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Gene Wolfe: La Urth del Sol Nuevo

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Gene Wolfe La Urth del Sol Nuevo
  • Название:
    La Urth del Sol Nuevo
  • Автор:
  • Издательство:
    Ediciones Minotauro
  • Жанр:
  • Год:
    1996
  • Город:
    Buenos Aires
  • Язык:
    Испанский
  • ISBN:
    84-450-7145-9
  • Рейтинг книги:
    4 / 5
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La Urth del Sol Nuevo: краткое содержание, описание и аннотация

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`Severian se ha convertido al fin en el Autarca de la Mancomunidad y está a punto de emprender un viaje a las estrellas en una nave de los hieródulos. El resultado de este viaje —que es también un viaje por el tiempo en el que Severian visita distintos lugares y épocas y se encuentra con personajes del presente y del futuro— determinará el destino de Urth. Si Severian obtiene un juicio favorable los extraterrestres transformarán el Sol viejo en un agujero blanco que dará nueva vida a Urth.

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—¿Eso dónde es?

—¿Luna? Es el satélite de mi mundo, el satélite de Urth.

—Entonces era un cacharro pequeño —me explicó Purn—. Transbordadores, lanchas y cosas así. Nadie dijo nunca que no hubiera un montón de cacharritos yendo y viniendo entre los distintos mundos de los distintos soles. Pero en general esta nave, y las otras iguales, suponiendo que haya más de una, no se acercan tanto. Pueden hacerlo, sí, pero hace falta mucha maña. Y luego, cerca de los soles suele haber mucha roca zumbando por ahí.

Idas, el del pelo blanco, apareció transportando una colección de herramientas. — ¡Hola! —saludó, y yo agité la mano.

—Tendría que ponerme a trabajar —murmuró Purn—. Se supone que ése y yo nos ocupamos de ellos. Estaba echando un vistazo para asegurarme de que andaban bien cuando te vi, ehm…

—Severian —dije yo—. Era el Autarca, el gobernante, la Comunidad; ahora soy el representante de Urth, y su embajador. ¿Tú vienes de Urth, Purn?

—Creo que no he estado nunca, pero a lo mejor estuve. —Pareció reflexionar.— ¿Hay un gran satélite blanco?

—No, es verde. Tal vez estuviste en Verthandi; he leído que sus satélites son de un gris pálido.

Purn se encogió de hombros.

—No lo sé.

Idas ya se nos había acercado, y dijo: —Debe ser maravilloso. —Yo no tenía idea de lo que había querido decir. Purn se alejó para mirar las bestias.

Como si fuéramos dos conspiradores, Idas susurró: —No te preocupes por él. Teme que lo denuncie por no trabajar.

—¿Y no temes que yo te denuncie a ti? —Había en Idas algo que me irritaba, aunque acaso sólo fuera su aparente debilidad.

—Ah, ¿conoces a Sidero?

—A quién conozco es asunto mío, se me ocurre.

—Me parece que tú no conoces a nadie —dijo él. Y luego, como si hubiera cometido una mera torpeza social Pero quizá sí. O yo podría presentarte. Si quieres lo hago.

Quiero —le dije—. A la primera ocasión preséntame a Sidero. Exijo que me devuelvan a mi camarote.

Idas asintió.

—Lo haré. ¿Te molestará quizá que alguna vez vaya a hablar contigo? Disculpa que te lo diga así, pero tú no sabes nada de barcos y yo no sé nada de lugares como…

—¿Urth?

—Nada sobre mundos. He visto unas pocas fotos, pero en verdad éstos son lo único que conozco —señaló vagamente a las bestias—. Y son malos, siempre malos. Pero quizás en los mundos también haya seres buenos, que no viven lo suficiente como para llegar a las cubiertas.

—Seguro que no todos son malos.

—Oh, sí. Vaya si lo son. Y yo, que tengo que ir detrás de ellos limpiando, y darles de comer, y si les hace falta ajustar la atmósfera, preferiría matarlos; pero si lo hiciera, Sidero y Zelezo me pegarían.

—No me sorprendería que te mataran —le dije. No deseaba ver una colección tan fascinante borrada por el desprecio de ese hombre mezquino—. Lo cual sería justo, supongo. Tú pareces uno de ellos.

—Oh, no —dijo seriamente—. Sois Purn, tú y los demás los que se parecen. Yo nací aquí, en la nave.

Algo en su actitud me dijo que intentaba arrastrarme a conversar y de buena gana se habría peleado si hubiera servido para hacerme seguir hablando. Por mi parte yo no tenía ningún deseo de charlar, y mucho menos de pelearme. Estaba tan cansado que me caía, y con un hambre feroz.

