Pronto llegaría el alba.
La primera luz del sol me llegó desde las colinas del Este. Tomé la posición del sol poniente y miré la punta de luz dorada que iba agrandándose por el horizonte. Bebía el aliento del sol. Mis ojos eran conductores. La llama engordaba para ellos en el laberinto de mi cuerpo. Tenía un control total, orientaba aquella maravillosa luz hacia mis pulmones, bazo, hígado, rótula derecha. El sol sobrepasó la línea del horizonte y se convirtió en un globo perfecto mientras se convertía en oro el rojo amanecer y yo me impregnaba hasta la saturación del estallido de la mañana.
Con aquel estado de éxtasis tomé finalmente el camino del Monasterio de los Cráneos. Mientras me acercaba a la entrada vi una silueta surgir del subterráneo: Timothy. Había vuelto a ponerse, ignoro cómo, su ropa de calle. Su rostro estaba duro y tenso, mandíbulas crispadas, mirada atormentada. Cuando me vio, arqueó las cejas y escupió. Haciendo caso omiso de mi presencia, continuó su camino rápidamente dirigiéndose hacia el sendero que llevaba al desierto.
—¡Timothy!
No se inmutó.
—¡Timothy! ¿A dónde vas? Contéstame, Timothy.
Se volvió con una mirada de desprecio glacial y me dijo:
—Me largo. ¿Qué haces tú aquí tan temprano?
—No puedes irte.
—¿Cómo que no puedo?
—Romperás el Receptáculo.
—Tu Receptáculo me importa un bledo. ¿Crees que voy a pasar el resto de mi vida en esa institución para débiles mentales? —sacudió la cabeza. Después dulcificó su expresión y añadió—: Recapacita, Eli. Intentas vivir un sueño. Esto no saldrá bien. Debemos volver a la realidad.
—No.
—Para los otros dos ya es demasiado tarde, pero tú todavía eres capaz de pensar racionalmente. Podemos comer en Phoenix, y tomar el primer avión hacia Nueva York.
—No.
—Es tu última oportunidad.
—No, Timothy.
Se encogió de hombros y dio media vuelta.
—Como quieras. Quédate con esos chiflados. Yo ya estoy harto. ¡Más que harto!
Quedé clavado en el suelo mientras Timothy cruzaba el claro, pasó entre dos pequeños cráneos de piedra, medio hundidos en la arena y se alejó por el sendero. No había forma de convencerle para que se quedara. Era inevitable, lo fue desde un principio. Timothy no era como nosotros, le faltaban nuestros traumas y nuestras motivaciones, nada hubiera podido persuadirle de la necesidad de someterse a la Prueba hasta el final. Durante un largo momento, examiné mis posibles opciones, volví a buscar la comunicación con las fuerzas que guiaban al Receptáculo. Pregunté si había llegado el momento y me dijeron: «Sí, el momento ha llegado». Empecé a correr detrás de Timothy. Cuando llegué a la línea de cráneos, me arrodillé rápidamente y recogí uno de la arena, necesité las dos manos para transportarlo, pesaba por lo menos diez o quince kilos, y, reanudando mi carrera, alcancé a Timothy justo en el sitio donde empezaba el sendero. Con un solo movimiento ágil, levanté el cráneo de piedra y lo llevé con todas mis fuerzas contra su nuca. A través del basalto, mis dedos recibieron una sensación de huesos rotos. Se derrumbó sin un grito. El Cráneo quedó manchado de sangre. Lo solté y quedó enderezado en el mismo sitio en que cayó. El pelo rubio de Timothy estaba manchado de rojo, que se extendía con sorprendente rapidez. Me dije a mí mismo que necesitaba testigos para poder proceder a los ritos necesarios. Giré hacia el monasterio. Mis testigos ya estaban allí. Ned, completamente desnudo, y el hermano Antony, con sus vaqueros descoloridos, estaban a la entrada del edificio. Anduve hasta ellos. Ned sacudió lentamente la cabeza; lo había visto todo. Me arrodillé ante el hermano Antony. Posó su fría mano sobre mi frente diciendo dulcemente:
—Así es el Noveno Misterio: que el precio de una vida sea exigido a cambio de otra vida. Sabed, ¡oh, nobles nacidos!, que cada eternidad debe compensarse con una extinción —luego añadió—: De la misma forma que por el hecho de nuestra vida morimos cada día, por el hecho de nuestra muerte viviremos eternamente.
Intenté pedirle a Oliver que nos ayudara a enterrar a Timothy, pero permanecía cabizbajo en su habitación, como Aquiles en su tienda, así que todo el trabajo recayó sobre Eli y sobre mí. Oliver se negaba a abrir la puerta; ni siquiera un gruñido saludó mis insistentes golpes. Le dejé y fui a reunirme con el grupo que esperaba frente al monasterio. Eli, de pie al lado del cuerpo, tenía un aspecto seráfico, transfigurado. Su rostro estaba rojo y su cuerpo relucía a la luz de la mañana a causa del sudor.
