

—No lo haré —protestó Bigman—. No te abandonaré.

—Bigman: si no puedo confiar en que tú harás lo que corresponde, más allá de lo que nos ocurra a ti y a mí, tampoco podré confiar en ti luego, si regreso sano y salvo.

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