—Os parecéis muy poco a lord Valentine, mi señor, cuando habláis de venganza como ahora. Creo que él jamás ha usado ese término.
—¿Y existe algún motivo para que yo deba parecerme a lord Valentine, Divvis? Soy Hissune.
—Sois el sucesor elegido por él.
—Cierto, y Valentine dejó de ser Corona como resultado de esa misma elección. Tal vez mi método de hacer frente al enemigo no se parezca demasiado al de lord Valentine.
—En tal caso debéis explicarme cuál es vuestro método.
—Creo que ya lo sabe. Pretendo marchar hacia Piurifayne por el Steiche, mientras sus tropas lo hacen por el lado occidental. Entre los dos estrujaremos a los rebeldes, capturaremos a ese Faraataa y pondremos punto final a la suelta de monstruos y plagas contra nosotros. Posteriormente el Pontífice podrá citar a los rebeldes que sobrevivan y, con su método más bondadoso, negociar una solución para las quejas válidas que los cambiaspectos tengan contra nosotros. Pero antes debemos demostrar fuerza, eso opino. Y si es preciso derramar la sangre de los que derraman la nuestra, bien, así lo haremos. ¿Qué le parece, Divvis?
—Me parece que jamás he oído tanta sensatez en los labios de una Corona desde que mi padre ocupaba el trono. Pero el Pontífice, imagino, hubiera respondido de otra forma si os hubiera oído hablar con tanta beligerancia. ¿Conoce él vuestros planes?
—Todavía no los hemos discutido en detalle.
—¿Y los discutiréis?
—El Pontífice se halla actualmente en Khyntor, o al oeste de aquí —dijo Hissune—. Su tarea le mantendrá ocupado cierto tiempo. Y luego le costará mucho tiempo regresar desde tan lejos. Creo que por entonces ya estaremos bien dentro de Piurifayne y tendremos escasas oportunidades para consultas.
En los ojos de Divvis apareció un brillo de sagacidad.
—Ah, ya veo cómo resolvéis vuestro problema, mi señor.
—¿Y qué problema es ése?
—Ser la Corona mientras vuestro Pontífice va por ahí recorriendo el campo en lugar de ocultarse decentemente en el Laberinto. Creo que ello podría ser un gran estorbo para un monarca joven, y me gustaría muy poco encontrarme yo mismo en dicha situación. Pero si os cuidáis de poner buena distancia entre el Pontífice y vos, y si atribuís a la enorme distancia cualquier diferencia que surja entre vuestra política y la de él, bien, podréis actuar prácticamente como si tuvierais las manos totalmente libres, ¿no, mi señor?
—Creo que estamos pisando terreno peligroso, Divvis.
—Ah. ¿Lo creéis así?
—Ciertamente. Y usted sobrestima las diferencias entre los criterios de Valentine y los míos. Él no es hombre de guerra, como todos podemos apreciar. Pero tal vez sea por eso que se ha alejado del trono de Confalume en mi favor. Creo que nos entendemos, el Pontífice y yo, y no prolonguemos la discusión en esa dirección. Venga, Divvis. Creo que sería correcta una invitación a su camarote para compartir uno o dos vasos de vino. Después tendrá que acompañarme a Vista de Nissimorn para compartir otro vaso. Y luego tomaremos asiento y planearemos el rumbo de la guerra. ¿Qué dice a eso, mi señor Divvis? ¿Qué dice a eso?
La lluvia empezó a caer otra vez y borró las líneas del mapa que Faraataa había trazado en el húmedo barro de la orilla del río. Pero eso tenía poca importancia para él. Todo el día había estado dibujando y volviendo a dibujar el mismo mapa y de hecho no tenía necesidad de hacerlo, porque todos los detalles estaban grabados en los huecos y contornos de su cerebro. Ilirivoyne aquí, Avendroyne allí, Nueva Velalisier en tal sitio. Los ríos, las montañas. Las posiciones de los dos ejércitos invasores…
Las posiciones de los dos ejércitos invasores…
Faraataa no lo había previsto. Ése era el único y grave fallo de su plan: los Invariables habían invadido Piurifayne. Lord Valentine, aquel cobarde enclenque, jamás habrá hecho algo parecido. No, Valentine se habría presentado ante la Danipiur con la nariz pegada al barro y le habría suplicado humildemente la firma de un tratado de amistad. Pero Valentine ya no era el rey. Mejor dicho, ahora era el otro rey, el que tenía más rango pero menos poderes… ¿Cómo entender las normas dementes de los Invariables? Y había un nuevo rey, el joven, lord Hissune, que al parecer era un hombre muy distinto…
—¡Aarisiim! —gritó Faraataa—. ¿Qué noticias hay?
