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Gene Wolfe: La Urth del Sol Nuevo

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Gene Wolfe La Urth del Sol Nuevo
  • Название:
    La Urth del Sol Nuevo
  • Автор:
  • Издательство:
    Ediciones Minotauro
  • Жанр:
  • Год:
    1996
  • Город:
    Buenos Aires
  • Язык:
    Испанский
  • ISBN:
    84-450-7145-9
  • Рейтинг книги:
    4 / 5
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La Urth del Sol Nuevo: краткое содержание, описание и аннотация

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`Severian se ha convertido al fin en el Autarca de la Mancomunidad y está a punto de emprender un viaje a las estrellas en una nave de los hieródulos. El resultado de este viaje —que es también un viaje por el tiempo en el que Severian visita distintos lugares y épocas y se encuentra con personajes del presente y del futuro— determinará el destino de Urth. Si Severian obtiene un juicio favorable los extraterrestres transformarán el Sol viejo en un agujero blanco que dará nueva vida a Urth.

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O el principio. Si era el principio, ese resplandeciente anillo de estrellas era la dispersión de los soles jóvenes y el único anillo verdaderamente mágico que este universo conocería nunca. Saludándolos, grité de alegría aunque nadie me oyera salvo el Increado y yo.

Recogí la capa y saqué el cofre de plomo; y con las dos manos levanté el cofre por encima de la cabeza; y lo arrojé, alborozado lo arrojé lejos de mi inadvertida capa de aire, de los linderos de la nave, del universo que el cofre y yo habíamos conocido, hacia la nueva creación como ofrenda final de la vieja.

En el acto mi destino me aferró para lanzarme de espaldas. No directamente en caída a la cubierta de donde había partido, lo cual podría haberme matado, sino hacia abajo y adelante, de modo que fui pasando entre los mástiles. Estiré el cuello para ver el siguiente: era el último. De haber estado una ana o dos a la derecha, me habría roto el cráneo contra la punta. Pero en vez de eso pasé como un rayo entre el mastelero y el amantillo, con los brioles muy lejos de mí. Iba más rápido que la nave.

Enormemente lejano y en un ángulo por completo diferente, apareció otro de los incontables mástiles. Las velas le brotaban como hojas de un árbol; y ahora no eran las conocidas velas rectangulares sino unos raros triángulos. Por un momento pareció que también me adelantaría a ese mástil, y luego que iba chocar con él. Frenéticamente me agarré al estay del foque.

Ondulé alrededor del cable como una bandera en un viento voluble. Me aferré un tiempo al cable frío y lacerante, resollando, y luego, con toda la fuerza de mis brazos, descendí por el bauprés, porque ese palo final era el bauprés, claro. Creo que no me hubiese importado estrellarme contra la proa; no quería otra cosa que tocar el casco, donde fuera y como fuera.

En vez de eso di contra una vela de estay y empecé a resbalar por su inmensa superficie plateada. Y era una superficie por cierto, y parecía mera superficie, con menos cuerpo que un susurro, casi algo hecho de luz. Me volvió de costado, me hizo girar y me envió a la cubierta, rodando a tropezones como una hoja al viento.

O mejor dicho a alguna cubierta, pues nunca he estado seguro de que la cubierta a la que volví fuera la que había dejado. Allí me tendí procurando recuperar el aliento, la pierna coja en agonía; sujeto apenas por la atracción de la nave.

Mi frenético boqueo no cesaba ni disminuía; y tras un centenar de resuellos me di cuenta de que la capa de aire era incapaz de mantenerme con vida mucho más. Luché por levantarme. Aunque estaba medio sofocado, fue increíblemente fácil: por poco salgo de nuevo hacia arriba. A sólo una cadena había un escotillón. Me tambaleé hasta alcanzarlo, lo abrí con el último resto de fuerza y lo cerré detrás de mí. La puerta de dentro pareció abrirse casi sola.

En seguida se me renovó el aire, como si en una celda hedionda hubiera entrado una joven brisa. Para acelerar el proceso, mientras bajaba por la pasarela me quité el collar y me paré un momento a respirar el aire fresco y tibio, apenas consciente de dónde estaba, salvo por la bendita certeza de encontrarme otra vez en la nave y no naufragando entre sus velas.

La pasarela, angosta y clara, estaba penosamente iluminada por luces azules que se arrastraban despacio por las paredes y el techo, parpadeando y en apariencia espiando el corredor sin ser parte de él.

