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George Martin: Choque de Reyes

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  • Название:
    Choque de Reyes
  • Автор:
  • Издательство:
    Gigamesh
  • Жанр:
  • Год:
    2003
  • Город:
    Barcelona
  • Язык:
    Испанский
  • ISBN:
    84-932-7022-9
  • Рейтинг книги:
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Choque de Reyes: краткое содержание, описание и аннотация

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Un cometa del color de la sangre hiende el cielo cargado de malos augurios. Y hay razones sobradas para pensar así: los Siete Reinos se ven sacudidos por las luchas intestinas entre los nobles por la sucesión al Trono de Hierro. En la otra orilla del océano, la princesa Daenerys Targaryen conduce a su pueblo de jinetes salvajes a través del desierto. Y en los páramos helados del Norte, más allá del Muro, un ejército implacable avanza impune hacia un territorio asolado por el caos y las guerras fraticidas. George R.R. Martin, con pulso firme y enérgico, nos deleita con un brillante despliegue de personajes, engranando una trama rica, densa y sorprendente. Nos vuelve testigos de luchas fraticidas, intrigas y traiciones palaciegas en una tierra maldita por la guerra, donde fuerzas ocultas se alzan de nuevo y acechan para reinar en las noches del largo invierno que se avecina.

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—Un sirviente haragán —era la réplica de ella—. ¿Qué hacen en Roca Casterly con los sirvientes haraganes, mi señor?

—Allí los besan —le contestaba él, y eso siempre la hacía reír.

—Seguro que no —decía ella—. Apuesto a que les dan una paliza.

—No —insistía él—, los besan, de esta manera. —Y le mostraba cómo—. Primero, les besan los dedos, uno a uno, y besan sus muñecas, sí, y la parte interior del codo. Después, les besan sus graciosas orejitas, todos nuestros sirvientes tienen unas orejitas muy graciosas. ¡Deja de reírte! Y les besan las mejillas, y sus naricitas con ese bultito diminuto, así, de esta manera, y les besan las cejas encantadoras y el cabello y los labios, y… hummm… las bocas… de esta manera…

Se besaban durante horas y pasaban días enteros dedicados solamente a arrullarse en el lecho, escuchando las olas y tocándose. El cuerpo de ella era una maravilla para él, y al parecer ella se deleitaba con el cuerpo de él. A veces ella le cantaba: «Amé a una doncella hermosa como el verano, con la luz del sol en el cabello.»

—Te amo, Tyrion —susurraba ella antes de irse a dormir por las noches—. Amo tus labios, amo tu voz y las palabras que me dices, y tu forma tan gentil de tratarme. Amo tu rostro.

—¿Mi rostro?

—Sí, sí. Amo tus manos y el modo como me tocas. Amo tu polla, adoro sentirla dentro de mí.

—Ella también te ama, mi señora.

—Me encanta decir tu nombre, Tyrion Lannister. Combina con el mío. Lo de Lannister, no, lo otro. Tyrion y Tysha. Tysha y Tyrion. Tyrion. Mi señor Tyrion…

«Mentiras —pensó—, todo fingido, todo por el oro, ella era una puta, la puta de Jaime, el regalo de Jaime, mi señora de las mentiras.» El rostro de la mujer pareció esfumarse, disolviéndose tras un velo de lágrimas, pero incluso cuando desapareció seguía oyendo el suave y lejano sonido de su voz que pronunciaba el nombre de él.

—Mi señor, ¿podéis oírme? ¿Mi señor? ¿Tyrion? ¿Mi señor? ¿Mi señor?

A través del laberinto de sueños de la amapola, vio una cara rosada y blanda inclinada sobre él. Estaba de vuelta en la habitación húmeda con los cortinajes de la cama que colgaban, y el rostro no era el que debía ser, no era el de ella, demasiado redondo, con el borde oscuro de una barba.

—¿Tenéis sed, mi señor? Aquí tengo leche, buena leche para vos. No debéis agitaros, no, no intentéis moveros, necesitáis descansar.

En una mano húmeda y rosada llevaba el embudo curvo, y en la otra una botella.

Cuando el hombre se le acercó más, los dedos de Tyrion se deslizaron por debajo de su cadena de muchos metales, la agarraron y tiraron de ella. El maestre dejó caer la botella, y la leche de la amapola se derramó sobre las mantas. Tyrion retorció la cadena hasta sentir que los eslabones se clavaban en la piel del grueso cuello del hombre.

—No. Más, no… —graznó, tan ronco que no era capaz de saber si había dicho algo.

Pero debió de hacerse oír, porque el maestre, casi asfixiado, logró responder.

—Soltadme, por favor, mi señor… necesitáis la leche, el dolor… la cadena, no, por favor, soltadme, no…

El rostro rosado comenzaba a ponerse violáceo cuando Tyrion lo soltó. El maestre retrocedió, aspirando el aire con ansiedad. Su garganta enrojecida mostraba unas huellas blancas donde los eslabones habían ejercido presión. Sus ojos también estaban blancos. Tyrion levantó una mano, se la llevó a la cara e hizo un movimiento como de arrancarse la máscara endurecida. Lo repitió una, dos veces.

