George Effinger - Un fuego en el Sol

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Un fuego en el Sol: краткое содержание, описание и аннотация

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En otros tiempos era un buscavidas callejero de los bajos fondos conocidos como el Budayén. Ahora, Marîd Audran se ha convertido en aquello que más odiaba. Ha perdido su orgullosa independencia para pasar a ser un títere de Friedlander Bey, aquell-que-mueve-los-hilos, y a trabajar como policia.
Al mismo tiempo que busca la forma de enfrentarse a sí mismo y al nuevo papel que le ha tocado adoptar, Audran se topa con una implacable ola de terror y violencia que golpea a una persona que ha aprendido a respetar. Buscando venganza, Audrán descubre verdades ocultas sobre su propia historia que cambiarán el curso de su propia vida para siempre.
Un fuego en el Sol

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Por desgracia, nada de eso era posible. Contemplé el juguete del I Ching, con abatimiento, entonces recordé que las líneas mutantes me daban un segundo hexagrama que indicaba adonde conducirían los acontecimientos. Apreté M.

—Hexagrama diecisiete. Sui. El Seguimiento. Arriba el lago. Abajo el trueno.

Significara lo que significase, me dijo que me aproximaba a circunstancias muy positivas. Todo lo que tenía que hacer era actuar en armonía con las personalidades de la gente con la que debía tratar. Debía adaptar mis propios deseos a las necesidades de los tiempos.

—Muy bien —dije—, eso haré. Sólo necesito que alguien me diga cuáles son las necesidades de los tiempos.

—Ese texto oracular es blasfemo —dijo Kmuzu—. Todas las religiones ortodoxas del mundo lo prohíben.

No le había oído entrar en la habitación.

—La idea del sincronismo tiene una lógica irrefutable —respondí.

En realidad, sentía casi lo mismo que él hacia el / Ching, pero también sabía que era mi trabajo lo que le atormentaba. Quizá hubiera algo que lo relajase un poco.

—Te enfrentas con personas muy peligrosas, yaa Sidi. La razón debe gobernar tus actos, y no un juego de niños.

Le lancé el artilugio de Yasmin.

—Tienes razón, Kmuzu. Una cosa así podría ser peligrosa en manos de un tonto crédulo.

—Mañana se lo devolveré a la señorita Yasmin.

—Perfecto.

—¿Necesitas algo más esta noche?

—No, Kmuzu. Voy a escribir algunas notas y luego me acostaré.

—Entonces, buenas noches, yaa Sidi.

Buenas noches, Kmuzu.

Al salir cerró la puerta de mi habitación.

Me levanté y me desnudé, abrí la cama y me volví a tumbar en ella. Empecé por hacer una lista de nombres en mi libreta: Friedlander Bey, Reda Abu Adil y Umar Abdul-Qawy, Paul Jawarski, Umm Saad y el teniente Hajjar. Los malos. Luego hice una lista de los buenos: yo.

Recordé un proverbio que había oído de niño en Argel. «Es mejor huir cuando no es necesario que cuando sí lo es». Un viaje sorpresa a Shanghai o a Venecia parecía la única respuesta razonable a esta situación.

Supongo que me dormí pensando en preparar una maleta llena de ropa y dinero y escapar en la noche perfumada de madreselva. Tuve un curioso sueño sobre Chiriga. El teniente Hajjar parecía dirigir el local y yo buscaba a alguien que hubiera visto a Yasmin o a Fayza, uno de mis amores adolescentes. Discutía con mi madre sobre si yo debía llevar o no una caja de sorbete embotellado y luego estaba en la escuela sin ropa alguna y no había estudiado para un examen importante.

Alguien me sacudía y me gritaba.

—¡Despiértate, yaa Sidil —¿Qué sucede, Kmuzu? —dije soñoliento—. ¿Cuál es el problema?

—¡La casa está ardiendo! —dijo, tirándome del brazo hasta que me levanté.

—No veo ningún incendio.

Pero podía oler el humo.

—Toda esta planta está ardiendo. No tenemos mucho tiempo. Debemos salir de aquí.

Ya estaba completamente despierto. Podía ver una gruesa capa de humo flotar a la luz de la luna que se filtraba por las celosías de las ventanas.

—Estoy bien, Kmuzu. Despertaré a Friedlander Bey. ¿Crees que toda la casa está en llamas o sólo esta ala?

—No estoy seguro, yaa Sidi.

Entonces corre hacia el ala este y despierta a mi madre. Asegúrate de que sale de aquí sana y salva.

—Y también a Umm Saad.