Nada me escapa a la memoria a menos que esté inconsciente o poco menos; recordaba cada uno de los pasillos que había entre mi camarote y la compuerta por donde había salido, y ninguno era éste. La mayoría estaban decorados como los estudios de los castillos, con cuadros y suelos pulidos. Allí la madera castaña de la cubierta dejaba paso a un alfombrado verde como hierba que alzaba minúsculos dientes para aferrarme las suelas de las botas; tuve la impresión de que las hojitas verdiazules eran verdaderas navajas.

Así pues me vi ante una decisión, y una decisión que no me regocijaba. A mi espalda estaba la compuerta. Podía salir de nuevo y de cubierta en cubierta buscar mi zona de la nave. O seguir por el pasillo angosto y buscar por dentro. Esta alternativa tenía la inmensa desventaja de que en el interior sería fácil perderme. Y sin embargo, ¿podía ser peor que perderme entre los cordajes, como antes, o en el infinito espacio entre soles, como había estado a punto de ocurrirme?

Estuve allí vacilando hasta que oí voces. Me recordaron que todavía llevaba la capa ridículamente atada a la cintura. La desaté, y acababa de hacerlo cuando apareció la gente cuyas voces había oído.

Iban todos armados, pero allí terminaban las semejanzas. Uno parecía un hombre bastante corriente, de los que uno habría visto cualquier día en los muelles de Nessus; otro de una raza que yo no había encontrado en todos mis viajes, alto como un exultante y con la piel no del marrón rosado que nos complace llamar blanco, sino realmente blanca, como la espuma, y coronada por un pelo blanco también. La tercera era una mujer, apenas más baja que yo y de miembros más gruesos que cualquiera que yo hubiera visto. Detrás de ellos, dando casi la impresión de impulsarlos, había una figura que habría podido ser la de un hombre imponente con armadura completa.

Creo que si se los hubiese permitido habrían pasado junto a mí sin decir palabra, pero me planté en medio del corredor y expliqué mi situación.

—Ya he informado —dijo la silueta con armadura—. Alguien vendrá a buscarte, o me ordenarán que te acompañe. Entretanto has de venir conmigo.

—¿Adónde vas? —pregunté, pero mientras hablaba él se alejó, haciendo un gesto a los dos hombres.

—Ven —dijo la mujer, y me besó. No fue un beso largo pero parecía encerrar una pasión turbulenta. Me tomó del brazo apretándolo con una fuerza de hombre.

El marinero común (que en realidad no era nada común, porque tenía un rostro alegre y bastante hermoso y el pelo rubio de los sureños) me dijo entonces: —Tendrás que venir o no sabrán dónde buscarte, si es que te buscan, lo que quizá no estaría mal. —Habló por encima del hombro, andando, y la mujer y yo lo seguimos.

El de pelo blanco dijo: —Quizá puedas ayudarme.

Supuse que me había reconocido; y, como sentía necesidad de reclutar todos los aliados posibles, le dije que haría lo que pudiese.

—Por el amor de las Danaides, cállate —le dijo la mujer. Y luego a mí—: ¿Estás armado?

Le mostré la pistola.

—Aquí dentro deberás tener cuidado con eso. ¿La puedes poner al mínimo?

—Ya lo he hecho.

Ella y los demás llevaban carabinas, armas muy parecidas a los fusiles pero de caja más corta y gruesa y cañón más fino. En el cinturón le vi una daga puntiaguda; los dos hombres tenían bolos, cuchillos de selva de hoja corta, ancha y pesada.

—Me llamo Purn —me dijo el rubio.

—Severian.

Me tendió la mano y la estreché: una mano de marino, grande, áspera y musculosa.

—Ella es Gunnie…

—Burgundofara —dijo la mujer.

—Nosotros la llamamos Gunnie. Y él es Idas. —Señaló al de pelo blanco.

El hombre con armadura estaba detrás de nosotros mirando al fondo del pasillo, y exclamó abruptamente: —¡Silencio!

Yo nunca había visto a nadie capaz de girar tanto la cabeza. —¿Cómo se llama? —le pregunté a Purn.

Me contestó Gunnie: —Sidero. —De los tres, era la que parecía tenerle menos miedo.

—¿Adónde nos lleva?

Sidero pasó galopando a nuestro lado y abrió una puerta.

—Aquí. Éste es un buen lugar. Nuestra confianza es grande. Manteneos separados. Yo estaré en el centro. Si no os atacan no hagáis daño. Las señas, vocales.

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