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Gene Wolfe: La Urth del Sol Nuevo

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Gene Wolfe La Urth del Sol Nuevo
  • Название:
    La Urth del Sol Nuevo
  • Автор:
  • Издательство:
    Ediciones Minotauro
  • Жанр:
  • Год:
    1996
  • Город:
    Buenos Aires
  • Язык:
    Испанский
  • ISBN:
    84-450-7145-9
  • Рейтинг книги:
    4 / 5
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La Urth del Sol Nuevo: краткое содержание, описание и аннотация

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`Severian se ha convertido al fin en el Autarca de la Mancomunidad y está a punto de emprender un viaje a las estrellas en una nave de los hieródulos. El resultado de este viaje —que es también un viaje por el tiempo en el que Severian visita distintos lugares y épocas y se encuentra con personajes del presente y del futuro— determinará el destino de Urth. Si Severian obtiene un juicio favorable los extraterrestres transformarán el Sol viejo en un agujero blanco que dará nueva vida a Urth.

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Gunnie atisbó la oscuridad por encima de mi hombro y lo rozó con el pelo, dándome a oler una mezcla de perfume y sudor.

—Enciende las luces, Sidero. Aquí no se ve nada.

Las luces brillaban con un matiz más amarillo que el del corredor que habíamos dejado, una refulgencia cetrina que parecía absorber el color de todas las cosas. Apretados los cuatro en una masa compacta, estábamos sobre un suelo de barras negras no más gruesas que el meñique de un hombre. No había baranda, y el espacio que teníamos delante y abajo (pues el techo que estaba apenas encima sostenía sin duda la cubierta) podría haber contenido la Torre Matachina.

Lo que contenía ahora era un inmenso revoltijo de carga: cajas, fardos, barriles y cestas de todo tipo; maquinaria y partes de máquinas, sacos, muchos de una película reluciente y traslúcida; pilas de madera.

—¡Allí! —exclamó Sidero. Señaló una escalerilla como de hilo de araña que bajaba por la pared.

—Tú primero —dije.

Se lanzó contra mí —había menos de un palmo de distancia— y por lo tanto no tuve tiempo de sacar la pistola. Me agarró con una fuerza que encontré asombrosa, obligándome a dar un paso atrás, y luego me empujó con violencia. Por un instante vacilé al borde de la plataforma, manoteando el aire; después caí.

Sin duda en Urth me habría partido el cuello. Pero la lentitud de la caída no alivió en absoluto mi terror. Vi el techo y la plataforma girando arriba. Aunque sabía que iba a caer de espaldas, con la columna y el cráneo soportando el golpe, no lograba darme vuelta. Busqué algún asidero y mi imaginación conjuró ferviente, febrilmente el volador estay del foque. Las cuatro caras que se inclinaban hacia mí —la visera del yelmo de Sidero, las mejillas de tiza de Idas, la sonrisa de Purn, los rasgos bellos y brutales de Gunnie— parecían máscaras de pesadilla. Y seguro que ningún infeliz arrojado de la Torre de la Campana tuvo nunca tanto tiempo para contemplar su propia destrucción.

Golpeé con un impacto que me cortó el aliento. Durante cien o más latidos estuve tendido, boqueando como cuando volví por fin al interior de la nave. Poco a poco me di cuenta de que, aunque en verdad había sufrido una caída, no estaba peor que si me hubiera caído de mi cama a la alfombra en un sueño maligno de Tifón. Me senté y no me descubrí ningún hueso roto.

Fardos de papel me habían hecho de alfombra, y pensé que Sidero tenía que saber que estaban allí y yo no iba a lastimarme. Entonces vi junto a mí un mecanismo fantásticamente ladeado, erizado de manijas y palancas.

Me puse en pie. Lejos, arriba, la plataforma estaba vacía y habían cerrado la puerta que llevaba al pasillo. Busqué la escalerilla, de la que alcancé a ver unos peldaños detrás del mecanismo. Lo bordeé, obstruido por el desorden de los fardos (como los habían atado con sisal y algunos hilos se habían roto, resbalé sobre documentos como si me deslizara sobre nieve) pero muy ayudado por la levedad de mi cuerpo.

Atento como estaba a dónde apoyar los pies, no vi lo que tenía delante hasta que de hecho me encontré mirando un rostro ciego.

III — La cabina

Llevé la mano a la pistola; casi sin darme cuenta me encontré esgrimiéndola. La hirsuta criatura no parecía diferente de la encorvada silueta de la salamandra que por poco me había quemado vivo en Thrax. Yo esperaba que se alzara en dos patas y revelara un corazón ardiente.