—¿Queréis… queréis que os quiten las vendas, no es eso? —dijo, finalmente, el maestre—. Pero yo no… eso sería… muy imprudente, mi señor. No estáis curado todavía, la reina podría…

La mención de su hermana le arrancó un gruñido a Tyrion. «Entonces, ¿eres uno de los suyos?» Apuntó al maestre con un dedo y después cerró la mano en un puño. Hizo gestos de aplastar, de estrangular, una promesa de lo que sucedería a menos que lo obedeciera.

Por suerte, el maestre comprendió.

—Haré… haré lo que ordene mi señor, sin duda, pero… es una imprudencia, vuestras heridas…

—Hacedlo —dijo, esta vez más alto.

El hombre hizo una reverencia y abandonó la habitación, para retornar momentos después con un largo cuchillo de hoja fina y serrada, un cuenco con agua, un montón de telas suaves y varias botellas. Tyrion había logrado incorporarse unos cuantos centímetros, y estaba medio sentado sobre su almohada. El maestre le pidió que estuviera lo más quieto posible e introdujo la punta del cuchillo bajo el mentón, por debajo de la máscara.

«Un desliz de la mano, y Cersei se librará de mí», pensó. Podía sentir cómo la hoja cortaba el lino endurecido a escasa distancia de su garganta.

Por fortuna, aquel hombre blando y rosado no era uno de los sirvientes más valerosos de su hermana. Al poco rato empezó a sentir el aire fresco en las mejillas. También sentía dolor, claro, pero hizo un esfuerzo para no prestarle atención. El maestre tiró las vendas, todavía llenas de costras de ungüento.

—No os mováis ahora, tengo que lavaros la herida.

Sus dedos eran delicados, el agua era tibia y relajante. «La herida», pensó Tyrion, recordando un súbito destello plateado que había pasado, al parecer, por debajo de sus ojos.

—Esto va a doler un poco —advirtió el maestre, mientras humedecía una venda en un vino que olía a hierbas maceradas.

Fue algo más que doler un poco. Trazó una línea de fuego a todo lo ancho del rostro de Tyrion y clavó una barra incandescente por la nariz. Sus dedos se aferraron a las sábanas y comenzó a jadear, pero logró no gritar. El maestre cloqueaba como una gallina vieja.

—Lo más prudente hubiera sido dejar la máscara en su lugar hasta que la carne cicatrizara, mi señor. De todos modos, tiene buen aspecto, la herida está limpia, eso es bueno. Cuando os encontramos en aquel sótano, entre los muertos y los moribundos, vuestras heridas estaban infectadas. Una de vuestras costillas estaba rota, seguro que lo notáis; quizá os golpearon con una maza, o sería una caída, es difícil decirlo. Y teníais una flecha clavada en el brazo, en la articulación del hombro. Tenía muy mal aspecto y durante un tiempo temí que pudierais perder el brazo, pero tratamos la herida con vino hirviente y gusanos, y ahora parece que cicatriza limpiamente.

—Nombre —exhaló Tyrion, mirando al hombre—. Nombre.

—Sois Tyrion Lannister, mi señor —dijo el maestre parpadeando—. Hermano de la reina. ¿Os acordáis de la batalla? En ocasiones, cuando hay heridas en la cabeza…

—Tu nombre. —Tenía la garganta en carne viva y su lengua había olvidado cómo articular las palabras.

—Soy el maestre Ballabar.

—Ballabar —repitió Tyrion—. Tráeme. Espejo.

—Mi señor —dijo el maestre—. No os lo aconsejaría… puede ser, ah, imprudente, como si… vuestra herida…

—¡Tráelo! —tuvo que decir. Tenía la boca rígida y dolorida, como si un golpe le hubiera partido los labios—. Y beber. Vino. Adormidera no.

El maestre se levantó, con el rostro lleno de manchas rojas, y salió de prisa. Regresó con una jarra de un vino ambarino pálido y un pequeño espejo plateado en un hermoso marco de oro. Se sentó al borde de la cama, sirvió media copa de vino y la llevó a los labios hinchados de Tyrion. El líquido bajó, fresco, aunque apenas pudo saborearlo.

—Más —dijo, cuando la copa se vació.

El maestre Ballabar volvió a servirle. Tras la segunda copa, Tyrion Lannister se sintió con fuerzas suficientes para enfrentarse a su rostro.

Tomó el espejo, se miró y no supo si reírse o llorar. El tajo era largo y torcido, comenzaba un pelo por debajo del ojo izquierdo y terminaba en el lado derecho de su mandíbula. De su nariz habían desaparecido tres cuartas partes, así como un pedazo del labio. Alguien había cosido los bordes de la herida con hilo de tripa, y las groseras puntadas estaban aún en su sitio, a uno y otro lado del costurón de carne roja, a medio cicatrizar.

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