Gene Wolfe - La espada del Lictor

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La espada del Lictor: краткое содержание, описание и аннотация

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Severian, desterrado por el “pecado” de misericordia, ha llegado a Thrax, la Ciudad de los Cuartos sin Ventanas, y se prepara para desempeñar el papel, a menudo desagradable, de funcionario del gobierno. Los acontecimientos perturbadores se precipitan. Dorcas deja a Severian y vuelve al Lago de los Pájaros. Severian es perseguido por una bestia mortífera. Ha empezado a cuestionarse su oficio de torturador y al fin deja libre a una mujer y escapa de la ciudad. Ya en las montañas sobrevive a otro encuentro con Agia, que pretende vengar la muerte de su hermano, y sigue huyendo en compañía de un niño, huérfano a causa de un alzabo. Más tarde, en una ciudad desierta, la Garra revive a un hombre que había sido enemigo del Conciliador. El niño muere, pero Severian mata al hombre, reparando de este modo una antigua deuda de venganza. Severian se une entonces a las gentes de las islas flotantes, y los ayuda a atacar el castillo donde volverá a encontrarse con Calveros y el doctor Talos.

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No había luz en la choza ni ruido de voces. Antes de entrar saqué la Garra de la bolsa, por miedo a que una vez dentro no me atreviera a hacerlo. A veces, como en la posada de Saltus, ardía como un fuego artificial. Otras veces no tenía más luz que un trozo de vidrio. Esa noche en la choza, más que brillar, fulguraba con un azul tan hondo que la propia luz parecía una suerte de oscuridad más clara. De todos los nombres del Conciliador, el que menos se usa, creo, y siempre me ha parecido más desconcertante, es el de Sol Negro. Desde esa noche he sentido que casi lo comprendo. No podía tomar la gema con los dedos como había hecho a menudo y aún habría de hacer después; la sostenía en la palma de la mano derecha para que mi tacto no cometiera más sacrilegio que el estrictamente necesario. Llevándola así por delante, me agaché y entré en la choza.

La muchacha yacía en el mismo sitio que esa tarde. Si aún respiraba, yo no podía oírla, y no se movía. El niño del ojo infectado dormía a los pies de ella en la tierra desnuda. Debía de haber comprado comida con el dinero que yo le había dado; por el suelo había hollejos de maíz y peladuras de fruta. Por un momento me atreví a tener la esperanza de que ninguno de los dos se despertara.

La honda luz de la Garra reveló que la cara de la muchacha era mas débil y más horrible que lo que yo había visto antes, acentuando los huecos bajo los ojos y las mejillas hundidas. Sentí que debía decir algo, invocar por alguna fórmula al Increado y sus mensajeros, pero tenía la boca seca y más vacía de palabras que la de cualquier animal. Lentamente bajé la mano hasta que su sombra cortó la luz que bañaba a la muchacha. Cuando volví a levantarla no había habido ningún cambio, y recordando que la Garra no había ayudado a Jolenta, me pregunté si sería posible que no tuviera buenos efectos sobre las mujeres, o si haría falta que la sostuviese una mujer. Luego toqué con ella la frente de la muchacha, de modo que por un momento pareció que tenía un tercer ojo en el rostro cadavérico.

De todos los usos que he hecho de la Garra, éste fue el más asombroso, y acaso el único en el que es imposible que alguna ilusión de mi parte o alguna coincidencia, por complicada que fuera, explique lo que ocurrió. Podía haber sido que la propia fe del hombre-mono le restañara la sangre, que el ulano del camino que bordeaba la Casa Absoluta sólo estuviera aturdido y hubiese reaccionado de todos modos, que la aparente cura de las heridas de Jonas no fuera más que un truco de la luz.

Pero ahora era como si un poder inimaginable hubiera actuado en el intervalo entre un chronon y el siguiente para torcer el rumbo del universo. Los ojos verdaderos de la muchacha se abrieron, oscuros como charcos. El rostro ya no era la máscara macabra que había sido, sino apenas el rostro exhausto de una joven.

—¿Quién eres tú, con esas ropas brillantes? —preguntó. Y luego—: Oh, estoy soñando.

Le dije que era un amigo, y que no había razón para que tuviese miedo.

—No tengo miedo dijo—. Lo tendría si estuviera despierta, pero no lo estoy. Parece que hubieras caído del cielo, pero sé que sólo eres el ala de un pobre pájaro. ¿Te ha cazado Jader? Cántame…

Volvió a cerrar los ojos; esta vez oí el lento suspiro de su aliento. La cara no cambió: delgada y consumida, como cuando había abierto los ojos; pero el sello de la muerte se le había borrado.

