Lois Bujold - Hermanos de armas

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Hermanos de armas: краткое содержание, описание и аннотация

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El inefable Miles Vorkosigan se encuentra en esta ocasión en la Tierra, sin dinero y con los dolores de cabeza que le da el interpretar a dos personajes a la vez con sus respectivos enemigos. La situación se complica cuando algunos de sus hombres organizan un escándalo en una tienda de licores cuando la máquina no les acepta la tarjeta de crédito. Por culpa de una periodista perspicaz Miles se ve obligado a dar una nueva vuelta de tuerca en su farsa: decide que su otra identidad es en realidad un clon suyo, y engaña a la periodista. Sin embargo, lo que no se podía esperar es que realmente un clon suyo estuviera dispuesto a reemplazarle.

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Miles alzó el comunicador de muñeca y le habló claramente.

—Elli, ¿tienes todo esto?

—Grabado y transmitido al capitán Thorne —respondió con regocijo la voz de Quinn, fina en el aire húmedo—. ¿Quieres compañía ya?

—Todavía no. —Miles bajó la mano, se enderezó, miró los ojos enfurecidos de Galen y sus dientes apretados—. Lo que decía. Fin del plan. Discutamos las alternativas.

Mark había bajado el disruptor neural, el rostro preocupado.

—¿Alternativas? ¡Venganza! —susurró Galen—. ¡Fuego!

—Pero… —dijo el clon, agitado.

—En este momento, eres un hombre libre —Miles habló en voz baja y deprisa—. Él pagó por ti, sin embargo no te posee. Pero si matas por él, te poseerá para siempre. Para siempre jamás.

«No necesariamente», silabeó Galeni, pero no interrumpió el discurso de Miles.

—Tienes que matar a tus enemigos —rugió Galen.

La mano de Mark tembló, la boca abierta en protesta.

—¡Ahora, maldición! —aulló Galen, e hizo un intento de recuperar el disruptor neural.

Galeni se colocó delante de Miles, que rebuscó en su chaqueta el segundo aturdidor. El disruptor neural chisporroteó. Miles desenfundó, demasiado tarde, demasiado tarde, el capitán Galeni jadeó —«ha muerto por mi lentitud, mi estupidez de último momento»—, el rostro encogido, la boca abierta en un alarido silencioso. Miles saltó de detrás de él, apuntó el aturdidor…

Y vio a Galen desmoronarse entre convulsiones, la espalda arqueada en un movimiento que le rompió los huesos, la cara retorcida… y entonces se desplomó muerto.

—Mata a tus enemigos —jadeó Mark, la cara blanca como el papel—. Bien. ¡Ah! —añadió, alzando de nuevo el arma mientras Miles avanzaba—. ¡Quédate quieto ahí mismo!

Un siseo a los pies de Miles. Miró hacia abajo para ver una fina capa de espuma barrer sus botas, perder impulso, retroceder. Al cabo de un instante, otra. La marea rebasaba el saliente. La marea subía…

—¿Dónde está Ivan? —exigió Miles, la mano cerrada sobre el aturdidor.

—Si disparas, nunca lo sabrás —dijo Mark.

Su mirada oscilaba nerviosa de Miles a Galeni, del cadáver de Galen a sus pies al arma que tenía en la mano, como si todo formara una suma imposiblemente incorrecta. Respiraba de manera entrecortada, dominado por el pánico; los nudillos con los que sujetaba el disruptor neutral estaban pálidos como el hueso. Galeni permanecía muy, muy quieto, con la cabeza ladeada, contemplando a quien allí yacía o mirando hacia dentro; no parecía ser consciente del arma ni de su portador.

—Bien —dijo Miles—. Tú nos ayudas y nosotros te ayudaremos. Llévanos con Ivan.

Mark retrocedió hacia la pared, sin bajar el arma.

—No te creo.

—¿Adónde vas a ir? No puedes volver con los komarreses. Hay un escuadrón de choque barrayarés pensando en asesinarte y te pisa ya los talones. No puedes acudir a las autoridades locales buscando protección; tienes un cadáver que explicar. Soy tu única oportunidad.

Mark miró el cadáver, el disruptor neural, a Miles.

El suave chirrido de un carrete de rappel al desenrollarse apenas fue audible por encima del siseo del mar. Miles miró hacia arriba. Quinn volaba en un largo arco, como un halcón, el arma en una mano y el carrete de control en la otra.

Mark abrió de una patada la compuerta y entró por ella.

—Busca tú a Ivan. No está lejos. No tengo ningún cadáver que explicar… tú sí. ¡El arma del crimen lleva tus huellas!

