Me senté, confuso. Si la explicación de Bond era cierta, ¿qué pintaba aquel sobre en la casilla de salidas del teniente Okking? Me dije que estaba poniéndome tan nervioso como un saltamontes en una sartén. Buscaba miel donde era probable que no hubiera abejas. Volví a notar el estómago revuelto. Me sentía arrastrado sin quererlo a una confusión de senderos tortuosos y mortales.
Era el momento de actuar. Había pasado el viernes, el sábado y la mayor parte del domingo paralizado entre las gastadas y asquerosas sábanas. Era el momento de empezar a moverse, salir del apartamento y abandonar ese morbo y ese miedo asiduos. Tenía noventa kiam. Podía comprarme algunos butacuálidos y tener un sueño decente.
Saqué la galabiyya, que empezaba a estar un poco sucia, las sandalias y mi libdeh, el gorro ajustado. Camino de la puerta agarré mi bolsa y bajé la escalera de prisa. De repente quería conseguir algunos butacuálidos. Me refiero a que los necesitaba de verdad. Había pasado tres días horribles, sudando demasiado, expulsando cualquier porquería de mi cuerpo y, de repente, se me ocurría comprar más. Anoté en mi imaginación que debía frenar un poco el consumo de drogas, arrugué la imaginaria nota y la tiré a una papelera también imaginaria.
Parecía que los butacuálidos escaseaban. Chiriga no tenía ninguno pero me dio una copa de tende gratis mientras me contaba la cantidad de problemas que tenía con la chica nueva y que todavía guardaba el moddy de Dulce Pilar para mí. Recordé el anuncio holoporno fuera de la tienda de la vieja Laila.
—Chiri —dije —, estoy pasando una gripe o algo parecido, pero te prometo que iremos a cenar alguna noche de la semana que viene. Entonces inshallah. probaremos tu moddy.
Ni siquiera sonrió. Me miró como si observara un pez herido que se agita en el agua.
—Marîd, querido —repuso con tristeza—, ahora en serio, hazme caso, tienes que acabar con esas píldoras. Te estás haciendo mierda.
Tenía razón, pero no gusta oír esos consejos de nadie. Asentí, tragué el resto del tende y salí del club sin decir adiós.
Me reuní con Jacques, Mahmud y Saied en el Big Als Old Chicago. Me dijeron que estaban arruinados, tanto en lo financiero como en lo medicinal.
—Me alegro de volver a veros —dije.
—Marîd —comenzó Jacques—, quizá no sea de mi…
—No lo es —le interrumpí.
Pasé por el Silver Palm. Tampoco allí había acción. Fui a la tienda de Hassan, pero él no estaba en la trastienda, y su pollo americano me miró con ojos voluptuosos. Entré en el Red Light —empezaba a desesperar—, y Fátima me dijo que el amigo de una de sus chicas blancas tenía una maleta llena de mercancía variada, pero que no llegaría hasta quizá las cinco de la mañana. Le dije que si no se presentaba nada mejor hasta entonces, volvería. Fátima no me invitó a una copa.
Por último, en el refugio helénico de Jo-Mama, tuve un poco más de suerte. Compré seis butacuálidos a la segunda chica de la barra de Jo-Mama, Rocky, otra mujer corpulenta de cabello negro, corto e hirsuto. Rocky se pasó un poco en el precio, aunque, en ese momento, no me importó. Me ofreció, para tragármelas, una cerveza a cuenta de la casa pero le dije que me iba a mi habitación y a meterme en la cama.
—Sí, tienes razón —dijo Jo-Mama—, tienes que acostarte temprano para levantarte por la mañana, haragán, y que te abran el cráneo.
Cerré los ojos un instante y suspiré.
—¿Dónde has oído eso? —pregunté.
Jo-Mama dibujó una algo ofendida, aunque inocente por completo, expresión en su rostro.
—Todo el mundo lo sabe, Marîd. ¿Verdad, Rocky? Eso es lo que nadie creía. Quiero decir, que te modificaras el cerebro. Seguro que lo próximo que oímos es que Hassan se dedica a regalar alfombras o rifles o artesanía a los primeros veinte que llamen a su puerta.
—Tomaré esa cerveza —acepté, muy cansado.
