Gene Wolfe - La espada del Lictor

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Severian, desterrado por el “pecado” de misericordia, ha llegado a Thrax, la Ciudad de los Cuartos sin Ventanas, y se prepara para desempeñar el papel, a menudo desagradable, de funcionario del gobierno. Los acontecimientos perturbadores se precipitan. Dorcas deja a Severian y vuelve al Lago de los Pájaros. Severian es perseguido por una bestia mortífera. Ha empezado a cuestionarse su oficio de torturador y al fin deja libre a una mujer y escapa de la ciudad. Ya en las montañas sobrevive a otro encuentro con Agia, que pretende vengar la muerte de su hermano, y sigue huyendo en compañía de un niño, huérfano a causa de un alzabo. Más tarde, en una ciudad desierta, la Garra revive a un hombre que había sido enemigo del Conciliador. El niño muere, pero Severian mata al hombre, reparando de este modo una antigua deuda de venganza. Severian se une entonces a las gentes de las islas flotantes, y los ayuda a atacar el castillo donde volverá a encontrarse con Calveros y el doctor Talos.

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»“En tiempos antiguos”, me dijo la madre, “se creía que era posible atraer el oro enterrado poniendo unas monedas tuyas en el suelo y usando algún embrujo. Muchos lo hicieron, y olvidaron el lugar, o no pudieron recoger nunca más sus monedas. Eso es lo que encuentra mi hijo. Ése es el pan que comemos.”

Recordé a la mujer tal como había sido aquella noche, vieja y encorvada mientras se calentaba las manos en un pequeño fuego de turba. Tal vez se pareciera a una de las niñeras de Thecla, pues algo en ella puso a Thecla más cerca de la superficie de mi mente de lo que había estado desde que me encarcelaron con Jonas en la Casa Absoluta, de modo que una o dos veces, reparando en mis manos, me había asombrado del grosor de los dedos, de su color marrón, y de verlas desnudas de anillos.

—Sigue, Severian —volvió a decir Cyriaca.

—Luego la anciana me dijo que en la ciudad de piedra había algo que verdaderamente atraía a quienes eran como ella. «Habrá oído usted historias de nigromantes», dijo, «que pescan los espíritus de los muertos. ¿Sabe dónde se encuentran los vitomantes de los muertos, los que llaman a quienes pueden revivirlos? En la ciudad de piedra hay uno, y una o dos veces cada saros alguno de los que él ha llamado viene a cenar con nosotros.» Y luego le dijo a su hijo: «Tú tienes que acordarte de ese hombre silencioso que dormía al lado de esta maza. Eras una criatura, pero creo que tienes que acordarte. Hasta el momento fue el último». Entonces supe que yo también había sido atraído por el vitomante Apu-Punchau, aunque no había sentido nada.

Cyriaca me miró de reojo.

—Entonces, ¿estoy muerta? ¿Es eso lo que quieres decir? Me dijiste que había una bruja que era nigromante, y que tropezaste con su fuego. Yo creo que la bruja de que hablas era un brujo, tú, y no cabe duda de que la enferma que mencionaste era tu cliente, y la mujer, tu sirvienta.

—Eso es porque he omitido contarte las partes de la historia que tienen alguna importancia —dije.

Me habría reído si hubieran pensado que yo era brujo; pero la Garra volvió a oprimirme el esternón, diciéndome que gracias a su poder robado yo era por cierto un brujo en todo salvo en saber; y comprendí entonces —en el mismo sentido en que había «comprendido» antes— que aunque Apu-Punchau la había tenido en su mano, no había podido (¿o no había querido?) arrebatármela.

—Lo más importante —continué— es que cuando el aparecido se desvaneció, detrás de él quedó en el barro una capa escarlata de Peregrina como la que tú llevas ahora. La tengo en mi alforja. ¿Se interesan las Peregrinas por la nigromancia?

Nunca llegué a oír la respuesta, porque en el mismo momento en que hablaba la alta figura del arconte se acercó por el sendero angosto que llevaba hasta la fuente. Iba enmascarado, y disfrazado de canedro, de modo que viéndolo a plena luz no lo habría reconocido; pero la penumbra del jardín lo despojaba de su disfraz con tanta eficacia como un par de manos humanas, y por eso me bastó divisar la altura de su mole, y su paso, para reconocerlo en seguida.

—Vaya dijo—. La ha encontrado. Tendría que haberlo previsto.

—Lo mismo pensé yo —le dije—, pero no estaba seguro.