No lo hizo, y tardé demasiado en disparar. Por un momento aguardamos inmóviles; luego la criatura huyó, a cuatro patas y saltando entre las cajas y los barriles como un cachorro torpe persiguiendo la viva pelota que era ella misma. Con el vil instinto que hay en todo hombre de matar cualquier cosa que lo asuste, disparé. El haz —mortal todavía, aunque lo hubiera reducido al mínimo para sellar el cofre de plomo hendió el aire y dio en un lingote de aspecto sólido haciéndolo sonar como un gong. Pero la criatura, fuera lo que fuese, estaba al menos a doce anas y un momento después desaparecía tras una estatua envuelta en vendas protectoras.

Alguien gritó, y creí reconocer la bronca voz de contralto de Gunnie. Se oyó algo que parecía el canto de una flecha y luego un alarido de otra garganta.

La criatura hirsuta reapareció dando saltos, pero esta vez yo me había recuperado y no disparé. Apareció Purn y disparó su carabina, balanceándola como un arma de caza. En vez del rayo que yo esperaba proyectó una cuerda, algo rápido y flexible que a la extraña luz parecía negro y volaba con el canto singular que yo había oído un momento atrás.

La cuerda negra dio en la criatura hirsuta y la envolvió con una o dos vueltas, sin producir en apariencia otro resultado. Purn dio un grito y saltó como una cigarra. A mí no se me había ocurrido que en ese vasto lugar yo también podía saltar como en cubierta, pero ahora lo imité (sobre todo porque no quería perder contacto con Sidero antes de vengarme) y poco me faltó para abrirme la cabeza contra el techo.

Mientras estaba en el aire, con todo, tuve una vista magnífica de la bodega. La criatura hirsuta, que bajo el sol de Urth podría haber sido leonada, rayada de negro, saltaba con una energía frenética; yo aún estaba mirándola cuando la carabina de Sidero la manchó todavía más. Casi encima de ella estaba Purn, e Idas y Gunnie, que disparaba sin dejar de correr, a grandes saltos, de cumbre a cumbre entre el amasijo de la carga.

Me dejé caer cerca de ellos y trepé inestablemente a la abertura de una carronada de montaña. Apenas había visto a la criatura hirsuta gateando hacia mí cuando saltó casi hasta mis brazos. Digo «casi» porque en realidad no la agarré, y sin duda ella tampoco. De todos modos quedamos unidos: las cuerdas negras se adherían tanto a mi ropa como a las lisas tiras (ni piel ni plumas) de la criatura.

Un momento después de que cayéramos de la carronada, descubrí otra propiedad de las cuerdas: si uno las estiraba, se contraían después hasta una longitud menor que la precedente y apretaban con más fuerza. Pugné por liberarme y me encontré más maniatado que nunca, circunstancia ésta que a Gunnie y Purn les resultó altamente divertida.

Sidero cruzó nuevas cuerdas sobre la criatura hirsuta y le dijo a Gunnie que me desatase, cosa que ella hizo usando la daga.

—Gracias —dije.

—Pasa siempre —dijo ella—. Una vez yo me quedé pegada así a una cesta. No hay que preocuparse.

Conducidos por Sidero, Purn e Idas ya se llevaban a la criatura. Me levanté.

—Me temo que he perdido la costumbre de que se rían de mí.

—¿Alguna vez la tuviste? No parece.

—Cuando era aprendiz. De los más jóvenes se reía todo el mundo, sobre todo los aprendices mayores.

Gunnie se encogió de hombros.

—Si lo piensas, la mitad de las cosas que hace la gente son siempre graciosas. Es como dormir con la boca abierta. Si eres comisario de intendencia nadie se ríe. Pero si no, hasta tu mejor amigo te mete una bola de pelusa. Esas no intentes quitártelas.

Las cuerdas negras se habían adherido al pelo de mi camisa de terciopelo y yo las había estado arrancando.

—Tendría que llevar un cuchillo —dije.

—¿O sea que no lo llevas? —Me miró compasivamente, los ojos grandes, oscuros y suaves como los de cualquier vaca.— Pero todo el mundo debe tener un cuchillo.

—Antes llevaba una espada —dije—. Después de un tiempo la dejé, salvo para las ceremonias. Cuando salía de mi camarote pensé que era más adecuada una pistola.

—Para la lucha. ¿Pero cuánto tiene que luchar un hombre con tu aspecto? —Dio un paso atrás para mirarme.— No creo que haya muchos que te den problemas.

Lo cierto es que, con aquellas botas de suela gruesa, ella era alta como yo. También parecía pesar lo mismo en todas las partes donde mujeres y hombres tienen peso: los huesos estaban revestidos de verdaderos músculos, y encima había una buena cantidad de grasa.

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