Le retiré la gema de la frente y la apoyé en el ojo del niño como la había aplicado en la cara de su hermana, pero no estoy seguro de que fuera necesario. Antes aun de haber sentido el beso de la Garra ya parecía normal, y es posible que la infección ya hubiera sido derrotada. El niño se agitó, dormido, y gritó como si en un sueño corriera por delante de niños más lentos, urgiéndolos a que lo siguieran. Volví a guardar la Garra en su pequeña bolsa y entre hollejos y peladuras me senté en el suelo de tierra a escucharlo. Al cabo de un rato volvió a calmarse. La tenue luz de las estrellas brillaba cerca de la puerta; por lo demás, la choza estaba totalmente oscura. Yo oía la respiración regular de la hermana, y la del niño.

Ella había dicho que yo, que desde mi ascenso a oficial había vestido de fulígeno, y antes con harapos grises, llevaba ropas brillantes. Comprendí que la había deslumbrado la luz que tenía en la frente; cualquier cosa, cualquier ropa le habría parecido brillante. Y no obstante sentía que en cierto modo ella estaba en lo cierto. No es que después de aquel momento yo empezara (como he tenido la tentación de escribir) a odiar mi capa, mis pantalones y mis botas; pero de alguna manera llegué a sentir que eran sin duda el disfraz con que los había confundido en el palacio del arconte, o el traje del hombre que había aparentado ser cuando actué en la obra del doctor Talos. Hasta un torturador es un hombre, y para ningún hombre es natural vestirse siempre y exclusivamente en ese tono más oscuro que el negro. Cuando en la tienda de Agilus yo me había puesto el manto marrón, había despreciado mi propia hipocresía; quizá la capa fulígena que en aquel momento llevaba debajo fuera una hipocresía igual o mayor.

Entonces la verdad empezó a abrirse camino en mi mente. Si alguna vez yo había sido un verdadero torturador, un torturador en el sentido en que lo eran el maestro Gurloes y hasta el maestro Palaemon, ya había dejado de serlo. Allí en Thrax me habían concedido una segunda oportunidad. También en esa oportunidad había fracasado, y no habría una tercera. Mis habilidades y mi vestimenta podían permitirme conseguir empleo, pero eso era todo; y sin duda me convendría destruir mis ropas no bien pudiera, e intentar obtener un puesto entre los soldados que luchaban en la guerra del norte, no bien consiguiera —si lo conseguía alguna vez— devolver la Garra.

El niño se agitó y dijo un nombre que quizás era el de su hermana. Ella murmuró algo, todavía en sueños. Me incorporé y estuve mirándolos un momento más, y luego me deslicé afuera, temiendo que se asustaran al ver mi cara cruel y mi larga espada.

IX — La salamandra

Fuera las estrellas parecían más brillantes, y por primera vez en muchas semanas la Garra había dejado de apretarme el pecho.

Al bajar el sendero angosto, ya no me hizo falta parar y volverme a mirar la ciudad. Se extendía ante mí en diez mil luces titilantes, desde el faro del castillo de Acies hasta el reflejo de las ventanas de la sala de guardia en las aguas que corrían a través del Capulus.

A esas alturas ya me habrían cerrado las puertas. Si aún no habían lanzado a los dimarchi, lo harían antes de que yo alcanzara la planicie junto al río; pero había decidido ver una vez más a Dorcas antes de abandonar la ciudad, y por alguna razón no dudaba de mi habilidad para lograrlo. Empezaba a urdir planes para sortear después los muros cuando lejos y abajo se encendió una nueva luz.

A lo lejos era pequeña, sólo una picadura de alfiler como las demás; y sin embargo no se les parecía en absoluto, y puede que mi mente sólo la registrara como luz porque no sabía con qué otra cosa compararla. La noche en que Vodalus había resucitado a la muerta en la necrópolis, yo había visto un poderoso disparo de pistola: un coherente haz de energía que había partido la niebla como un relámpago. Este fuego no era así, pero se le parecía más que cualquier cosa que yo pudiera recordar. Relumbró brevemente y se apagó, y un latido después sentí la ola de calor en la cara.

De algún modo me perdí en la oscuridad y no encontré la pequeña posada llamada el Nido del Pato. Nunca he sabido si equivoqué el camino o simplemente pasé delante de los postigos cerrados sin reparar en el cartel que colgaba arriba. De cualquier manera, pronto me encontré demasiado lejos del río, avanzando por una calle que por un trecho corría paralela al acantilado, con un olor de carne chamuscada en la nariz, como si estuvieran marcando animales con un hierro candente. Iba a volver sobre mis pasos cuando choqué en las sombras con una mujer. Tan violenta e imprevistamente golpeamos uno contra otro que por poco no me caí, y mientras retrocedía, oí el estrépito del cuerpo de ella contra la piedra.

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