Terry Pratchett - Hombres de armas

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“¡Sé un HOMBRE en la Guardia de la Ciudad! ¡La Guardia de la Ciudad necesita HOMBRES!”
Hasta ahora, sin embargo, la Guardia Nocturna solo cuenta con el cabo Zanahoria (técnicamente un enano), el agente Cuddy (realmente un enano), el agente Detritus (un troll), la agente Angua (una mujer… la mayor parte del tiempo) y el cabo Nobbs (descalifica do de la carrera evolutiva por hacer trampas).
Y necesitan toda la ayuda que puedan conseguir. Porque hay un asesino suelto en las calles, con un arma nueva y mortífera y, lo más peligroso, un PLAN para devolver a la ciudad de Ankh-Morpork su grandeza perdida. Además, el misterio debe resolverse antes del mediodía, cuando el capitán Vimes devolverá su placa y se casará con la mujer más rica de la ciudad. Comparado con lo que les viene ahora, acabar con aquel dragón que atacó la ciudad hace un tiempo resultó fácil, ¡enfrentarse a un ejército de enanos sería más fácil! Y si la tarea es incluso complicada para un cuerpo de vigilancia normal, para la Guardia Nocturna puede convertirse en un quebradero de cabeza… literalmente.
Una espléndida novela de acción, misterio y humor, Hombres de armas es la decimoquinta entrega de la conocida serie Mundodisco.

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—Gracias, señor Edward.

—Un poco más de su cara nos habría permitido estar seguros del parecido, no obstante. Con esto ya es suficiente, creo. Puedes irte, Bl-enkin.

—Sí, señor Edward.

—Alguna cosa discreta, nada muy e-laborado.

—Sí, señor Edward.

El sirviente cerró respetuosamente la puerta tras de sí, y luego bajó a la cocina sacudiendo la cabeza con tristeza. Los De M’uerthe llevaban años sin poder permitirse el lujo de tener un torturador titular en la mansión. Por el bien del chico, el sirviente tendría que hacer lo que pudiese con un cuchillo de cocina.

Las visitas esperaron a que el anfitrión hablara, pero no parecía que fuese a hacerlo, aunque en su caso siempre resultaba un poco difícil saberlo. Cuando estaba emocionado por algo, Edward no sufría exactamente de un impedimento del habla, sino de pausas colocadas en los lugares equivocados, como si su cerebro estuviera manteniendo en una situación de espera temporal a su boca.

Finalmente, uno de los integrantes de la audiencia dijo:

—Muy bien. ¿Y adonde quieres ir a parar?

—Ya habéis visto el parecido. ¿Acaso no resulta ob-vio?

—Oh, vamos…

Edward de M’uerthe tiró de un maletín de cuero y empezó a soltar las tiras que lo mantenían cerrado.

—Pero, pero el muchacho fue adoptado por enanos del Mundodisco. Lo encontraron en los bosques de las Montañas del Carnero cuando era un bebé. Había unas cuantas carretas a-rdiendo, cadáveres, ese tipo de cosas. El ataque de unos b-andidos, aparentemente. Los enanos encontraron una espada entre los restos. Ahora la tiene él. Una espada muy antigua. Y siempre está afilada.

—¿Y qué? El mundo está lleno de espadas antiguas. Y de piedras de afilar.

—Esta estaba muy bien escondida dentro de una de las carretas, la cual se destrozó. Curioso. Lo normal sería que hubiese estado a mano, ¿no? ¿Para poderla utilizar? ¿En tierras de b-andidos? Y luego el muchacho crece, y… el Destino… conspira para que él y su espada vengan a Ankh-Morpork, donde actualmente es un guardia en la Guardia Nocturna. ¡No me lo podía creer!

—Eso sigue sin ser…

Edward levantó la mano un momento, y luego sacó un paquete del maletín.

—Veréis, el caso es que llevé a cabo cuidadosas indag-aciones y pude localizar el sitio en el que se produjo el ataque. Un examen muy cuidadoso del terreno reveló viejos c-lavos de carreta, unas cuantas monedas de cobre y, en un trozo de carbón de leña… esto.

Todos estiraron el cuello para ver.

—Parece un anillo.

—Sí. Está, está, está d-escolorido en la superficie, por supuesto, porque de otra manera alguien hubiese repa-rado en él. Probablemente estaba escondido en algún lugar de una carreta. Hice que lo limpiaran en p-arte. Fijándose bien, se puede leer la inscripción. Bien, he aquí un inventario i-lustrado de las joyas reales de Ankh hecho en el año 907 AM, durante el reinado del rey Tyrril. ¿Puedo, si me lo permitís, llamar vuestra a-tención hacia el pequeño anillo de boda que hay en la esquina i-nferior izquierda de la página? Veréis que el artista tuvo la amab-ilidad de dibujar la inscripción.