—Sí, tienes razón.

Salió corriendo de mi habitación. Antes de llegar a la sala, me detuve para buscar el teléfono en mi despacho. Pulsé el número de emergencias de la ciudad, pero la línea estaba ocupada. Seguí llamando durante lo que me parecieron horas antes de que me respondiera la voz de una mujer.

—Fuego —grité. En aquel momento ya estaba frenético—. La casa de Friedlander Bey, cerca del barrio cristiano.

—Gracias, señor —dijo la mujer—. Los bomberos están en camino.

El aire se había enrarecido, el humo acre me quemaba la nariz y la garganta mientras me agachaba intentando respirar. Me detuve en la entrada de la habitación y luego me apresuré a buscar mis téjanos. Se supone que debes salir de un edificio ardiendo todo lo rápido que puedas, pero aún no había visto las llamas reales y no me parecía que hubiera peligro inmediato. Resultó que estaba equivocado. Mientras me detuve a ponerme mis téjanos las calientes cenizas del aire empezaron a quemarme. No las noté en seguida, pero salí con quemaduras de segundo grado en la cabeza, cuello y hombros, que llevaba desnudos. Se me chamuscó el pelo, pero la barba me protegía el rostro. Desde entonces me prometí que nunca más volvería a afeitarme.

Por primera vez vi llamas en el pasillo. El calor era intenso. Corrí con las manos en la cabeza, intentando protegerme la cara y los ojos. Las plantas de mis pies estaban totalmente abrasadas de los diez pasos que había recorrido desde mis dependencias. Golpeé la puerta de Papa, convencido de que iba a morir allí mismo, intentando valiente pero estúpidamente salvar a un viejo que acaso ya estaría casi muerto. Por azar una idea cruzó por mi mente, el recuerdo de Friedlander Bey preguntándome si tenía coraje para llenarme los pulmones de fuego otra vez.

No hubo respuesta. Llamé más fuerte. El fuego me levantaba ampollas en la piel de la espalda y los brazos, y empezaba a asfixiarme. Retrocedí un paso, levanté la pierna derecha y di una patada a la puerta con todas mis fuerzas. No ocurrió nada. Estaba atrancada, seguramente la cerradura se había expandido con el calor. Volví a patearla y esta vez se rompió el marco de madera alrededor de la cerradura. Una patada más y la puerta cedería, derrumbándose contra la pared del salón de Papa.

—¡Oh caíd! —grité.

El humo era ahora mucho más denso. En el aire fluía un penetrante olor a plástico quemado y supe que tenía que sacar rápido a Papa de allí, antes de que el humo nos envenenase a los dos. Eso me dio menos esperanzas de encontrar a Friedlander Bey con vida. Su dormitorio estaba al fondo a la derecha y la puerta también estaba cerrada con llave. Le di una patada sin reparar en el agudo dolor de mis tobillos y mi espinilla. Ya tendría tiempo de sanar mis heridas más tarde, si salía con vida.

Papa estaba despierto, tumbado en la cama, con las manos crispadas en la sábana que le cubría. Corrí hacia él y sus ojos seguían todos mis movimientos. Abrió la boca para hablar, pero no emitió ningún sonido. Levantó débilmente una mano. No tenía tiempo para escuchar lo que intentaba decirme. Lo destapé y lo cogí en brazos como si fuera un niño. No era un hombre alto, pero había engordado un poco desde los días de su plenitud atlética. No me importó. Lo saqué del dormitorio con una fuerza demente que sabía que no duraría mucho.

—¡Fuego! —grité mientras volvía a cruzar el salón—. ¡Fuego! ¡Fuego!

Las Rocas Parlantes tenían sus habitaciones junto a las de Papa. No me atreví a dejarlo en el suelo para despertar a las Rocas. Tenía que seguir abriéndome paso a través de las llamas, hasta llegar a lugar seguro.

Al final de pasillo, dos hombres enormes vinieron hacia mí, sin decir palabra. Estaban tan desnudos como el día en que nacieron, pero eso no parecía importarles. Uno de ellos cogió a Friedlander Bey. El otro me cogió a mí y me llevó el resto del camino, bajando la escalera hasta el aire limpio y fresco.

La Roca debió de percatarse de lo malherido y lo cerca del colapso que estaba. Me sentía terriblemente agradecido, pero no tenía fuerzas para decírselo. Me prometí a mí mismo que haría algo por las Rocas en cuanto pudiera, quizás les comprase unos cuantos infieles para torturarlos. Pues ¿qué vas a regalarles a unos Gog y Magog que lo tienen todo?

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