Rocky me puso una. Por un momento, nadie supo si ésa era la cerveza gratis o si ya la había tomado y se trataba de otra que debería pagar.
—Ésta es a mi cuenta —dijo Jo-Mama.
—Gracias, Mama. No van a modificarme el cerebro. —Tomé un largo trago de cerveza—. No me importa lo que digan, no me importa quién lo diga. Soy yo, Marîd, el que habla: no van a modificarme el cerebro. ¿Comprende?— Jo-Mama se encogió de hombros como si no me creyese; después de todo, ¿qué era mi palabra contra la de la «Calle»?
—Voy a contarte lo que sucedió anoche aquí —comentó ella, a punto de iniciar una de sus inacabables y divertidas historias.
Casi quería oírla porque tenía que ponerme al día de las noticias, pero fui rescatado.
—¡Estás aquí! —gritó Yasmin, que irrumpió en el bar y me dio un violento golpe con el bolso.
Agaché la cabeza, pero me golpeó en el costado.
—¡Qué demonios…! — empecé a decir.
—Hacedlo en la calle —ordenó Jo-Mama de forma automática.
Parecía tan sorprendida como yo.
Yasmin no estaba de humor para escucharnos a ninguno de los dos. Me agarró por la muñeca, su mano era tan fuerte como la mía y mi muñeca estaba cogida.
—Ven conmigo, soplapollas.
—Yasmin, cierra tu jodida boca y déjame en paz.
Jo-Mama sacó su taburete, eso podía ser un aviso, pero Yasmin no le prestó atención. Todavía tenía mi muñeca agarrada y sus dedos me apretaban más fuerte. Tiró de mi brazo.
—Vas a venir conmigo —dijo con tono ominoso—, porque tengo algo bonito que mostrarte, maldito gato de vientre amarillo.
Me sentí furioso de verdad. Nunca había estado tan furioso con Yasmin, y todavía no sabía de qué me hablaba.
—Dale una bofetada —me dijo Rocky desde detrás de la barra.
En los holoespectáculos eso siempre da resultado con las heroínas excitables y los oficiales jóvenes presas del pánico. No lo había pensado, pero quizá tranquilizase a Yasmin. Era probable que así dejara de darme el coñazo, y luego se podía ir a donde le diera la gana. Levanté el brazo que todavía tenía apresado, lo giré un poco hacia afuera, me liberé de su presión y le agarré la muñeca. Entonces, le retorcí el brazo hacia atrás y lo apreté contra su espalda en una llave. Gritó de dolor. Apreté más, y volvió a gritar.
—Esto es por insultarme de ese modo —dije con un gruñido bajo cerca de su oído—. Puedes hacerlo en casa siempre que quieras, pero no delante de mis amigos.
—¿Quieres que te haga daño? —dijo con rabia.
—Inténtalo.
—Más tarde. Todavía tengo algo que enseñarte.
Le solté el brazo y se lo frotó un instante. Recogió su bolso y abrió la puerta del club de Jo-Mama de un puntapié. Hice un gesto a Rocky. Jo-Mama me dirigió una divertida sonrisita, porque eso le proporcionaría una historia mejor que la que no había llegado a contarme. Al menos, Jo-Mama iba a sacar algo.
Seguí a Yasmin al exterior. Se volvió hacia mí; antes de que pudiera decir una palabra, le puse la mano derecha alrededor de la garganta y la empujé contra un viejo muro de ladrillos. No me importaba si le hacía daño.
—No vuelvas a hacerme eso nunca —dije con una voz peligrosamente serena—. ¿Me entiendes?
Y sólo por puro placer sádico sacudí su cabeza con violencia contra los ladrillos.
—¡Que te jodan, maricón!
—De acuerdo, pero cuando creas que eres lo bastante hombre, mutilado y castrado hijo de puta —dije.
Entonces Yasmin rompió a llorar y sentí que algo se derrumbaba en mi interior. Me di cuenta de que había hecho lo peor que podía hacer, y que no había forma de remediarlo. Podía arrastrarme de rodillas todo el camino a La Meca pidiendo perdón y Alá me perdonaría, pero Yasmin, no. Hubiera dado todo lo que poseía, todo lo que pudiera robar por que los últimos minutos no hubieran transcurrido, pero había ocurrido y, para los dos, olvidarlos sería muy difícil.
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