—¿Lo ayudó la Garra? —pregunté—. Si no, tal vez lo ayude si la manejo yo. En poco tiempo ha hecho para mí más cosas que en muchos años para las Peregrinas.
Como la cara de Calveros no daba señas de comprensión, el doctor Talos dijo: —Habla de la gema que enviaron los pescadores. Se supone que obra curas milagrosas.
Al oír eso Ossipago volvió por fin la cara hacia nosotros.
—Qué interesante. ¿La tiene usted aquí? ¿Podemos verla?
La mirada del doctor se movió ansiosamente de la inexpresiva máscara del cacógeno a la cara de Calveros, y de ésta a la otra, mientras decía:
—Por favor, sus señorías, no es nada. Un fragmento de corindón.
Desde que yo había entrado en ese nivel de la torre, ninguno de los cacógenos se había desplazado más de un codo; ahora Ossipago cruzó hasta mi silla con cortos pasos de pato. Tuve que haber retrocedido, porque dijo:
—No tiene que temerme, aunque hacemos mucho mal a los de su clase. Quiero saber sobre esa Garra, que según nos dice el homúnculo es sólo un espécimen mineral.
Al oírle decir eso temí que él y sus compañeros le quitaran la Garra a Calveros y se la llevaran a su hogar más allá del vacío, pero razoné que no podían hacerlo a menos que lo obligaran a mostrarla, y que entonces yo tendría la posibilidad de apoderarme de ella, lo que en caso contrario podría no ocurrir. Así pues, le conté a Ossipago todo lo que había logrado la Garra mientras había estado en mi custodia: le hablé del ulano de la carretera, y de los hombresmono, y de todos los ejemplos de su poder que aquí ya he referido. A medida que hablaba, la cara del gigante se iba poniendo más rígida, y la del doctor, me pareció, más ansiosa.
Cuando acabé, Ossipago dijo:
—Y ahora debemos ver la maravilla en sí. Tráiganla, por favor. —Y Calveros se levantó y cruzó a zancadas la vasta estancia, haciendo que con su tamaño las máquinas parecieran meros juguetes, y al fin abrió el cajón de una mesita de tablero blanco y sacó la gema. Yo nunca la había visto tan apagada como en la mano de él; habría podido ser un trozo de vidrio azul.
El cacógeno la recibió y la sostuvo levantando el guante pintado, aunque no alzó la cara para mirarla como hubiera hecho un hombre. Allí pareció captar la luz de las lámparas amarillas que brotaba de arriba, y en esa luz despidió un relampagueo azul.
—Muy hermosa —dijo Ossipago—. Y muy interesante, si bien no puede haber realizado las hazañas que se le atribuyen.
—Obviamente —cantó Famulimus, e hizo otro de esos ademanes que tanto me recordaban las estatuas de los jardines del Autarca.
—Es mía —le dije—. La gente de la costa me la quitó por la fuerza. ¿Puede devolvérmela?
—Si es suya —dijo Barbatus—, ¿de dónde la sacó? Inicié la labor de describir mi encuentro con Agia y la destrucción del altar de las Peregrinas, pero me cortó en seco.
—Pura especulación. Ni usted vio esta joya en el altar, ni sintió la mano de la mujer que se la daba, si es que realmente lo hizo. ¿De dónde la sacó?
—La encontré en un compartimiento de mi alforja. —Me pareció que no había nada más que decir. Barbatus se volvió como si se sintiera decepcionado.
—Yusted… —Miró hacia Calveros.— La joya la tiene ahora Ossipago, que la obtuvo de usted. ¿Usted de dónde la sacó?
—Ya me ha visto —gruñó Calveros—. Del cajón de esa mesa.
El cacógeno asintió moviéndose la máscara con las manos.
—Comprenderá pues, Severian, que el reclamo de él es tan bueno como el suyo.
—Pero la gema es mía y no de él.
—No es tarea nuestra mediar entre ustedes; deben zanjarlo cuando nos marchemos. Pero por curiosidad, que atormenta aun a criaturas tan raras como ustedes nos creen…, ¿la conservará usted, Calveros?
El gigante sacudió la cabeza. —Yo no tendría en mi laboratorio tamaño monumento a la superstición. —Entonces no tendría que ser difícil concretar un acuerdo —declaró Barbatus—. Severian, ¿le gustaría ver cómo despega nuestra nave? Calveros siempre viene a vernos partir, y aunque él no es de los que se extasían con vistas artificiales o naturales, yo opinaría que es algo digno de verse. —Se volvió, ajustándose la túnica blanca.
