¡Libre, aunque sólo fuera durante un par de horas! La Corona echó atrás la cabeza y rió como no lo había hecho desde hacía tiempo. Palmeó el lomo de su montura y cruzó velozmente los prados, avanzando con tanta rapidez que los cascos del magnífico animal purpúreo apenas tocaban la miríada de flores que cubría el suelo entero.
¡Ah, eso sí era vida!
Valentine miró hacia atrás. La mole fantástica y asombrosa del castillo menguaba rápidamente aunque seguía pareciendo inmensa a pesar de la distancia. Ocupaba medio horizonte, era un edificio de inmensidad inconcebible, con casi cuatro mil salas, aferrado como un monstruo descomunal a la cima del Monte. Desde que recobrara el trono Valentine no recordaba ocasión alguna en la que hubiera estado lejos del castillo sin su guardia personal. Ni siquiera una vez.
Bien, ya había salido. Valentine miró a la izquierda, donde el risco de cincuenta kilómetros de altura que era el Monte del Castillo descendía formando un ángulo vertiginoso, y vio la ciudad de recreo, Alto Morpin, reluciente, una red de etéreas hebras doradas. ¿Bajar allí, pasar un día en los juegos? ¿Por qué no? ¡Estaba libre! Seguir cabalgando, si así lo decidía, pasear por los jardines de la Barrera de Tolingar, entre halatingas, tanigales y sizeriles y regresar con una alabandina amarilla en su gorro a modo de roseta. ¿Por qué no? El día le pertenecía. Cabalgar hasta Furible y llegar a la hora en la que se nutrían los pájaros pétreos, ir a Stee y beber vino dorado en lo alto de la Torre Thimin, ir a Bombifale, a Peritole, a Banglecode…
Su montura parecía capaz de afrontar cualquiera de esas tareas. Le condujo hora tras hora sin mostrar fatiga. Cuando llegó a Alto Morpin, Valentine la ató a la Fuente de Confalume, donde flechas de agua coloreada finas como lanzas se elevaban decenas de metros en el aire sin perder, gracias a alguna magia antigua, sus rígidas formas, y recorrió a pie las calles de cables de oro apretadamente tramado hasta encontrar los espejos deslizantes en los que él y Voriax habían puesto a prueba su habilidad tan a menudo cuando eran niños. Mas al entrar en los relucientes toboganes nadie le prestó atención, como si los presentes consideraran grotesco contemplar a la Corona divirtiéndose, o como si Valentine estuviera aún oculto en extraña invisibilidad. Un detalle raro, pero él no se preocupó excesivamente por ello. Cuando salió de los toboganes pensó continuar en los túneles de energía, o en las carrozas, pero al cabo de unos instantes le pareció igualmente placentero proseguir viaje y poco después volvía a estar a lomos de su montura cabalgando hacia Bombifale. En aquella ciudad antigua y sumamente encantadora, con muros curvos de arenisca color anaranjado muy oscuro que se ahusaban hasta acabar en elegantes remates en punta, cinco amigos de Valentine que iban en su busca un día, hacía mucho tiempo, lo encontraron en una taberna de ónice arqueado y alabastro pulido en la que había entrado sólo para ocupar su ocio. Cuando los saludó sorprendido y risueño sus amigos le respondieron arrodillándose ante él, haciendo el signo del estallido estelar y gritando: «¡Valentine! ¡Lord Valentine! ¡Viva lord Valentine!» En un principio Valentine pensó que se estaban burlando a su costa, ya que él no era el rey, sino el hermano menor del rey, y sabía que jamás lo sería y no deseaba serlo. Y a pesar de que era un hombre que raramente se enojaba, se enfadó aquel día al creer que sus amigos le molestaban con un disparate cruel. Pero de inmediato observó la extrema palidez de los semblantes que le rodeaban, las extrañas miradas dirigidas a él, y el enojo pasó y su alma se lleno de dolor y miedo: de esta forma supo que Voriax, su hermano, había muerto y él había sido asignado nueva Corona. Ya en Bombifale, diez años más tarde, Valentine pensó que muchísimos hombres se parecían a Voriax: barba muy negra, ojos penetrantes, caras rubicundas… Y eso le inquietó, por lo que se apresuró a salir de Bombifale.