—Muy pocas, oh Rey Real. Esperamos informes del frente occidental, pero aún tardarán en llegar.
—¿Y la batalla del Steiche?
—Sé que los hermanos del bosque continúan mostrándose poco cooperadores, pero que finalmente hemos logrado obligarlos a que nos ayuden para tender las enredaderas cazapájaros.
—Perfecto. Perfecto. ¿Pero estará todo listo a tiempo de frenar el avance de lord Hissune?
—Es lo más probable, oh Rey Real.
—¿Y lo dices —preguntó Faraataa— porque es cierto o porque crees que es lo que me gusta oír?
Aarisiim quedó confuso y boquiabierto y, a causa del desconcierto, su aspecto empezó a variar: durante unos instantes se convirtió en una frágil estructura de lianas que flotaban con la brisa y en una maraña de tallos rígidos hinchados por ambos extremos. Y finalmente volvió a ser Aarisiim.
—¡Me haces una gran injusticia, oh Faraataa!
—Tal vez.
—No te cuento falsedades.
—Si eso es cierto, entonces todo lo demás es cierto y aceptaré que lo sea —respondió fríamente Faraataa. La lluvia se hizo más clamorosa, estaba batiendo contra la bóveda de la jungla—. Vete y vuelve cuando tengas noticias del oeste.
Aarissim desapareció entre la oscuridad de los árboles. Faraataa, muy serio e inquieto, empezó a trazar su mapa una vez más.
Había un ejército en el oeste, incalculables millones de Invariables conducidos por el caballero de la cara peluda que se llamaba Divvis, hijo de la ex Corona lord Voriax. Nosotros matamos a tu padre cuando estaba de caza en el bosque, ¿lo sabías, Divvis? El cazador que disparó el dardo mortal era un piurivar, aunque tenia la cara de un caballero del Castillo. ¡Ya ves, los despreciables cambiaspectos son capaces de matar a una Corona! También podemos acabar contigo, Divvis. Acabaremos también contigo si no tienes cuidado, como no lo tuvo tu padre.
Pero Divvis no estaba siendo descuidado, pensó amargamente Faraataa, y seguramente no tenía la menor idea de cómo había muerto su padre (no había secreto mejor guardado entre los piurivares). La vivienda del humano estaba protegidísima por devotos caballeros y era imposible introducir un asesino a través de esa línea, por muy astutamente que fuera disfrazado. Con coléricos movimientos de su daga de madera hábilmente afilada, el metamorfo trazó con líneas cada vez más hundidas en el barro la ruta que seguía Divvis. Al sur de Khyntor y a lo largo del muro más próximo de las grandes montañas occidentales, el humano abría caminos por un terreno agreste que era intransitable desde el principio de los tiempos, arrasaba todo cuanto se le ponía por delante, estaba llenando Piurifayne con sus innumerables soldados, los había dejado incomunicados de la campiña, había corrompido las corrientes sagradas, había pisoteado las arboledas inviolables…
Para hacer frente a esa horda de guerreros, Faraataa se había visto obligado a usar su ejército de piligrigormos. Lamentaba haberlo hecho, porque prácticamente se trataba de su arma biológica más aviesa y la tenía reservada para Ni-moya o Khyntor en una fase más avanzada de la guerra. Eran crustáceos que moraban en tierra, del tamaño de la punta de un dedo, provistos de caparazones capaces de resistir martillazos y una miríada de patas de enorme movilidad que los artistas genéticos del metamorfo habían alterado para que fueran tan afiladas como sierras. El apetito de un piligrigormo era insaciable, a diario precisaba cincuenta veces su peso en carne. Y el método que empleaban para satisfacer dicho apetito consistía en abrir agujeros en cualquier animal de sangre caliente que se pusiera en su camino, para devorar la carne de dentro hacia afuera.
Читать дальше