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Gene Wolfe: La espada del Lictor

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Gene Wolfe La espada del Lictor
  • Название:
    La espada del Lictor
  • Автор:
  • Издательство:
    Minotauro
  • Жанр:
  • Год:
    1993
  • Город:
    Barcelona
  • Язык:
    Испанский
  • ISBN:
    84-450-7143-2
  • Рейтинг книги:
    5 / 5
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La espada del Lictor: краткое содержание, описание и аннотация

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Severian, desterrado por el “pecado” de misericordia, ha llegado a Thrax, la Ciudad de los Cuartos sin Ventanas, y se prepara para desempeñar el papel, a menudo desagradable, de funcionario del gobierno. Los acontecimientos perturbadores se precipitan. Dorcas deja a Severian y vuelve al Lago de los Pájaros. Severian es perseguido por una bestia mortífera. Ha empezado a cuestionarse su oficio de torturador y al fin deja libre a una mujer y escapa de la ciudad. Ya en las montañas sobrevive a otro encuentro con Agia, que pretende vengar la muerte de su hermano, y sigue huyendo en compañía de un niño, huérfano a causa de un alzabo. Más tarde, en una ciudad desierta, la Garra revive a un hombre que había sido enemigo del Conciliador. El niño muere, pero Severian mata al hombre, reparando de este modo una antigua deuda de venganza. Severian se une entonces a las gentes de las islas flotantes, y los ayuda a atacar el castillo donde volverá a encontrarse con Calveros y el doctor Talos.

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Luego le agradecí que me hubiera prestado la chilaba, y le aclaré que ya no la necesitaría otra vez. —Puede usarla cuando quiera, Lictor. Pero no es eso lo que me trae. Quería sugerirle que cuando baje a la ciudad lleve un par de clavígeros.

—Gracias —dije—. Pero no falta policía, y no correré riesgos.

El sargento carraspeó.

—Se trata del prestigio de la Víncula, Lictor. Como comandante, debería llevar escolta.

Advertí que estaba mintiendo, pero también que mentía por lo que consideraba mi bien, así que dije: —Lo pensaré, siempre y cuando disponga usted de dos hombres presentables.

Al instante se animó.

—De todos modos —continué—, no quiero que lleven armas. Voy al palacio, y llegar con una guardia armada sería una ofensa para nuestro señor el arconte.

Entonces el sargento se puso a balbucear, y me volví hacia él como si estuviera furioso, arrojando al suelo la madera astillada.

—¡Dígalo de una vez! Piensa que estoy amenazado. ¿Es eso?

—Nada, Lictor. Nada que le concierna particularmente. Sólo que…

—¿Qué? —Sabiendo que ahora iba a hablar, fui hasta el bufete y serví dos copas de rosoli.

—En la ciudad ha habido varios asesinatos, Lictor. Tres anoche, dos anteanoche. Gracias, Lictor. A su salud.

—A la suya. Pero los asesinatos no son algo insólito, ¿verdad? Los eclécticos se pasan la vida apuñalándose unos a otros.

—A estos hombres los quemaron, Lictor. Yo realmente no sé mucho del asunto… Parece que nadie supiera. Posiblemente usted sepa más. —La cara del sargento no era más inexpresiva que un grabado de piedra tosca y marrón; pero vi que al hablar echaba una rápida mirada al hogar frío, y supe que atribuía mi gesto de romper varillas (las varillas que, aunque tan ásperas y secas en mis manos, yo no había sentido hasta mucho después de que él entrase, tal como Abdiesus no había comprendido, quizá, que estaba contemplando su propia muerte sino cuando ya hacía tiempo que yo lo observaba) a algo, algún secreto oscuro que el arconte me había impartido, cuando en realidad no era más que el recuerdo de Dorcas y su desesperación y de la niña mendiga, que yo confundía con ella. El dijo:— Fuera tengo preparados dos buenos hombres. Lo acompañarán a donde usted quiera y lo esperarán hasta que decida volver.

Le dije que eso estaba muy bien y dio media vuelta en seguida, como para que yo no imaginara, o creyera, que sabía más de lo que me había informado; pero esos hombros rígidos y ese cuello endurecido, y los pasos rápidos con que avanzó hacia la puerta, transmitían más información que la que sus ojos de piedra habrían podido transmitir nunca.

Mis escoltas eran hombres fornidos, elegidos por su fuerza. Blandiendo las grandes clavas de hierro me acompañaron por las calles ondulantes, mientras yo llevaba TerminusEst al hombro, caminando a mi lado cuando el ancho del camino lo permitía, delante o detrás de mí cuando no. A orillas del Acis los despedí, fortaleciendo sus deseos de dejarme con el anuncio de que tenían permiso para pasar el resto de la velada como se les ocurriese, y alquilé un caique pequeño y angosto (con un dosel alegremente pintado, que transcurrida ya la última guardia diurna, yo no necesitaba) para que me llevara río arriba hasta el palacio.