No volvió a detenerse puesto que había muchas cosas que ver, cientos de kilómetros que recorrer. Siguió cabalgando, atravesó distintas ciudades de un modo sereno, tranquilo, como si flotara, igual que si volara. De vez en cuando, desde el borde de un precipicio, contempló el asombroso panorama del Monte extendido por debajo, las Cincuenta Ciudades extrañamente visibles en alguna ocasión, las innumerables poblaciones al pie de la montaña, los Seis Ríos, la extensa llanura de Alhanroel que se dilataba hacia el lejano mar Interior… ¡Cuánto esplendor, qué inmensidad! ¡Majipur! Sin duda alguna era el planeta más bello conocido por la humanidad en los milenios de su expansión, de la gran actividad para abandonar Vieja Tierra. Y todo ello puesto en manos de Valentine, a su cargo, una responsabilidad que jamás le acobardaría.
Pero mientras seguía cabalgando un misterio inesperado empezó a impresionar su espíritu. El ambiente era cada vez más oscuro y frío, detalle raro ya que en el Monte del Castillo el clima estaba controlado de forma que siempre era sosegadamente primaveral. Poco después algo parecido a un esputo frígido le golpeó la mejilla y Valentine recorrió con la vista los alrededores en busca de un posible retador. No vio a nadie, y notó otro impacto, y otro más: nieve, comprendió por fin, nieve que topaba fuertemente con su cuerpo a lomos del viento helado. ¿Nieve, en el Monte del Castillo? ¿Vientos desapacibles? Y lo que era peor: la tierra gruñía como un monstruo en parto. La montura, que jamás había desobedecido a Valentine, se encabritó de miedo, emitió un gemido extrañísimo, sacudió lenta y pesadamente su gruesa cabeza. Valentine escuchó el estruendo del trueno distante y, mucho más cerca, un crujido raro, y vio surcos gigantes que aparecían en el suelo. Todo se agitaba y bullía alocadamente. ¿Un terremoto? El Monte entero restallaba igual que el mástil de un barco dragonero sometido a los vientos secos y cálidos del sur. El mismo cielo, negro y plomizo, se cargó más de improviso.
¿Qué es esto? Oh, buena Dama, madre mía, ¿qué está ocurriendo en el Monte del Castillo?
Valentine se aferró desesperadamente al animal, que no cesaba de brincar a causa del pánico. El mundo parecía estar despedazándose, desmoronándose, deslizándose, flotando… La tarea de Valentine consistía en mantenerlo íntegro, aferrar contra su pecho los continentes gigantescos, conservar los mares en sus lechos, contener los ríos que se alzaban con furia voraz contra las ciudades indefensas…
Y Valentine era incapaz de ocuparse de todo. La tarea sobrepasaba sus posibilidades. Fuerzas potentes arrancaron provincias del suelo y las lanzaron contra regiones cercanas. Valentine extendió los brazos para mantenerlas en sus lugares mientras lamentaba no tener argollas de hierro para atarlas. La tierra se estremeció, se levantó y quedó hendida y nubes de polvo negro cubrieron la faz del sol, y Valentine no pudo refrenar la terrible convulsión. Un hombre solo no podía atar el inmenso planeta y poner fin al quebranto. Valentine pidió ayuda a sus camaradas.
—¡Lisamon! ¡Elidath!
No hubo respuesta. Gritó otra vez, siguió gritando, mas su voz se perdió entre el estruendo y los crujidos.
La estabilidad había abandonado al planeta. Era igual que bajar por los toboganes de espejos de Morpin Alta, donde era preciso brincar y moverse ágilmente a fin de mantenerse en pie pese a la inclinación y los desniveles de las tortuosas pistas. Pero aquello era un juego y esto un caos auténtico, las raíces del mundo estaban descuajadas. Los temblores hicieron caer a Valentine, que rodó por el suelo y hundió ferozmente los dedos en la blanda tierra para no seguir deslizándose hacia las grietas que se abrían alrededor. De aquellas hendiduras brotaban terribles sonidos de risa y un resplandor purpúreo que parecía provenir de un sol devorado por la tierra. Caras enojadas flotaban en el aire por encima de Valentine, caras que creía conocer pero que se desplazaban de forma desconcertante en cuanto intentaba examinarlas, ojos que se convertían en narices que se transformaban en orejas… Y detrás de aquellos rostros de pesadilla vio otro que le era conocido, un cabello oscuro y brillante, unos ojos cordiales y apacibles… La Dama de la Isla, la dulce madre.
Читать дальше