George Effinger - Cuando falla la gravedad

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El Budayén, los bajos fondos de una ciudad árabe anónima, está construido al lado del cementerio, y quien se interna en sus callejones lo hace consciente del peligro que corre: ni sus habitantes —prostitutas, proxenetas y traficantes de drogas— ni la policía se preocupan demasiado si un desconocido aparece acuchillado y tirado en la esquina.
Tal es el ambiente en el que se ha criado Marîd Audran, un hombretón que nunca ha necesitado llevar armas y que es respetado en su independencia.
Pero nadie podría haber imaginado la pesadilla en la que se convertiría su vida después de que un extraño muriera asesinado por alguien conectado a un módulo de James Bond…
Una novela vertiginosa, en la que se dan cita los logros de la informática, la novela negra y la ciencia ficción.

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Recuperé el ritmo en media hora. Me duché; me lavé la cabeza; me recorté la barba, pasándome la maquinilla por los escasos lugares de mis mejillas y mi cuello donde no quería barba; me lavé los dientes; limpié el lavabo y la bañera, y caminé desnudo por el apartamento en busca de otras cosas para limpiar o arreglar; después, me calmé.

—Tranquilo, chico —murmuré.

Me vino bien tomar dos bangers tan pronto; antes de que llegara la hora de irme me había serenado.

El tiempo transcurría despacio. Se me ocurrió llamar a Nikki para recordarle la cita, pero no tenía sentido. Pensé en llamar a Yasmin o Chiri, mas estaban en sus trabajos respectivos. Me recosté contra la pared y empecé a temblar, casi llorando: Jesús, la verdad era que no tenía amigos. Me hubiera gustado disponer de un sistema holo como el de Tamiko, para matar el tiempo. Hubiera visto algunos holoporno, que convertirían la realidad en algo fétido y enfermizo.

A las siete y media me vestí: una camisa vieja y gastada, los téjanos y las botas. No hubiese podido tener buen aspecto ante Hassan aunque hubiera querido. Mientras salía del edificio, oí el crujido de la estática y amplificada voz del muecín al gritar: «Laa’illaha’illallahu», un hermoso sonido aliterativo para llamar a la oración, conmovedor incluso para un perro blasfemo y no creyente como yo. Me apresuré por las calles vacías; las busconas cesaron su búsqueda para orar, los macarras cortaron sus enredos para orar. Mis pasos resonaban sobre los viejos adoquines de piedra como acusaciones. Cuando llegué a la tienda de Hassan, todo había vuelto a la normalidad. Tras la última llamada de la tarde a la oración, las busconas y los macarras volvieron a sus trapicheos de comercio y explotación mutua.

A esa hora, un muchacho americano, joven y flaco, al que todos llamaban Abdul-Hassan, vigilaba la tienda de Hassan. Abdul significa «esclavo de», y suele acompañarse de uno de los noventa y nueve nombres de Dios. En este caso, la ironía estribaba en que el muchacho americano era de Hassan, en todas las acepciones que podáis imaginar, excepto, quizá, en el aspecto genético. En la «Calle» se rumoreaba que Abdul-Hassan no era hombre de nacimiento, como Yasmin no era mujer de nacimiento, pero yo no conocía a nadie que tuviera el tiempo, o la intención, de emprender una investigación seria.

Abdul-Hassan me preguntó algo en inglés. Para el cazador ocasional de gangas, era un misterio lo que se vendía en la tienda de Hassan. Sobre todo, porque aparecía casi vacía. En la tienda de Hassan se vendía de todo; por lo tanto, no había razón alguna para exhibir nada. Yo no entendía inglés, así que me limité a señalar con el pulgar hacia la cortina estampada y sucia. El chico asintió y volvió a su ensueño.

Atravesé la cortina, el almacén y el callejón. Cuando llegué hasta la puerta de hierro, se abrió casi en silencio.

—Ábrete, sésamo —susurré.

Entré en una habitación débilmente iluminada y eché un vistazo a mi alrededor. Las drogas me hacían olvidar el temor. También me llevaban a olvidar la prudencia; pero mi instinto era mi vida, y está siempre alerta, día y noche, con drogas o sin ellas. Hassan fumaba en un narguile, reclinado sobre un montón de cojines. Olí el aroma del hachís; el único ruido en la habitación era el burbujeo de la pipa de agua de Hassan. Nikki, con visible cortedad, se sentó, erguida, en el extremo de una alfombra, con una taza de té frente a sus piernas cruzadas. Abdulay descansaba sobre unos cuantos cojines, y susurraba algo al oído de Hassan. Éste tenía una expresión tan ausente como un puñado de viento. Era su hora del té. Me quedé de pie y esperé a que él hablara.