—Si yo pertenezco a esta colección de bestias exóticas —le dije— a ti toca alimentarme. ¿Dónde está la cocina?

Idas vaciló un momento, a todas luces debatiendo algún intercambio de información: me lo diría si antes yo le contestaba siete preguntas sobre Urth, o cosa por el estilo. Luego se dio cuenta de que si decía algo así yo estaba dispuesto a tumbarlo de un golpe, y aunque con muchas reticencias, me dijo cómo llegar a la cocina.

Una de las ventajas de una memoria como la mía, que almacena todo y no olvida nada, es que en momentos semejantes sirve tanto como el papel. (Por cierto, quizá sea la única ventaja.) Esa vez, sin embargo, no me fue más útil que cuando había intentando seguir las instrucciones de la barrera de peltastas que cerraba el puente sobre el Gyoll. Idas, sin duda, había supuesto que yo conocía mejor la nave y no tendría que contar las puertas ni fijarme exactamente dónde doblar.

Pronto comprendí que había equivocado el camino. Donde debía haber dos corredores se abrían tres y una escalera prometida no apareció. Volví atrás, encontré el punto en el cual (según creía) me había perdido y empecé de nuevo. Casi en seguida me encontré avanzando por un pasillo amplio y recto como el que Idas me había dicho que llevaba a la cocina. Supuse que el vagabundeo me había alejado en parte de la ruta prescrita y seguí adelante de muy buen ánimo.

Para los patrones del barco el lugar era amplio y ventoso. Sin duda recibía directamente la atmósfera de los dispositivos que hacían circular el aire y lo purificaban, pues olía como una brisa del sur en un día lluvioso de primavera. El suelo no era ni la extraña hierba que yo había visto antes ni la rejilla que ya había llegado a odiar, sino madera pulida muy sepultada en barniz claro. Los muros, que en la zona de la tripulación habían sido de un gris oscuro y cadavérico, aquí eran blancos, y una o dos veces vi asientos acolchados cuyos respaldos miraban a la pared.

El pasillo dio una vuelta y otra y sentí que subía continua, levemente, aunque el peso que levantaban mis pasos era tan ligero que no podía estar seguro. En las paredes había cuadros, y algunos se movían; en un momento vi un cuadro de la nave como podrían haberla dibujado desde muy lejos: no pude sino pararme a mirar, y temblé pensando en lo poco que me había faltado para verla así.

Otra vuelta; pero ésta resultó no ser una curva, sino el fin del pasillo en un círculo de puertas. Elegí una al azar y entré en una angosta pasarela tan oscura, después del pasillo blanco, que apenas me dejaba ver más que las luces de arriba.

Momentos después me di cuenta de que acababa de pasar ante una compuerta, la primera que veía desde que volviera a entrar en la nave; no del todo libre aún del miedo que me había asaltado al mirar ese cuadro terrible y hermoso, mientras seguía andando saqué el collar y me cercioré de que no se había dañado.

La pasarela dio dos vueltas y se dividió; luego se torció como una serpiente.

Una puerta se abrió a mi paso, soltando un aroma a carne asada. Una voz, la voz fina y mecánica de la cerradura, dijo entonces:

—Bienvenido a casa, amo.

Miré por el vano y vi mi propia cabina. No, por supuesto, la que había tomado en la zona de la tripulación, sino el camarote que sólo un par de guardias antes había dejado para lanzar el cofre de plomo a la gran luz del nuevo universo naciente.

V — El héroe y los hieródulos

El camarero me había llevado la comida, y como no me encontró, la había dejado sobre la mesa. La carne todavía estaba tibia bajo la tapa de la fuente; la comí con voracidad, y con ella pan fresco y manteca salada, y apio y salsifí y vino tinto. Luego me desvestí, me lavé y me dormí.

Me despertó sacudiéndome el hombro. Era extraño, pero en el momento de subir a bordo yo —el Autarca de Urth— apenas había reparado en él, por más que me llevaba las comidas y atendía gustosamente mis pequeñas necesidades; sin duda esa buena voluntad lo había borrado injustamente de mi atención. Ahora que yo también estaba entre los tripulantes era como si de pronto me mostrase otra cara.

Estaba inclinado sobre mí, los rasgos apruptos pero inteligentes, los ojos brillando de excitación contenida.

—Hay alguien que quiere verlo, Autarca —murmuró.

Me senté. —¿Y pensaste que valía la pena despertarme?

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