Era la primera vez que realmente navegaba por el Acis. Sentado a popa, entre el patrón-timonel y sus cuatro remeros, con el río helado y transparente corriendo tan cerca que yo habría podido hundir las manos en el agua, parecía imposible que ese frágil caparazón de madera, que desde la tronera de nuestra torre habría parecido apenas un insecto bailoteante, tuviera esperanzas de avanzar un palmo contra la corriente. Entonces el timonel dijo algo y zarpamos; ciñéndonos a la orilla, cierto, pero casi por encima del río como una piedra arrojada, tan rápidos y perfectamente coordinados eran los golpes de los ocho remos y tan ligeros y estrechos y suaves éramos nosotros, viajando más por el aire que por el agua. Un farol pentagonal con paneles de vidrio de amatista colgaba del toldo de popa; justo cuando, en mi ignorancia, creí que la corriente estaba a punto de envolvernos, hacernos volcar y enviarnos zozobrando hacia el Capulus, el timonel soltó la caña y encendió la mecha del farol.

Él había calculado bien, por supuesto, y yo mal. Mientras la puertecita de la linterna se cerraba sobre la llama amarillo-manteca que lanzaba rayos violáceos, un remolino nos atrapó y nos hizo virar, nos lanzó cien o más pasos corriente arriba mientras los galeotes desarmaban los remos, y nos depositó en una bahía en miniatura serena como una alberca y medio llena de festivas barcas de recreo. Una escalera acuática, muy parecida a la que había pisado de niño para zambullirme en el Gyoll pero mucho más limpia, surgía de lo hondo del río para subir a las brillantes antorchas y elaborados pórticos de los jardines del palacio.

Yo había visto muchas veces el edificio desde la Víncula, y por eso sabía que no era la estructura subterránea modelada a imagen de la Casa Absoluta que de otro modo hubiese esperado. Tampoco era una fortaleza lóbrega como nuestra Ciudadela; al parecer el arconte y sus predecesores habían considerado que los baluartes del castillo de Acies y el Capulus, ligados doblemente por los muros y defensas que recorrían las crestas de los acantilados, eran bastante seguros como para mantener la ciudad a salvo. Aquí las murallas eran meros setos de boj destinados a excluir las miradas curiosas y quizá frenar a eventuales ladrones. Esparcidos por un parque de aspecto íntimo y colorido había construcciones con cúpulas doradas; desde la tronera se parecían mucho a peridotos caídos de un collar sobre las figuras de una alfombra.

En los portales filigranados había centinelas, desmontados jinetes con corselete y casco de acero, con lanzas refulgentes y espadas de caballería de larga hoja; pero tenían un aire de actores aficionados y subalternos, de hombres afables y recios que gozaban de un respiro entre persecuciones y patrullas hostigadas por el viento. La pareja a la cual mostré mi disco de papel pintado apenas le echó un vistazo antes de darme paso con una seña.

V — Cyriaca

Fui uno de los primeros invitados en llegar. Había más sirvientes ajetreados que máscaras, sirvientes que daban la impresión de haber empezado a trabajar sólo un momento antes, decididos a acabar en seguida. Encendían candelabros con lentes de cristal y coronas lucis colgadas de las ramas superiores de los árboles, sacaban bandejas de comida y bebida, las posaban, las cambiaban de lugar, luego las llevaban de vuelta a uno de los edificios abovedados; y aunque había un sirviente encargado de cada una de estas tareas, de vez en cuando (sin duda porque algo distinto atareaba a los otros) uno solo llevaba a cabo las tres.

Durante un rato vagué por los jardines, admirando las flores en esa luz crepuscular que rápidamente se apagaba. Luego, al observar que había gente disfrazada entre los pilares de un pabellón, entré a juntarme con ella.

Ya he descrito lo que podía ser una reunión así en la Casa Absoluta. Aquí, donde la sociedad era enteramente provinciana, la atmósfera parecía casi infantil: niños que jugaban con la ropa vieja de sus padres; vi hombres y mujeres vestidos de autóctonos, con manchas bermejas y pinceladas de blanco en la cara, y hasta un hombre que vestía de autóctono pese a que lo era, con un traje ni más ni menos auténtico que los otros, de modo que me sentí inclinado a reírme de él hasta que comprendí que aunque sólo él y yo lo sabíamos, este disfraz era en verdad el más original de todos, como si alguien se hubiera disfrazado de ciudadano de Thrax. En torno a todos esos autóctonos, reales y autoimaginados, había una cantidad de figuras no menos absurdas: oficiales vestidos de mujeres y mujeres vestidas de soldados, eclécticos fraudulentos como los autóctonos, gimnosofistas, nuncios y sus acólitos, eremitas, eidólones, zoántropos medio animales y medio humanos, y deodantes y remontados en harapos pintorescos, con los ojos salvajemente pintados.

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