—Ahlan wa sahlan —dijo, con una rápida sonrisa.

Era un saludo formal, que significaba algo así como «Estás con tu gente y en tu casa». Pretendía establecer el tono de la conversación. Di la respuesta apropiada y fui invitado a sentarme. Lo hice junto a Nikki, y pude observar que llevaba un potenciador sencillo entre su cabello rubio claro. Debía ser un daddy de árabe, porque yo sabía que ella no entendería ni una palabra sin él. Acepté una tacita de café, aderezada con cardamomo. La levanté hacia Hassan y dije:

—Que tu mesa dure eternamente.

Hassan movió una mano en el aire.

—Que Alá te conserve la vida.

Después me dieron otra taza de café. Propiné un codazo a Nikki porque no había bebido su té.

No esperes que los negocios empiecen en seguida, no hasta que te hayas bebido tres tazas de café como mínimo. Si declinas la invitación demasiado pronto, te arriesgas a insultar a tu huésped.

Todo el tiempo que duró la degustación de té y café, Hassan y yo nos preguntamos mutuamente sobre la salud del resto de la familia y amigos, y pedimos las bendiciones de Alá para unos y otros, y protección para nosotros y todo el mundo musulmán contra las depredaciones del infiel.

Murmuré entre dientes a Nikki que siguiera tomando el té de sabor singular. Su presencia le resultaba desagradable a Hassan por dos razones: se trataba de una prostituta, y no era una mujer de verdad. Los musulmanes nunca se han hecho a la idea. Trataban a las mujeres como ciudadanos de segunda, pero no sabían qué hacer con los hombres que se transformaban en mujeres. El Corán no prevé esas cosas. Sin duda, el hecho de que yo no fuera un devoto del Libro no mejoraba las cosas. Así que Hassan y yo seguimos bebiendo, asintiendo, sonriendo y alabando a Alá, e intercambiando cumplidos como en una partida de tenis. La expresión más frecuente del mundo musulmán es Inshallah, si Dios quiere. Lo cual le libra a uno de toda culpa, recayendo sobre Alá. Si el oasis se ha secado y desaparecido, era la voluntad de Alá. Si te sorprenden en la cama con la mujer de tu hermano es voluntad de Alá. Si te cortan la mano, o la polla o la cabeza en represalia, también es la voluntad de Alá. En el Budayén no se hace nada sin discutir cómo va a sentarle a Alá.

Así pasó una hora, y creo que Nikki y Abdulay empezaban a inquietarse. Yo lo estaba haciendo bien. Hassan me brindaba una amplia sonrisa a cada minuto, mientras inhalaba hachís en grandes cantidades.

Por último, Abdulay no pudo soportarlo más. Quería hablar sobre el dinero. En concreto, cuánto debería pagarle a Nikki por su libertad.

A Hassan no le gustó su impaciencia. Levantó sus manos y miró hacia el cielo con expresión de cansancio, al tiempo que recitaba un proverbio árabe que dice: «La codicia reduce lo cosechado». Proviniendo de Hassan, era una afirmación lúdica. Miró a Abdulay.

—¿Tú has sido el protector de esta joven mujer? —preguntó.

Existen muchas formas de decir «joven mujer» en tan antiguo lenguaje; cada una posee un matiz sutil y diferente significado. La cuidadosa elección de Hassan fue almahroosa, tu hija. El significado literal de almahroosa es «la protegida», y se ceñía por completo a la situación. Así era como Hassan se había convertido en el notable brazo derecho de «Papa», abriéndose paso, sin errores, entre las exigencias de la cultura y las necesidades del momento.

—Sí, oh, sapientísimo —respondió Abdulay—, durante más de dos años.

—¿Y te ha disgustado? Abdulay frunció el ceño.

—No, oh, sapientísimo.

—¿Y no te ha perjudicado en modo alguno?

—No.

Hassan se volvió hacia mí. Nikki estaba bajo su consideración.

—¿Desea la protegida vivir en paz? ¿No tramará ninguna maldad contra Abdulay Abu-Zayd?

—Lo prometo —dijo.

Los ojos de Hassan se abrieron.

—Tus promesas no significan nada aquí, infiel. Debemos salvaguardar el honor de los hombres y hacer un contrato de palabras y dinero.

—Que quienes te escuchen, vivan —dije.

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