Terry Pratchett - Pirómides

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Pirómides: краткое содержание, описание и аннотация

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Quien pretenda lo contrario miente miserablemente: ser un faraón adolescente no es ningún trabajo fácil. De entrada, a tu padre se le puede ocurrir la brillante idea de enviarte a estudiar al extranjero; nada menos que a la Escuela de Asesinos de Ankh-Morpork. Luego hay ese tipo de pequeños y molestos detalles como no poder llevar dinero encima, tener que aguantar la presencia de jovencitas deshinibidas que se empeñan en pelar las uvas por ti, o al sumo sacerdote, siempre a mano para interpretar la voluntad de los dioses en cualquier cosa que se te ocurra decir.
No basta con tenérselas que ver con filósofos, esfinges empeñadas en que resuelvas un acertijo, caballos de madera enormes, pirómides —perdón, pirámides— con síntomas de inestabilidad paracósmica, dioses, cocodrilos sagrados con problemas de nutrición, reuniones de ancestros momificados…, no. Por si fuera poco, la hierba se empeña en crecer donde quiera que pises, no paras de soñar con siete vacas flacas y siete vacas gordas (una de ellas tocando el trombón) y, para colmo, eres el responsable de lograr que el sol salga todas las mañanas…

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Teppic apartó la mano del pestillo. Volvió a atravesar el suelo grasiento con un sigilo exquisito y avanzó a tientas a lo largo de una pared de madera llena de agujeros e irregularidades hasta encontrar una puerta. No quería correr ningún riesgo, por lo que sacó el corcho de su aceitera y dejó que una gota cayera silenciosamente sobre las bisagras.

Un instante después ya había cruzado el umbral. La rata que estaba dando un paseo por el pasillo repleto de corrientes de aire que había al otro lado tuvo que hacer un considerable esfuerzo de voluntad para no tragarse la lengua a causa del susto que le produjo verle pasar flotando junto a ella.

Había otra puerta al final del pasillo, y Teppic recorrió un auténtico laberinto de cuartos traseros y almacenes que olían a moho hasta encontrar una escalera de caracol. Debía de estar como a unos treinta metros de la trampilla. No había visto ninguna chimenea o conducto de ventilación, lo cual invitaba a suponer que esa parte del tejado estaba libre de obstáculos.

Teppic se agazapó y sacó de un bolsillo el rollo de tela dentro del que llevaba los cuchillos. La negrura aterciopelada se posó sobre el suelo creando un óvalo más oscuro que las sombras. Escogió un Número Cinco, un modelo de cuchillo que no tenía muchos partidarios pero que daba resultados excelentes si te habías acostumbrado a manejarlo.

Poco después su cabeza asomó cautelosamente por encima del extremo del tejado con un brazo doblado detrás de ella, pero listo para estirarse en un complicado despliegue de fuerzas que se combinarían para conseguir que unos cuantos gramos de acero se deslizaran por los aires hendiendo la noche.

Mericet estaba sentado junto a la trampilla contemplando su tablilla de anotaciones. Los ojos de Teppic se movieron de un lado a otro y acabaron posándose en el tablón que servía de puente para cruzar el callejón. El tablón estaba apoyado en el parapeto a un par de metros de distancia.

El anciano alzó su calva cabeza.

—Bienvenido, señor Teppic —dijo—. Puede seguir.

Teppic sintió cómo la capa de sudor que cubría su cuerpo se enfriaba de repente. Sus ojos se clavaron en el tablón. Alzó la cabeza y contempló primero al examinador y luego al cuchillo que sostenía en la mano.

—Sí, señor —dijo.

Dadas las circunstancias le pareció que no era suficiente, y añadió un «Gracias, señor» casi inaudible.

La primera noche que pasó en el dormitorio comunal no se borraría jamás de su memoria. El dormitorio era lo bastante grande para acoger a los dieciocho chicos de la Casa de la Víbora, y el número de corrientes de aire que se deslizaban por él era tan elevado que si cerrabas los ojos tenías la impresión de estar durmiendo en un descampado. La persona que lo había diseñado quizá hubiera dedicado algún pensamiento fugaz al concepto de la comodidad, pero sólo para poder evitarlo siempre que fuera posible, y había logrado obtener un dormitorio en el que hacía bastante más frío que en la calle.

—Yo creía que cada estudiante tendría su propia habitación —dijo Teppic.

Broncalo le miró y asintió con la cabeza. Su nuevo amigo había conseguido apoderarse de la cama menos expuesta de las dieciocho con que contaba aquella nevera.

—Más adelante —dijo. Se acostó en la cama y torció el gesto—. Estos muelles te destrozan la espalda… ¿Crees que los afilan?

