George Effinger - Cuando falla la gravedad

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El Budayén, los bajos fondos de una ciudad árabe anónima, está construido al lado del cementerio, y quien se interna en sus callejones lo hace consciente del peligro que corre: ni sus habitantes —prostitutas, proxenetas y traficantes de drogas— ni la policía se preocupan demasiado si un desconocido aparece acuchillado y tirado en la esquina.
Tal es el ambiente en el que se ha criado Marîd Audran, un hombretón que nunca ha necesitado llevar armas y que es respetado en su independencia.
Pero nadie podría haber imaginado la pesadilla en la que se convertiría su vida después de que un extraño muriera asesinado por alguien conectado a un módulo de James Bond…
Una novela vertiginosa, en la que se dan cita los logros de la informática, la novela negra y la ciencia ficción.

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Hassan asintió, complacido sólo por mis modales, y por ninguna otra cosa de mí o de Nikki.

—En nombre de Alá. el benefactor, el misericordioso —declaró Hassan, mientras levantaba las manos con las palmas hacia arriba—. Emito ahora mi dictamen. Que todos los presentes lo oigan y lo obedezcan. La protegida devolverá todas las joyas y adornos que Abdulay le haya dado. Devolverá todos los regalos de valor. Devolverá toda la ropa cara, y se guardará sólo la ropa apropiada para el vestido diario. Por su parte, Abdulay Abu-Zayd debe prometer que permitirá a la protegida dedicarse a sus asuntos sin trabas. Si surge alguna disputa, yo decidiré.

Miró a ambos, y dejó bien claro que no habría disputas. Abdulay asintió, Nikki parecía triste.

—Además, la protegida deberá pagar la suma de tres mil kiam a Abdulay Abu-Zayd antes de la oración del mediodía de mañana. Ésta es mi palabra, Alá es el más grande.

Abdulay esbozó una sonrisa.

—¡Que tengas salud y felicidad! —gritó. Hassan suspiró.

—Inshallah —murmuró, colocándose la boquilla del narguile entre los dientes.

También yo estaba obligado por la costumbre a dar las gracias a Hassan, aunque había tratado con algo de desprecio a Nikki.

—Estoy en deuda contigo —dije. Entonces, levanté a Nikki y la arrojé a sus pies.

Hassan movió su mano, como si espantase una mosca. Mientras atravesábamos la puerta de hierro, Nikki se volvió, escupió y gritó los peores insultos que su potenciador pudo proporcionarle:

—Himmar oo ibnhimmar! Ibn wushka! Yil’an abok!

La cogí de la mano con fuerza y corrimos. Dejamos atrás las risas de Abdulay y Hassan. Se habían repartido su ración de la noche y se sintieron generosos al permitir que Nikki escapase sin castigo por sus obscenidades.

Cuando volvimos a la «Calle», aflojé el paso, casi sin respiración.

—Necesito una copa —dije, llevándola a la Palmera de Plata.

—Bastardos —exclamó Nikki.

—¿No dispones de los tres mil?

—Desde luego que sí. Pero no quiero dárselos, eso es todo. Tenía otros planes para ellos.

Me encogí de hombros.

—Si lo que buscas es salir malparada con Abdulay… —Sí, ya lo sé.

A pesar de eso, no parecía muy contenta.

—Todo irá bien —dije, mientras la conducía hasta la oscura y fría barra.

Los ojos de Nikki se abrieron, al tiempo que levantaba las manos.

—Todo saldrá bien —dijo, con una risita—. Inshallah.

Su burla de Hassan sonó falsa. Se había desconectado el daddy de árabe.

Eso es lo último que recuerdo de aquella noche.

Ya sabéis lo que es una resaca. Conocéis el pesado dolor de cabeza, las vagas y persistentes náuseas en el estómago, la sensación de que sería mejor perder la consciencia por completo hasta que la resaca terminase. Pero ¿sabéis a qué se parece la resaca de una poderosa droga hipnótica? Te da la sensación de estar metido en el sueño de otro, no te sientes real. Te dices: «Esto no me está ocurriendo de verdad, me ha sucedido hace muchos años y sólo lo estoy recordando». A los pocos segundos, te das cuenta de que lo estás viviendo, que te encuentras aquí y ahora, y el desconcierto inicia un círculo de angustia y un sentimiento de irrealidad cada vez mayor. Algunas veces no estás seguro de dónde tienes los brazos y las piernas. Te sientes como si alguien te hubiera esculpido en un trozo de madera por la noche, y que si te portas bien, un día llegarás a ser un muchacho de verdad. «Pensamiento» y «movimiento» son conceptos desconocidos porque son atributos de los vivos. Para colmo, si a todo eso le añades una resaca de alcohol, te hundes en una depresión abismal, una fatiga que te quiebra los huesos, además de producirte náuseas, ansiedad, temblores y calambres debidos a todos los trifets tomados. Así era como me sentía cuando me desperté al amanecer. La muerte lo recalienta todo, ¡ja!, no me había recalentado en absoluto.

