George Effinger - Cuando falla la gravedad

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El Budayén, los bajos fondos de una ciudad árabe anónima, está construido al lado del cementerio, y quien se interna en sus callejones lo hace consciente del peligro que corre: ni sus habitantes —prostitutas, proxenetas y traficantes de drogas— ni la policía se preocupan demasiado si un desconocido aparece acuchillado y tirado en la esquina.
Tal es el ambiente en el que se ha criado Marîd Audran, un hombretón que nunca ha necesitado llevar armas y que es respetado en su independencia.
Pero nadie podría haber imaginado la pesadilla en la que se convertiría su vida después de que un extraño muriera asesinado por alguien conectado a un módulo de James Bond…
Una novela vertiginosa, en la que se dan cita los logros de la informática, la novela negra y la ciencia ficción.

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—Marîd —susurró entre sollozos.

La abracé. No había una maldita palabra en el mundo que pudiera pronunciarse. Permanecimos abrazados, muy juntos, mientras Yasmin lloraba. Yo hubiese querido hacerlo también pero me sentí incapaz. Así estuvimos durante cinco, diez o quince minutos. La poca gente que pasaba por la acera simuló que no nos veía. Jo-Mama asomó la cabeza por la puerta y la volvió a meter. Un momento después, Rocky nos miró como si casualmente estuviera contando la multitud inexistente en esa calle oscura. Yo no pensaba en nada, no sentía nada. Abrazaba a Yasmin y ella me abrazaba a mí.

—Te quiero —murmuré por fin.

Cuando encuentras la ocasión apropiada, es siempre la mejor y la única frase que puedes decir.

Me cogió de la mano y nos encaminamos despacio hacia el final del Budayén. Pensé que dábamos un paseo; pero, al cabo de unos pocos minutos, me di cuenta de que Yasmin me conducía a alguna parte. La desagradable sensación de que no deseaba mirar lo que iba a mostrarme creció en mí.

Vi un cuerpo metido en una gran bolsa de basura, alguien había hurgado en el montón de bolsas. La bolsa donde se encontraba Nikki estaba abierta y ella yacía tendida sobre los húmedos y sucios adoquines de un angosto callejón sin salida.

—Creí que estaba muerta por tu culpa —lloriqueó Yasmin—. Porque no te has esforzado demasiado para tratar de encontrarla.

Cogí la mano de Yasmin y estuvimos un rato de pie. Contemplamos el cadáver de Nikki sin pronunciar palabra durante un rato. Yo sabía que aquélla era la forma en que tenía que ver a Nikki. Creo que lo supe desde el principio, cuando Tamiko fue asesinada y Nikki me hizo esa corta y desesperada llamada telefónica.

Solté la mano de Yasmin y me arrodillé junto al cadáver. Estaba lleno de sangre, metido en la bolsa de basura negra, sobre los adoquines cubiertos de musgo del pavimento.

—Yasmin, cariño —dije mirando su desolado semblante —, no mires más. ¿Por qué no llamas a Okking y luego te vas a casa? Yo iré en seguida.

Yasmin hizo un gesto vago y sin significado.

—Telefonearé a Okking —susurró con voz inexpresiva—; pero he de volver al trabajo.

—Esta noche, Frenchy puede joderse —dije—. Quiero que vayas a casa. Escucha, cielo, te necesito.

—Está bien.

Y sonrió un poco a través de las lágrimas.

Después de todo, nuestra relación no estaba rota. Con un poco de cuidado podía volverse tan buena como al principio, incluso mejor aún. Era un alivio sentirse esperanzado de nuevo.

—¿Cómo supiste que estaba aquí? —pregunté.

—Blanca la encontró —dijo Yasmin—. La puerta trasera de su casa está cerca, y ella pasa por aquí para ir al trabajo.

Señaló a lo lejos del callejón, donde había una puerta desvencijada y pintada de gris en la desnuda pared de ladrillo.

Asentí y miré a Yasmin caminar despacio en dirección a la «Calle». Me volví hacia el cuerpo destrozado. Había sido el degollador, podía ver los morados en las muñecas y el cuello de Nikki, las señales de las quemaduras y un montón de pequeños cortes y heridas. El asesino había invertido más tiempo y pericia en terminar con Nikki del que había dedicado a Tami o a Abdulay. Estaba seguro de que el forense encontraría también rastros de violación.