A su lado había cuatro hermanos, los cuatro Guardianes: el hermano Antony, el hermano Miklos, el hermano Javier y el hermano Franz. Estaban serenos y parecían satisfechos por lo que había pasado. El hermano Franz había traído las herramientas de enterrador, picos y palas. El cementerio, nos comunicó el hermano Antony, estaba en el desierto, no muy lejos de allí.
Tal vez por razones de pureza ritual, los hermanos se negaban a tocar el cuerpo. Tenía mis dudas de que Eli y yo fuéramos capaces de transportarlo más de una decena de metros, pero Eli no parecía preocupado por aquello. Se arrodilló, cruzó los pies de Timothy uno sobre otro y pasó su cabeza entre las pantorrillas, luego me indicó que le levantara por el medio. ¡Hop! Alzamos aquella inerte masa de cien kilos titubeando un poco. El hermano Antony presidía el cortejo, mal que bien, nos dirigimos hacia el cementerio, mientras los demás hermanos nos seguían a distancia.
Aunque el amanecer estaba todavía cerca, el sol era ya implacable, y el esfuerzo de transportar aquella terrible carga a través del brumoso calor brillante del desierto, me sumergió en un estado casi alucinatorio. Tenía dilatados los poros, las rodillas dobladas, mi mirada se nublaba. Sentía algo así como una mano agarrándome la garganta. Entré en un «trip» en que volví a ver todas las escenas del gran momento de Eli a cámara lenta, la cámara se paraba a intervalos críticos. Vi a Eli corriendo, a Eli recogiendo el pesado bloque de basalto. Eli persiguiendo nuevamente a Tímothy, alcanzándole, estirándose como un lanzador de peso, los músculos de su lado derecho tomaron un extraordinario relieve, el brazo se lanzaba hacia adelante con una soltura majestuosa, llevando con precisión el pesado cráneo de piedra contra el más frágil de Timothy, que estalló. Timothy derrumbándose, cayendo inerte. Y todo aquello recomenzaba. Otra vez. Otra vez. Otra vez. La persecución, el ataque, el impacto, en una película sin fin desarrollándose en mi cerebro. En medio de aquellas imágenes a cámara lenta se interponían otras, como fantasmas de gasa: el asombrado rostro de Lee Harvey Oswald cuando Jack Ruby se acercó a él, el cuerpo retorcido de Bobby Kennedy sobre el suelo de la cocina, las cabezas cortadas de Mishima y sus compañeros alineados en el despacho del general, un soldado romano atravesando con su lanza la silueta en la cruz, el hongo desplegando sus venenosos colores sobre el cielo de Hiroshima. Y otra vez Eli, otra vez en primer plano la trayectoria del antiguo objeto, otra vez el impacto. El tiempo se detiene. La poesía de la estática. Tropecé, casi caí, la belleza de aquellas imágenes me sostuvo irrigando mis crujientes articulaciones, infundiendo nueva fuerza a mis músculos de forma que conseguía, por lo menos, mantenerme en pie, portador titubeante y diligente del despojo mortal. De la misma forma que por el hecho de nuestra vida morimos cada día, por el hecho de nuestra muerte viviremos eternamente.
—Hemos llegado —declaró el hermano Antony.
¿Era aquello el cementerio? No veía ni tumbas ni ningún tipo de señal. Las plantas bajas de hojas grises del árido desierto brotaban al azar sobre un terreno vacío. Pero, mirando más atentamente, mis percepciones estaban extrañamente intensificadas debido al agotamiento, reconocía algunas irregularidades del terreno, un lugar parecía unos centímetros más hundido, otro parecía alzado, como si la superficie hubiera conocido algunos cambios. Posamos en el suelo el cuerpo de Timothy cuidadosamente. Una vez liberado de la carga, tuve la impresión de que mi propio cuerpo flotaba, de que iba verdaderamente a elevarse sobre el suelo. Mis piernas temblaban y mis brazos se levantaban solos hasta los hombros. El respiro fue corto. El hermano Franz nos tendió las herramientas y empezamos a cavar la tumba. Solamente él nos prestó su mano de obra, los otros guardianes se mantenían al margen, inmóviles, distantes, como estatuillas votivas. El suelo estaba rugoso, había perdido sin duda todo poder de unión bajo la acción, durante millones de años, del sol de Arizona. Cavamos como esclavos, como hormigas, como máquinas; hundo, levanto, hundo, levanto, hundo, levanto, cavando cada uno su pequeña fosa, y haciendo después unirse a las tres. A veces, invadíamos el terreno de otro, y a Eli le faltó poco para empalar mi pie desnudo con su pico. Pero por fin acabamos el trabajo. Quedó una fosa grande de unos dos metros de largo, un metro cincuenta de ancho y un metro cincuenta de profundidad, abierta a nuestros pies.
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