—Venerables hieródulos —le dije—. Me agradaría muchísimo verlo, pero antes de que partan quiero hacerles una pregunta. Cuando llegué, dijeron que no había para ustedes alegría mayor que saludarme, y se arrodillaron. ¿Fue eso lo que quisieron decir, o algo similar? ¿No me tomaron por otro?
No bien el cacógeno había hablado de partir, Calveros y el doctor Talos se habían puesto de pie. Ahora, aunque Famulimus se quedó para escuchar mis preguntas, los otros habían empezado a salir; Barbatus iba subiendo la escalera que llevaba al nivel de arriba, seguido no muy de lejos por Ossipago, que aún llevaba la Garra.
Yo también eché a caminar, porque temía que me separaran de ella, y Famulimus caminó conmigo.
—Aunque ahora no haya pasado nuestra prueba, no quise decir menos de lo que le dije. —La voz era como la música de un pájaro fabuloso, un puente tendido sobre el abismo hacia un bosque inalcanzable.— Cuán a menudo hemos tomado consejo, Ilustre. Cuán a menudo cada cual ha hecho la voluntad del otro. Creo que conoce usted a las mujeres del agua. ¿Hemos de ser Ossipago, el valeroso Barbatus, y yo menos sabios que ellas?
Tomé aliento. —No sé qué quiere decir. Pero de algún modo siento que aunque usted y los suyos sean horrorosos, son buenos. Y que las ondinas no, por más que sean tan adorables, y tan monstruosas, que apenas puedo mirarlas.
—¿Es el mundo entero una guerra entre buenos y malos? ¿Nunca se le ha ocurrido que acaso haya algo más?
No lo había pensado, y no pude hacer otra cosa que mirarlo.
—Y tendrá usted la gentileza de tolerar mi apariencia. ¿Puedo quitarme la máscara sin ofenderlo? Los dos sabemos de qué se trata y me está apremiando. Calveros va delante y no nos verá.
—Si lo desea, Señoría —dije—. ¿Pero no le parece…? Con un rápido aleteo de una mano, como si lo aliviara, Famulimus retiró el disfraz. La cara revelada no era una cara, solamente ojos en una capa de putrescencia. Luego la mano volvió a moverse como antes, y también eso cayó. Debajo había una extraña, serena belleza, la que yo había visto grabada en las caras de las estatuas móviles en los jardines de la Casa Absoluta, pero distinta de ellas como la cara de una mujer viva es distinta de su máscara mortuoria. —¿Nunca pensó, Severian, que quien se pone una máscara podría ponerse otra? — pregunto—. Pero yo, que tenía dos, no tengo tres. Ya no nos separará ninguna falsedad, lo juro. Toque, Ilustre… Ponga los dedos en mi cara.
Yo tenía miedo, pero ella me tomó la mano y se la llevó a la mejilla. La sensación era de frescura y de vida, exactamente lo contrario que el calor seco de la piel del doctor.
—Todas las máscaras monstruosas que nos ha visto usar no son sino sus conciudadanos de Urth. Insecto, lamprea, o bien leproso moribundo. Son todos hermanos suyos, aunque quizá le repugne.
Ya estábamos cerca del nivel más alto de la torre, pisando a veces madera chamuscada: las ruinas de la conflagración desatada por Calveros y el médico. Cuando retiré la mano, Famulimus se puso de nuevo la máscara.
—¿Por qué lo hacen? —pregunté.
—Para que su gente nos odie y nos tema. Si no lo hiciéramos, ¿cuánto tiempo tolerarían los hombres corrientes un reinado que no fuera el nuestro? No querríamos robar a los suyos su propio gobierno; protegiendo a su especie de nosotros, ¿no mantiene el Autarca el Trono del Fénix?
Me sentí como a veces me había sentido en las montañas cuando, al despertar de un sueño, me incorporaba asombrado, miraba alrededor y veía la luna verde clavada en el cielo con un pino, y los rostros ceñudos y solemnes de las montañas bajo sus diademas rotas, en vez de las soñadas paredes del estudio del maestro Palaemon, o nuestro refectorio, o la galería de celdas donde me sentaba en la mesa del guardia ante la puerta de Thecla. Me las arreglé para decir: —¿Entonces por qué se me ha mostrado?
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