VIII — En lo alto del acantilado

Dejé los jardines del palacio por uno de los portales que daban a tierra. Había seis soldados de caballería vigilando, sin el menor aire de relajamiento que pocas guardias antes había caracterizado a los dos de la escalinata del río. Uno, cerrando el paso educada pero inconfundiblemente, me preguntó si tenía que irme tan temprano. Me identifiqué y dije que temía que sí, que aún me quedaba trabajo por hacer esa noche (lo que era muy cierto) y que a la mañana siguiente me esperaba además una dura jornada (lo que no lo era menos).

—Pues es usted un héroe. —La voz del soldado sonó un poco más amistosa.— ¿No tiene escolta, Lictor? —Tenía dos clavígeros, pero los despedí. No hay motivo para que no encuentre yo solo el camino a la Víncula.

Otro soldado, que hasta entonces no había hablado, dijo:

—Puede quedarse dentro hasta mañana. Le darán un lugar tranquilo para acostarse.

—Sí, pero no haría mi trabajo. Me temo que debo partir ahora.

El que había estado bloqueándome el paso se apartó.

—Me gustaría mandar un par de hombres a que lo acompañen. Lo haré si espera usted un momento. Tengo que pedirle permiso al oficial de guardia.

—No es necesario —contesté, y partí antes de que pudieran decir algo más. Era evidente que algo, presumiblemente el ejecutor de los asesinatos que había mencionado mi sargento, actuaba en la ciudad; parecía casi seguro que mientras yo estaba en el palacio del arconte había ocurrido otra muerte. La idea me llenó de una agradable excitación; no porque fuera tan tonto como para imaginarme superior a un ataque, sino porque la idea de que me atacaran, de enfrentarme con la muerte esa noche en las oscuras calles de Thrax, aliviaba en parte la depresión que yo habría sentido en circunstancias opuestas. Este terror indeterminado, esa amenaza nocturna sin rostro, era la más temprana de mis pesadillas infantiles; y como tal, ahora que la niñez había quedado atrás, tenía la cualidad íntima que tienen todas las cosas infantiles cuando somos enteramente adultos.

Estaba en la misma margen del río que la choza que había visitado esa tarde, y no necesitaba volver a tomar un barco; pero las calles me eran extrañas y en la oscuridad parecían casi un laberinto construido para confundirme. Varias veces inicié la marcha en falso antes de encontrar el camino angosto que yo buscaba y que trepaba por el risco.

En las viviendas de ambos lados, silenciosas mientras habían esperado a que el poderoso muro de piedra que tenían enfrente se alzara y cubriera el sol, había ahora murmullos de voces, y unas pocas ventanas destellaban a la luz de unas lámparas de grasa. Mientras Abdiesus festejaba abajo, en su palacio, la gente humilde de lo alto del risco también celebraba, con un regocijo que difería del otro sobre todo en que era menos tumultuoso. Oí al pasar los ruidos del amor, lo mismo que los había oído en el jardín del arconte después de dejar a Cyriaca por última vez, y aquí y allá voces de hombres y mujeres conversando tranquilamente, y también bromeando. El jardín del palacio había estado perfumado por la fragancia de las flores, y el aire, refrescado por las fuentes del mismo jardín y por la fuente mayor del frío Acis, que corría justo al lado. Aquí ya no había esos olores; pero una brisa se movía entre las chozas y las cuevas de bocas taponadas, acercando ora un hedor de estiércol, ora el aroma del té o de algún estofado humilde, y sólo a veces el aire limpio de las montañas.

Cuando hube llegado a cierta altura de la cara del acantilado, donde no vivía nadie tan rico como para permitirse más luz que la de un fogón de cocina, me volví a mirar la ciudad, como la había mirado esa tarde —aunque con un ánimo totalmente distinto desde las almenas del castillo de Acies. Se dice que hay en las montañas grietas tan profundas que desde el fondo se ven las estrellas; grietas, pues, que atraviesan enteramente el mundo. Ahora yo sentía que había encontrado una. Era como mirar una constelación, como si toda Urth se hubiera derrumbado y yo estuviera mirando un abismo de estrellas.

Parecía probable que a esas alturas me hubiesen empezado a buscar. Pensé en los dimarchi del arconte apresurándose por las calles silenciosas, quizá llevando antorchas arrebatadas del jardín. Mucho peor era la idea de los clavígeros que hasta ahora había comandado desplegándolos en abanico desde las puertas de la Vincula. Sin embargo, no veía que se movieran luces, y no oía ningún grito ronco y lejano, y si la Vincula estaba alborotada, el alboroto no afectaba la telaraña de calles que cubrían el risco de la otra orilla. Tendría que haberse visto, también, el resplandor parpadeante del gran portón abriéndose para dejar salir a los hombres recién levantados, cerrándose, y luego volviendo a abrirse. Por fin di media vuelta y seguí subiendo. Aún no habían dado la alarma. Con todo, no tardaría en sonar.

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