Hicieron falta vanos minutos para que todos lo examinaran, ya que eran personas suspicaces por naturaleza. Todas descendían de personas para las que la sospecha y la paranoia habían figurado entre los principales rasgos de supervivencia.

Porque todos eran aristócratas. Ni uno solo de ellos ignoraba el nombre de su tatara-tatara-tatarabuelo ni la vergonzosa enfermedad que le había provocado la muerte.

Acababan de ingerir una comida no muy buena que, no obstante, había incluido vanos vinos antiguos dignos de catar. Habían asistido a ella porque todos habían conocido al padre de Edward, y los De M’uerthe eran una excelente familia de gran antigüedad, por muy reducidas que hubieran pasado a verse sus circunstancias.

—Así que ya lo veis —dijo Edward con orgullo—. Las pruebas son abrumadoras. ¡Tenemos un rey!

Los integrantes de su audiencia trataron de evitar mirarse los unos a los otros.

—Pensaba que os sentiríais muy complacidos —dijo Edward.

Finalmente, lord Óxido expresó en voz alta el consenso general. En aquellos ojos tan azules no cabía la compasión, la cual no era un rasgo de supervivencia, pero a veces podía permitirse correr el riesgo de mostrar un poco de amabilidad.

—Edward, el último rey de Ankh-Morpork murió hace siglos —dijo lord Óxido.

—¡Ejecutado por t-raidores!

—Incluso si todavía se pudiera encontrar a un descendiente, ¿ no crees que a estas alturas la sangre real ya estaría un poco aguada?

—¡La sangre real no puede a-guarse!

Ah, pensó lord Óxido. Así que el joven Edward es de los que piensan que el contacto de un rey puede curar la escrófula, como si la realeza fuera el equivalente al ungüento de azufre. El joven Edward piensa que no hay un lago de sangre lo bastante grande que atravesar con tal de sentar en el trono a un rey legítimo, ni acto demasiado vil que cometer en defensa de una corona. Un romántico, de hecho.

Lord Óxido no era un romántico. Los Óxido se habían adaptado bastante bien a los siglos posteriores a la monarquía de Ankh-Morpork comprando, vendiendo, alquilando y estableciendo contratos y haciendo lo que siempre han hecho los aristócratas, que es ser pragmáticos y sobrevivir.

—Bueno, quizá —concedió, hablando con la suave afabilidad de alguien que está intentando convencer a otro de que se baje de una cornisa—. Pero lo que debemos preguntarnos es: ¿necesita Ankh-Morpork, en este momento, un rey?

Edward lo miró como si se hubiera vuelto loco.

—¿Necesitar? ¿Necesitar, dices? ¿Mientras nuestra hermosa ciudad languidece bajo la bota de un ti-rano?

—Oh. Te refieres a Vetinari.

—¿Es que no veis lo que le ha hecho Vetinari a esta ciudad?

—El patricio es un hombrecillo muy desagradable y engreído —dijo lady Selachii—, pero yo no diría que realmente aterrorice mucho. No como tal.

—Una cosa tienes que reconocerle, y es que la ciudad funciona —dijo el vizconde Patinador—. Más o menos. La gente va haciendo cosas.

—Las calles son más seguras de lo que eran en tiempos de lord Espasmo el Loco —dijo lady Selachii.

—¿Más se-guras? ¡Vetinari estableció el Gremio de Ladrones! —gritó Edward.

—Sí, sí, por supuesto, muy reprensible, ciertamente. Por otra parte, basta con un modesto pago anual y uno ya puede ir seguro por ahí…

—Vetinari siempre dice que si va a haber crimen, al menos que sea crimen organizado —dijo lord Óxido.

—A mí me parece —dijo el vizconde Patinador— que todos los mandamases de los gremios dejan que Vetinari siga donde está porque cualquier otro sería peor, ¿no? Y no cabe duda de que en el pasado ya hemos tenido a unos cuantos que eran… bastante difíciles. ¿Alguien se acuerda de lord Winder el Homicida?

—O de lord Armonio el Trastornado —dijo lord Monflatherse.

—O de lord Escápula el Risueño —dijo lady Selachii—. Un hombre con un sentido del humor realmente afilado, desde luego.

—Ojo, que en el caso de Vetinari… hay algo que no es del todo… —empezó a decir lord Óxido.

—Sé a qué te refieres —dijo el vizconde Patinador—. No me gusta nada la manera que tiene de saber siempre lo que estás pensando antes de que lo pienses.

—Todo el mundo sabe que los Asesinos han fijado su tarifa en un millón de dólares —dijo lady Selachii—. Eso es lo que costaría hacerlo matar.

—Uno no puede evitar tener la sensación de que costaría mucho más asegurarse de que siguiera muerto —dijo lord Óxido.

—¡Dioses! ¿Qué ha sido del orgullo? ¿Qué ha sido del honor?

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