Habían metido la ropa y el bolso de Nikki en la bolsa con ella. Miré sus ropas, mas no encontré nada. Busqué el bolso, pero tuve que levantar la cabeza de Nikki. Había sido golpeada con salvaje crueldad hasta que su cráneo, cabello, sangre y sesos formaron una masa repulsiva. Le habían cortado el cuello de un modo tan brutal que casi estaba decapitada. En mi vida había visto tan blasfema, profanadora y perversa crueldad. Limpié los desperdicios esparcidos de una zona y dejé con cuidado el cadáver de Nikki sobre los adoquines rotos. Me alejé unos pasos, me arrodillé y vomité. Vomité y tuve náuseas hasta que los músculos del estómago me dolieron. Cuando el mareo pasó, me obligué a volver y buscar en su bolso. Hallé dos objetos curiosos y notables: una reproducción en bronce de un antiguo escarabajo egipcio que había visto en casa de Seipolt y un rudimentario moddy que parecía hecho en casa. Me guardé ambos objetos. Después elegí la bolsa de basura menos hedionda y me puse todo lo cómodo que pude. Dirigí una oración a Alá por el alma de Nikki. Luego, esperé.

—Bueno —dije tranquilamente mirando el sórdido y sucio lugar donde habían dejado a Nikki —. Me gustaría levantarme por la mañana y tener el cerebro modificado.

Maktoob, está bien, estaba escrito.

12

Los musulmanes suelen ser muy supersticiosos por naturaleza. Nuestros compañeros de viaje a través de la desconcertante creación de Alá incluyen todo tipo de djinn, demonios, monstruos, y ángeles buenos y malos. Existen legiones de hechiceros dotados de peligrosos poderes, siendo el mal de ojo el más frecuente. Esto no hace a la cultura musulmana más irracional que otras, todo grupo étnico tiene su propio conjunto de cosas hostiles y ocultas que acechan para abalanzarse sobre el desprevenido ser humano. En el mundo del espíritu es normal que haya más enemigos que protectores, aunque se supone que existen incontables ejércitos de ángeles y demás. Quizá todos estén de campo y playa desde la expulsión de Satán del Paraíso, no lo sé.

De cualquier modo, una de las prácticas supersticiosas asociadas a algunos musulmanes, en particular a las tribus nómadas y a los bárbaros fellahin del Magreb —la familia de mi madre, por ejemplo— es llamar a un recién nacido por el nombre de una calamidad o una cualidad horrible para evitar que cualquier espíritu o brujo envidioso pueda fijarse demasiado en él. Me dijeron que eso lo hace en todo el mundo gente que nunca ha oído hablar del Profeta, la paz sea con su nombre. Me llamaron Marîd, que significa «enfermedad», y me dieron ese nombre con la esperanza de que no sufriera muchas enfermedades en el transcurso de mi vida. El hechizo parece haber surtido cierto efecto positivo. Me extirparon un apéndice inflamado hace algunos años, pero ésa es una operación corriente y rutinaria, y ha sido el único problema médico serio que he tenido. Creo que quizá sea debido al avance de los tratamientos en esta era de prodigios, pero ¿quién sabe? Alabado sea Alá y todas esas cosas.

De modo que no tengo mucha experiencia en hospitales. Unas voces me despertaron y tardé algún rato en saber dónde me encontraba y otro rato en recordar por qué demonios estaba allí. Abrí los ojos. No podía ver nada, excepto una borrosa oscuridad. Parpadeé una y otra vez. mas era como si alguien hubiera intentado pegarme los ojos con arena y miel. Traté de levantar la mano para restregarme los ojos, pero mi brazo estaba demasiado débil, no podía cruzar la insignificante distancia que separa el pecho del rostro. Parpadeé un poco más y entorné los ojos.

Por fin, pude distinguir a dos enfermeros, de pie, a los pies de mi cama. Uno era joven, con barba negra y voz diáfana. Sostenía un cuadro clínico y daba instrucciones al otro.

—El señor Audran no te dará demasiados problemas —dijo.

El otro enfermero era bastante más viejo, con cabello gris y voz ronca. Asintió.

—¿Medicamentos? —preguntó. El joven enarcó las cejas.

—Es extraordinario. Puede tomar lo que quiera, con la aprobación de los médicos. Y creo que la obtendrá con sólo pedirla. Cualquier cosa y con la frecuencia que quiera.

El hombre del cabello gris soltó un bufido de indignación.

—¿Qué es lo que hizo, ganar un concurso? ¿Unas vacaciones con todas las drogas pagadas en el hospital de su elección?

—Baja la voz, Alí. No se mueve, pero quizá pueda oírte. No sé quién es; el hospital lo ha tratado como a un dignatario extranjero o algo parecido. El dinero que se ha gastado en suprimirle el menor signo de incomodidad podría aliviar el dolor de una docena de pobres que sufren en los pabellones de la caridad.

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