En cambio recogí su arma, la tenue vara de plata que se le había caído. Era una hoja de un solo filo y el ancho de mi índice, muy puntiaguda, como correspondía a la espada de un cirujano. Al cabo de un momento me di cuenta de que la empuñadura era el mango del bastón del doctor, que yo había visto tan a menudo; era un bastón espada, como la espada que Vodalus había sacado una vez en nuestra necrópolis, y allí, bajo la lluvia, sonreí pensando que el doctor la había llevado durante tantas leguas sin que yo, con la mía colgada tan trabajosamente, tuviera la menor idea. Con la estocada, la punta se había destrozado contra las piedras; arrojé la hoja rota por encima del parapeto, como Calveros había arrojado la Garra, y bajé a su torre a matarlo.
Mientras subíamos la escalera, el diálogo con Famulimus me había absorbido demasiado como para prestar mucha atención a las salas por donde pasábamos. A la más alta la recordaba únicamente como un lugar donde todo estaba cubierto por telas escarlatas. Ahora veía globos rojos, lámparas que ardían sin llama como las flores plateadas que brotaban del techo en la amplia estancia donde había conocido a los tres seres que ya no podía llamar cacógenos. Esos globos descansaban en pedestales de marfil, finos y ligeros en apariencia como huesos de pájaros, que se alzaban de un suelo que no era suelo sino un mar de telas, todas rojas, aunque de variados tonos y texturas. Sobre la estancia se extendía un dosel sostenido por atlantes. Era escarlata, pero tenía cosido un centenar de láminas de plata, tan lustradas que eran espejos casi tan perfectos como las armaduras de los pretorianos.
Había bajado ya casi todo el tramo de escalera cuando comprendí que lo que estaba viendo no era más que la alcoba del gigante, con la cama cinco veces mayor que una normal al nivel del suelo, y las colchas cereza y carmín desparramadas sobre una alfombra carmesí. En eso vi una cara entre las cobijas retorcidas. Levanté la espada y la cara desapareció, pero abandoné la escalera para apartar una tela aterciopelada. El catamita que había debajo (si es que era un catamita) se incorporó y me enfrentó con la desfachatez que a veces muestran los niños. Por cierto que era un chiquillo, aunque casi tan alto como yo, un niño desnudo tan gordo que la floja barriga le oscurecía los minúsculos órganos generativos. Los brazos eran como cojines rosados atados con cuerdas de oro, y en las orejas perforadas llevaba pendientes dorados con campanas diminutas. También tenía dorado el pelo; desde abajo de los rizos me miraba con los anchos ojos azules de un infante.
Grande como era Calveros, yo nunca había podido creer que practicase la pederastia en el sentido habitual del término, aunque bien podía ser que esperase hacerlo cuando el tamaño del niño fuera todavía mayor. Claro que, de la misma forma que controlaba su propio crecimiento, permitiéndose sólo el necesario para salvar la montaña de su cuerpo de la rapacidad de los años, acaso hubiera acelerado el de ese pobre chico todo lo posible dentro de sus conocimientos antroposóficos. Digo esto porque parecía seguro que no lo tenía bajo su control sino desde tiempo después de que Dorcas y yo nos separásemos de él y el doctor Talos.
(Dejé a ese niño donde lo había encontrado, y hasta hoy no tengo idea de lo que habrá sido de él. Es harto probable que haya muerto; pero también es posible que los hombres del lago lo hayan salvado y alimentado o que, habiéndolo encontrado un tioy po después, lo haya protegido el atamán.)
No bien llegué al piso de abajo, lo que vi borró todos mis pensamientos sobre el niño. La habitación estaba envuelta en brumas (lo cual, estoy seguro, no había sido así cuando la había cruzado antes), tal como la otra lo estaba en telas rojas; era un vapor viviente que hervía como yo habría podido imaginarme que hervía el logos turbulento al salir de la boca del Pancreador. Mientras lo miraba, un hombre de niebla, blanco como un gusano de sepulcro, se plantó ante mí blandiendo una lanza con púas. Yo no había comprendido aún que era un mero fantasma, cuando el filo de mi espada le atravesó la muñeca como habría podido penetrar una columna de humo. El hombre en seguida empezó a encogerse, como si la niebla se desmoronara sobre sí misma, hasta que quedó por debajo de mi cintura.
