George Effinger - Cuando falla la gravedad

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El Budayén, los bajos fondos de una ciudad árabe anónima, está construido al lado del cementerio, y quien se interna en sus callejones lo hace consciente del peligro que corre: ni sus habitantes —prostitutas, proxenetas y traficantes de drogas— ni la policía se preocupan demasiado si un desconocido aparece acuchillado y tirado en la esquina.
Tal es el ambiente en el que se ha criado Marîd Audran, un hombretón que nunca ha necesitado llevar armas y que es respetado en su independencia.
Pero nadie podría haber imaginado la pesadilla en la que se convertiría su vida después de que un extraño muriera asesinado por alguien conectado a un módulo de James Bond…
Una novela vertiginosa, en la que se dan cita los logros de la informática, la novela negra y la ciencia ficción.

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—¿O que una de las putas de Bey se ligue a un cuchillo de carnicero? Sí, escucha, ya he recibido una llamada de «Papa», tal vez mientras venías hacia aquí. Ya he oído toda esta cantinela y estoy de acuerdo hasta cierto punto. Hasta cierto punto, Audran. No me gusta que ni tú ni él hagáis política de policía diciéndome cómo he de llevar mi investigación o interfiriendo de algún modo. ¿Lo entiendes?

Asentí. Conocía tanto al teniente Okking como a Friedlander Bey y lo que Okking dijera carecía de importancia. «Papa» lograría su propósito de cualquier modo.

—Así que estamos de acuerdo en eso —dijo el teniente—. Todo este asunto resulta raro, como si las ratas y los ratones fueran a la iglesia a rezar por la recuperación del gato. Cuando termine, cuando tengamos a estos dos asesinos, no esperes ninguna otra luna de miel. Luego seguirán las armas, las porras y el mismo viejo hostigamiento por las dos partes.

Me encogí de hombros.

—Los negocios son los negocios —dije.

—Estoy harto de oír esa frase. Ahora, fuera de mi vista.

Salí y bajé en el ascensor hasta la planta baja. Era una noche agradable y fresca, y una hinchada luna aparecía y desaparecía entre centelleantes nubes de metal. Caminé de regreso al Budayén, meditando. Tres días más tarde, tendría el cerebro lleno de cables. Había evitado pensar en esa cuestión desde que abandoné la casa de Friedlander Bey, ahora disponía de todo el tiempo del mundo para recapacitar sobre ello. No estaba nervioso, ni prevenido, sólo aterrorizado. Sentía que, de algún modo, Marîd Audran dejaría de existir y alguien nuevo despertaría de esa operación, y que yo nunca sería capaz de notar la diferencia. Jamás dejaría de molestarme, como una cáscara de palomita de maíz alojada entre mis dientes para siempre. Todos los demás notarían el cambio excepto yo, porque estaría dentro de él.

Me dirigí directamente al club de Frenchy. Cuando llegué, Yasmin se estaba trabajando a un tipo joven y delgado que llevaba unos pantalones bombacho blancos atados a los tobillos y un abrigo de sport gris con quince años. Era probable que comprase todo su vestuario por un kiam y medio en la trastienda de un ropavejero. Olía a rancio, como el edredón de la abuela que se ha dejado demasiado tiempo en el desván.

La chica del escenario era una transexual llamada Blanca. Frenchy seguía la política de no contratar travestidos. Las chicas y los travestidos que se habían operado del todo se llevaban bien con él; pero las que permanecían indecisas, sin elegir uno u otro estado, le hacían sentir como si pudieran quedarse en medio de alguna otra importante transacción, y no quería sentirse responsable. Cuando entrabas en el club de Frenchy sabías que no ibas a encontrar a nadie con una polla más grande que la tuya, a no ser la del mismo Frenchy o la de otro cliente, y al saber esta horrible verdad no podías maldecir a nadie más que a ti mismo.