Teppic no dijo nada. De hecho la cama que le había tocado en suerte era bastante más cómoda que la del palacio. Sus padres eran gente de alta cuna, y uno de los resultados naturales de esa condición era el tolerar que sus hijos vivieran en condiciones que incluso una lagartija sin hogar habría encontrado inaguantables.

Teppic desenrolló el delgado colchón y empezó a analizar los acontecimientos del día. Se había matriculado en la Escuela de Asesinos y… sí, de hecho llevaba más de siete horas siendo estudiante de asesino y hasta el momento ni tan siquiera le habían dejado poner la mano sobre un cuchillo. Naturalmente, siempre le quedaba el recurso de consolarse pensando que mañana sería otro día…

Broncalo se inclinó hacia él.

—¿Dónde está Arthur? —preguntó.

Teppic volvió la cabeza hacia la cama de al lado. El centro de la cama estaba adornado por una bolsa de tela patéticamente pequeña, pero no había ni rastro de quien debería haber estado ocupándola.

—¿Crees que se ha escapado? —preguntó Teppic observando las sombras que les rodeaban.

—Podría ser —replicó Broncalo—. Ocurre muy a menudo, ¿sabes? Críos acostumbrados a no separarse de las faldas de sus mamaítas que se encuentran lejos del hogar por primera vez en toda su vida… Algunos no consiguen aguantarlo.

La puerta que había al extremo del dormitorio giró lentamente sobre sus goznes y Arthur entró en la habitación caminando de espaldas y tirando de un chivo muy grande que no parecía tener demasiados deseos de estar allí. El chivo se resistió ferozmente cada metro del pasillo que se extendía entre las dos filas de camas.

Los chicos observaron en silencio a Arthur durante los minutos que tardó en atar el animal a los pies de su cama con una cuerda, meter las manos dentro de la bolsa y sacar de ella varias velas negras, un manojo de hierbas, un collar de cráneos y un trozo de tiza. Arthur cogió el trozo de tiza y sus rosados rasgos adoptaron la expresión entre tozuda y concentrada de quien se dispone a hacer lo que sabe es correcto pase lo que pase. Arthur dibujó un doble círculo alrededor de su cama, puso sus regordetas rodillas sobre el suelo y empezó a llenar el espacio existente entre los dos círculos con la colección de símbolos ocultos más desagradables y repulsivos que Teppic había visto en toda su vida. Les dio los últimos retoques, los examinó hasta convencerse de que no les faltaba ningún detalle, colocó las velas en puntos estratégicos del círculo y procedió a encenderlas. Las velas chisporrotearon y empezaron a desprender un olor que te sugería que dormirías mucho mejor si no sabías de qué estaban hechas.

Después alargó la mano hacia el montón de objetos que había encima de la cama, cogió un cuchillo de hoja corta y mango escarlata, fue hacia el chivo…

Una almohada cruzó los aires y chocó con su nuca.

—¡Vale ya, bastardo santurrón!

Arthur dejó caer el cuchillo y se echó a llorar. Broncalo se irguió en la cama.

—¡Has sido tú, Pesthilencio! —exclamó—. ¡Te he visto!

Pesthilencio —un chico pelirrojo bastante flaco cuya cara parecía una peca gigante—, intentó fulminarle con la mirada.

—Bueno, esto es increíble —dijo—. Quiero dormir y con tanta ceremonia religiosa suelta por aquí no hay forma de pegar ojo. Hoy en día sólo los mocosos rezan antes de acostarse, ¿no? Se supone que vamos a ser asesinos y…

—¡Cierra el pico, Pesthilencio! —gritó Broncalo—. El mundo sería un sitio bastante mejor de lo que es si todo el mundo dijera sus oraciones antes de acostarse, ¿no te parece? En lo que a mí respecta, estoy seguro de que no rezo todo lo…

Una almohada se estrelló contra su rostro impidiéndole terminar la frase. Broncalo se levantó de un salto y se lanzó sobre el chico pelirrojo moviendo los puños como si fueran las aspas de un molino de viento.

El resto del dormitorio no tardó en formar un círculo alrededor de la pareja de combatientes. Teppic aprovechó la confusión para ponerse en pie e ir hacia Arthur, quien se había sentado en el borde de su cama y seguía sollozando.

Teppic le dio unas palmaditas en el hombro. No sabía si servirían de mucho, pero se suponía que consolaban a la gente que tenía problemas.

—Yo no lloraría por eso, jovencito —gruñó.

—Pero… pero… ¡Todas las runas se han borrado! —gimió Arthur—. ¡Es demasiado tarde! ¡Y eso quiere decir que el Gran Orm vendrá a buscarme en la hora más oscura de la noche y enrollará mis entrañas alrededor de un palo!

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