Avancé unos pasos, internándome en la fría, turbia blancura. Entonces, saltando sobre esa superficie, de la propia niebla se formó, como el hombre, una criatura horrorosa. He visto que algunos enanos tienen la cabeza y el torso de tamaño normal o más grande, pero las extremidades, aunque musculosas, como de niño; aquello era lo contrario: brazos y piernas más grandes que los míos salían de un cuerpo retorcido y atrofiado.
El antienano blandía un estoque, y abriendo la boca en un grito mudo, clavó el arma en el cuello del hombre sin hacer el menor caso a la lanza, que se le clavó en el pecho.
Entonces oí una risa, y aunque rara vez lo había oído alegre, supe quién era.
—¡Calveros! —grité.
La cabeza surgió de la niebla, igual que las cumbres que yo había visto al amanecer.
XXXVI — El combate en la muralla
—He aquí un enemigo de verdad —dije—, con un arma de verdad. —Me adentré en la bruma, tanteando con la hoja de la espada.
—También ve enemigos de verdad en mi cámara de nubes —gruñó Calveros, la voz totalmente serena—. Excepto que están afuera, en la muralla. El primero era uno de sus amigos; el segundo, uno de mis adversarios.
Mientras hablaba se dispersó la bruma, y lo vi cerca del centro de la sala, sentado en una silla enorme. Cuando me volví hacia él, se levantó, y agarrándola por el respaldo, me la arrojó como podría haber arrojado un cesto. Erró por menos de un palmo.
—Ahora intentará matarme —dijo—. Y todo por un hechizo ridículo. Tendría que haberlo matado aquella noche en que durmió en mi cama.
Yo habría podido decir lo mismo, pero no me molesté en responder. Estaba claro que haciéndose el indefenso esperaba inducirme a un ataque imprudente, y aunque al parecer estaba desarmado seguía siendo el doble de alto que yo, y según calculaba fundadamente, tres o cuatro veces más fuerte. También tenía conciencia, a medida que me acercaba, de que estábamos representando la escena de las marionetas que yo había visto en sueños la noche que él acababa de recordarme, y de que en aquel sueño el gigante de madera estaba armado con una porra. El retrocedía paso a paso mientras yo avanzaba; y sin embargo parecía siempre listo a trabar combate.
De repente, cuando habíamos recorrido unas tres cuartas partes de la sala alejándonos de la escalera, dio media vuelta y echó a correr. Fue pasmoso, como ver un árbol corriendo.
También fue muy rápido. Desgarbado como era, cubría dos zancadas con cada paso, y llegó a la pared —donde por ventana había apenas una ranura, igual a aquella por donde había mirado Ossipago— mucho antes que yo.
Por un instante no entendí qué se proponía. El ventanuco era demasiado angosto para su cuerpo. Hundió en él las dos grandes manos, y oí un ruido de piedra molida contra piedra.
Justo a tiempo adiviné, y me las arreglé para retroceder unos pasos. Un momento después él sostenía un mojado bloque de piedra, sacado del muro. Lo alzó por encima de su cabeza y me lo tiró.
Mientras yo lo esquivaba de un salto, arrancó otro, y luego otro más. Al tercero tuve que rodar desesperadamente, aferrando todavía la espada, para evitar el cuarto, y las piedras empezaron a llegar más y más rápido mientras la falta de las anteriores iba debilitando la estructura del muro. Por la más pura casualidad, al rodar me acerqué a un pequeño cofre que había en el suelo, un objeto no más grande que el que utilizaría un ama de casa modesta para guardar sus anillos.
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