Blanca bailaba semiinconsciente, del modo peculiar en que lo hacían todas las bailarinas de un extremo al otro de la «Calle». Se movían al ritmo de la música, aburridas y cansadas, en espera de escapar del calor de los abrasadores focos. No dejaban de mirarse en los pringosos espejos que tenían a su espalda, o se volvían y contemplaban sus reflejos en la sala, más allá de los clientes. Sus ojos permanecían siempre fijos en algún espacio vacío a medio metro por encima de las cabezas de los clientes. La expresión de Blanca era un tímido intento por parecer agradable — «atractiva» o «seductora» no eran adjetivos que perteneciesen a su vocabulario profesional—; pero parecía como si tuviera mucha droga aislante-nerviosa en su mandíbula inferior y no hubiera decidido todavía si le gustaba. Mientras Blanca estaba en escena, se vendía a sí misma, se promocionaba como producto totalmente distinto a su propia imagen; ella misma, tal y como sería cuando bajase del escenario. Sus movimientos —tediosos en su mayor parte, imitaciones indolentes de movimientos sexuales— estaban pensados para encandilar a sus observadores; pero el baile tendría poco efecto si no fuera por los clientes que habían bebido mucho o que estaban encaprichados de esa chica en concreto. Había visto el baile de Blanca docenas, quizá cientos de veces, siempre al compás de la misma música, los mismos giros, los mismos pasos, los mismos golpes, los mismos gestos en los mismos instantes de la canción.

Blanca terminó su último número y se ganó un débil aplauso, la mayor parte procedente del tío que la invitaba a beber y que, según creo, estaba enamorado de ella. Cuesta un poco establecer una relación en un lugar como el de Frenchy, o en cualquier otro bar de la «Calle». Parece una paradoja, porque las chicas se apresuran a echarle el guante a cualquier hombre solo que entre en el local. Aunque la conversación era bastante limitada:

—Hola, ¿cómo te llamas?

—Juan Javier.

—Oh, qué bonito. ¿De dónde eres?

—De Nuevo Texas.

—Oh, qué interesante. ¿Cuánto hace que estás en la ciudad?

—Un par de días.

—¿Me invitas a una copa?

Eso era todo, no había más. Ni el mejor agente secreto internacional podría transmitir más información en tan breve lapso de tiempo. Todo eso ocultaba una atmósfera latente de depresión, como si las chicas estuvieran encerradas en ese trabajo, aunque la ilusión de absoluta libertad flotaba, casi visible, en el aire. «Cuando quieras irte, cariño, no tienes más que salir por esa puerta. » El camino que aguardaba tras esa puerta conducía sólo a dos sitios: otro bar igual al de Frenchy o el peldaño inferior de la escalera hacia el callejón sin retorno de la vida. «Hola, guapo, ¿buscas compañía?» Ya sabéis lo que quiero decir. Los ingresos son cada vez más bajos cuanto más vieja se hace la chica y pronto tienes gente como Maribel, que se lía a los tíos por el precio de un vaso de vino blanco.

Después de Blanca, una mujer auténtica, llamada Indihar, subió al escenario. Ése debía ser su verdadero nombre. Se movía igual que Blanca, contoneaba las caderas y los hombros, y casi no movía los pies. Al bailar, Indihar vocalizaba las palabras de las canciones en silencio, sin percatarse en absoluto de que lo hacía. Se lo pregunté a unas cuantas chicas, todas vocalizan las letras, pero ninguna se da cuenta de ello. Todas eran conscientes cuando se lo mencioné, pero, en cuanto subían al escenario, volvían a cantar para sí, como siempre. Creo que, así, el tiempo les pasa más rápido, les da algo que hacer además de mirar a los clientes. Las chicas se contonean, mueven los labios, hacen gestos banales con las manos, y balancean sus caderas porque la costumbre les hace balancearlas. Puede que eso resultara excitante a los hombres que nunca habían visto estas cosas, Frenchy debía cobrarles recargo en sus bebidas. Yo bebía gratis porque Yasmin trabajaba allí y porque entretenía a Frenchy. Si hubiera tenido que pagar, habría buscado algo mejor para pasar el rato. Cualquier cosa habría resultado más interesante, sentarme solo en la oscuridad, en una habitación en silencio, por ejemplo.

Esperé a que Indihar acabara su número y entonces Yasmin salió del vestuario. Me dirigió una amplia sonrisa que me hizo sentir especial. Dos o tres hombres dispersos por el bar aplaudieron, esa noche lo estaba haciendo bien, ganando dinero. Indihar sacó un corpiño de gasa y pasó entre los clientes en busca de propinas. Le solté un kiam y me dio un beso. Indihar es una buena chica. Juega limpio y no se mete con nadie. Por mí, Blanca podía irse al diablo, pero Indihar y yo podríamos llegar a ser buenos amigos.

Frenchy llamó mi atención y me señaló con un gesto el final de la barra. Era un hombre grande, del tamaño de dos macarras marselleses, con una barba larga, espesa y negra que hacía que la mía pareciese la pelusa de la oreja de un gato. Me observó con sus negros ojos.

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