Arrojó el disruptor neural y cerró la escotilla.

Miles saltó hacia la puerta con la mano extendida pero ya estaba sellada: a punto estuvo de romperse algunos huesos más. El chasquido de un mecanismo de cierre diseñado para desafiar la fuerza del mar sonó apagado a través de la compuerta. Miles siseó entre dientes.

—¿La vuelo de un tiro? —preguntó Quinn mientras aterrizaba.

—¡Santo Dios, no! —la decoloración de la pared producida por la marca del agua estaba a más de dos metros por encima de la compuerta—. Inundaríamos Londres. Intenta abrirla sin dañarla. ¡Capitán Galeni!

Miles se volvió. Galeni no se había movido.

—¿Se encuentra en estado de shock?

—¿Mm? No… no, no creo. —Galeni se recuperó con esfuerzo. Añadió, en un tono extraño y reflexivo—: Más tarde, tal vez.

Quinn estaba agachada junto a la compuerta; se sacaba artilugios de los bolsillos y los colocaba sobre la superficie vertical, comprobando lecturas.

—Electromecánica con anulación manual… si uso un imán…

Miles se acercó y le quitó a Quinn el arnés deslizante.

—Suba —le dijo a Galeni—, a ver si encuentra una entrada por el otro lado. ¡Tenemos que capturar al pequeño cabrito!

Galeni asintió y se enganchó el arnés.

Miles empuñó el aturdidor y el cuchillo de su bota.

—¿Quiere un arma? —Mark se había marchado con todos los aturdidores en el cinturón.

—El aturdidor es inútil —advirtió Galeni—. Será mejor que se quede con el cuchillo. Si lo alcanzo, usaré las manos desnudas.

«Con placer», añadió Miles en silencio. Asintió. Los dos habían recibido entrenamiento básico barrayarés para la lucha sin armas. Tres cuartas partes de los movimientos le habían sido prohibidos a Miles en una lucha real debido a la secreta debilidad de sus huesos; eso no iba con Galeni. El capitán ascendió, rebotando en la pared colgado del hilo invisible con la precisión de una araña.

—¡Lo tengo! —exclamó Quinn. La gruesa compuerta se abrió, revelando un profundo y oscuro agujero.

Miles se sacó la linterna del cinturón y entró. Miró el cadáver ceniciento de Galen, envuelto por la espuma, liberado de la obsesión y el dolor. No se podía confundir la tranquilidad de la muerte con la tranquilidad del sueño ni de ninguna otra cosa; era el absoluto. El rayo del disruptor neural debía de haberle alcanzado directamente en la cabeza. Quinn cerró la compuerta tras ellos y se detuvo para guardarse el equipo en los bolsillos mientras el mecanismo de la puerta trinaba y parpadeaba, se deslizaba y chasqueaba, manteniendo a raya de nuevo al Támesis.

Los dos recorrieron el pasillo. Apenas cinco metros más adelante llegaron a una intersección en forma de T. El pasillo principal estaba iluminado y se perdía de vista en ambas direcciones.

—Tú ve por la izquierda, yo iré por la derecha —dijo Miles.

—No deberías ir solo —objetó Quinn.

—Tal vez debería duplicarme, ¿eh? ¡Ve, maldición!

Quinn alzó las manos, exasperada, y echó a correr.

Miles corrió en la dirección contraria. Sus pasos resonaban extrañamente en el pasillo, en las profundidades de la montaña de sintarmigón. Se detuvo un momento, escuchó; sólo oyó los leves pasos de Quinn perdiéndose en la distancia. Siguió corriendo, dejando atrás cientos de metros de sintarmigón liso, oscuras y silenciosas estaciones de bombeo y otras iluminadas que zumbaban levemente. Se estaba preguntando si habría pasado por alto una salida (¿una portilla en el techo?) cuando divisó un objeto en el suelo. Uno de los aturdidores se había caído del cinturón de Mark. Miles lo recogió con un rápido ¡ajá! y se lo guardó sin dejar de correr.

Activó el comunicador de muñeca.

—¿Quinn?

El pasillo se transformó de pronto en una especie de vestíbulo con tubo elevador. Debía de estar debajo de una de las torres de vigilancia. Personal autorizado solamente.

—¿Quinn?

Se introdujo en el tubo y se elevó. Oh, Dios, ¿en qué nivel se había bajado Mark? La tercera planta ante la que pasó daba a una zona de paredes de cristal, con aspecto de recibidor, con puertas y la noche más allá. Claramente, una salida. Miles salió del tubo.

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