Todavía el amanecer. Los golpetazos en mi puerta empezaron antes de que el muecín gritase:

—«¡Venid a la oración, venid a la oración! Orar es mejor que dormir. ¡Alá es el más grande!»

De haber podido hacerlo, me hubiera reído de la parte «Orar es mejor que dormir». Me di la vuelta y miré la agrietada pared verde. En seguida me arrepentí de esa simple acción, que me hizo sentir como en una película a cámara lenta de la que se hubieran perdido el resto de fotogramas. El universo empezó a tambalearse a mi alrededor.

Los golpes en la puerta no cesaron. Después de unos minutos, me di cuenta de que varios puños trataban de derribarla para entrar.

—Sí, un momento —dije.

Salí con cuidado de la cama, tratando de no mover ninguna parte de mi cuerpo que todavía pudiera estar viva. Caí al suelo y me levanté muy despacio. Me puse en pie, un poco inseguro, esperando sentirme real. Al no lograrlo, decidí ir hacia la puerta como fuese. A medio camino, caí en la cuenta de que estaba desnudo. Me detuve. Tomar todas esas decisiones comenzaba a alterarme los nervios. ¿Debía volver a la cama y ponerme algo encima? Furiosos gritos se unieron a los puñetazos. «¡Al infierno con la ropa!», pensé.

Abrí la puerta y tuve la visión más espantosa desde que no sé qué héroe se enfrentó con la Medusa y las otras dos Gorgonas. Los tres monstruos que tenía frente a mí eran las «Viudas Negras»: Tamiko, Devi y Selima. Sus turgentes senos rellenaban sus finos suéteres negros, llevaban ceñidas faldas de cuero negro y zapatos negros de tacón: sus uniformes de trabajo. Mi perezosa mente se preguntó por qué se habían vestido así tan temprano. Amanecía. Nunca veo el amanecer, excepto si lo hago al revés y me voy a dormir después de la salida del sol. Supuse que las «hermanas» todavía no se habían acostado.

Devi, la refugiada de Calcuta, me empujó hacia dentro de la habitación. Las otras dos nos siguieron y cerraron la puerta. Selima, «paz» en árabe, se volvió, levantó el brazo derecho y, con un grito, me golpeó en el estómago con el codo, justo debajo del esternón. Expulsé todo el aire de mis pulmones y caí de rodillas, sin aliento. El pie de alguna de ellas me pateó violentamente la mandíbula y caí de espaldas. Una de ellas me levantó y las otras dos me sacudieron, despacio y a conciencia, sin olvidar ni uno solo de mis puntos débiles e indefensos. Al principio me sentí aturdido; después de unos cuantos golpes, diestros y severos, perdí la noción de lo que sucedía. Me dejé caer en los brazos de una, agradecido de que aquello no estuviera sucediéndome a mí en realidad, de que sólo estuviese recordando una terrible pesadilla, a salvo, en el futuro.

No sé durante cuánto tiempo me golpearon. Cuando recobré el conocimiento, eran las once. Yacía en el suelo y respiraba; pero debía tener algunas costillas rotas porque cada inhalación me provocaba una auténtica agonía. Intenté ordenar mis ideas, al menos la resaca de las drogas había cedido un poco. Mi caja de píldoras. Necesitaba mi maldita caja de píldoras. ¿Por qué nunca puedo encontrarla? Me arrastré muy despacio hacia la cama. Las «Viudas Negras» habían hecho un buen trabajo, me daba cuenta de ello cada vez que me movía. Estaba magullado por todas partes, pero no habían vertido ni una sola gota de mi sangre. Se me ocurrió que si hubieran querido matarme, con sólo un travieso mordisco lo hubiesen logrado. Se suponía que todo eso significaba algo. Se lo preguntaría la próxima vez que las viera.

Me arrastré hasta la cama y pasé por encima del colchón hacia donde se hallaba mi ropa. La caja de píldoras estaba en los téjanos, donde yo solía guardarla. La abrí a sabiendas de que tenía unos calmantes de acción rápida en ella. Vi que todo mi almacén de bellezas — butacuálido HC1— había desaparecido. Eran ilegales como el demonio en todas partes, y por eso abundaban. Yo tenía ocho al menos. Debí haberme tomado un puñado para poder dormir con los delirantes trifets. Nikki cogió el resto. Ahora no me preocupaban. Quería opiáceos, cualquier opiáceo, rápido. Tenía siete tabletas de soneína. Cuando las tragara, sería como si el sol saliera entre nubes sombrías. Me calentaría en un susurrante y cálido sosiego, una sensación de bienestar fluiría por todas las partes heridas y lastimadas de mi cuerpo. La idea de ir al cuarto de baño a buscar un vaso de agua me pareció demasiado ridícula para tenerla en cuenta. Uní saliva y coraje y me tragué las soneínas una a una. Tardaron veinte minutos en hacerme efecto, pero el anticipo fue suficiente para aliviar un poco el acuciante tormento.

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