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Terry Pratchett: Pirómides

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Terry Pratchett Pirómides
  • Название:
    Pirómides
  • Автор:
  • Издательство:
    Martínez Roca
  • Жанр:
  • Год:
    1992
  • Город:
    Madrid
  • Язык:
    Испанский
  • ISBN:
    84-270-1680-8
  • Рейтинг книги:
    5 / 5
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Pirómides: краткое содержание, описание и аннотация

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Quien pretenda lo contrario miente miserablemente: ser un faraón adolescente no es ningún trabajo fácil. De entrada, a tu padre se le puede ocurrir la brillante idea de enviarte a estudiar al extranjero; nada menos que a la Escuela de Asesinos de Ankh-Morpork. Luego hay ese tipo de pequeños y molestos detalles como no poder llevar dinero encima, tener que aguantar la presencia de jovencitas deshinibidas que se empeñan en pelar las uvas por ti, o al sumo sacerdote, siempre a mano para interpretar la voluntad de los dioses en cualquier cosa que se te ocurra decir. No basta con tenérselas que ver con filósofos, esfinges empeñadas en que resuelvas un acertijo, caballos de madera enormes, pirómides —perdón, pirámides— con síntomas de inestabilidad paracósmica, dioses, cocodrilos sagrados con problemas de nutrición, reuniones de ancestros momificados…, no. Por si fuera poco, la hierba se empeña en crecer donde quiera que pises, no paras de soñar con siete vacas flacas y siete vacas gordas (una de ellas tocando el trombón) y, para colmo, eres el responsable de lograr que el sol salga todas las mañanas…

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Los profesores se movían entre los chicos como pájaros negros de plumaje húmedo y un poquito desaliñados, pero Teppic no les prestaba atención. Estaba contemplando a un grupo de estudiantes veteranos situado junto a las columnas de la entrada. Los estudiantes también vestían de negro, y sus trajes ofrecían todo un muestrario de los distintos colores del negro.

Era su primera experiencia con los colores terciarios, esos colores que se hallan en el extremo más distante de la negrura y que se obtienen si desintegras la negrura con un prisma de ocho lados. Esos colores resultan prácticamente imposibles de describir en un ambiente no-mágico, pero si alguien decidiera intentarlo probablemente empezaría aconsejándote que examinaras atentamente el ala de un estornino después de haber fumado cualquier sustancia ilegal.

Los veteranos estaban inspeccionando a los recién llegados, y a juzgar por sus expresiones no les gustaban demasiado.

Teppic siguió observándoles. Aparte de los colores, lo primero que saltaba a la vista era que iban vestidos a la última moda, y en aquellos momentos la última moda sentía debilidad por los sombreros anchos, las hombreras, las cinturas estrechas y los zapatos puntiagudos. Los seguidores de aquellas tendencias indumentarias parecían clavos muy bien vestidos.

«Voy a ser como ellos —se dijo Teppic—. Pero intentaré vestir mejor…»

Se acordó de su tío Virt sentado en los peldaños que dominaban el Djel durante una de sus breves y misteriosas visitas.

—El satén, el cuero, las joyas… Olvídate de todo eso. No puedes llevar encima nada que brille, cruja o tintinee. Prescinde de todo lo que no sea terciopelo o seda cruda. Lo importante no es el número de personas que inhumes, sino el que nadie consiga inhumarte a ti.

Se había estado moviendo a una velocidad bastante temeraria, lo cual podía serle de alguna ayuda en aquellos momentos. Teppic se retorció en el aire mientras seguía cayendo hacia el vacío del callejón, extendió los brazos desesperadamente y sintió que las yemas de sus dedos rozaban una cornisa del edificio de enfrente. El contacto bastó para hacerle girar sobre sí mismo. Su cuerpo chocó con los maltrechos ladrillos de la pared con la fuerza suficiente para arrebatarle el poco aliento que le quedaba dentro de los pulmones y empezó a deslizarse por la pared…

—¡Chico!

Teppic alzó la mirada y vio a un asesino inmóvil delante de él, una silueta vestida con una túnica ceñida a la cintura mediante una faja de color púrpura. Era el primer asesino que veía, dejando aparte a Virt. No parecía mala persona. Incluso podías imaginártelo picando carne para hacer salchichas.

—¿Está hablando conmigo? —preguntó Teppic.

—Cuando hables con un profesor te pondrás en pie —dijeron los labios de aquel rostro rosado.

—Ah… ¿Lo haré?

Teppic estaba fascinado. Se preguntó qué habría que hacer para conseguir esa clase de comportamiento reflejo. Hasta aquel entonces la disciplina no había ocupado un lugar muy importante en su vida. Los preceptores intentaron inculcársela, claro, pero ver al rey posado sobre una puerta con cara de estar meditando solía ponerles tan nerviosos que se limitaban a dar la lección lo más deprisa posible y huían a encerrarse en su habitación.

—Lo haré, señor —dijo el profesor, y consultó la lista que llevaba en la mano—. Bien, chico, ¿cómo te llamas? —preguntó.

—Soy el Príncipe Pteppic del Viejo Reino, el Reino del Sol —dijo Teppic de carrerilla—. Comprendo que no estás familiarizado con la etiqueta, pero no deberías llamarme señor y cuando te dirijas a mí deberías tocar el suelo con la frente.

—Patetic, ¿no? —preguntó el profesor.

—No. Pteppic.

—Ah. Teppic… —dijo el profesor, e hizo una cruz junto a uno de los nombres de su lista mientras obsequiaba a Teppic con una gran sonrisa—. Bien, Su Majestad —añadió—, yo soy Grunworth Nivor, el preboste de tu fraternidad. Estás en la Casa de la Víbora. Que yo sepa hay por lo menos once Reinos del Sol en el Disco y antes de que termine la semana me entregarás un breve ensayo en el que se explique detalladamente todo lo referente a su situación geográfica, complexión política y capital o sede principal de gobierno, y el ensayo debe incluir una propuesta de ruta que lleve hasta el dormitorio del jefe de estado o de un alto dignatario, a tu elección. Pero en todo el mundo sólo hay una Casa de la Víbora, ¿entiendes? Buenos días, chico.

El profesor giró sobre sus talones y se dirigió hacia otro recién llegado, el cual empezó a encogerse apenas le vio acercarse.

—No es mal tipo —dijo una voz detrás de Teppic—. Y no te preocupes, en la biblioteca encontrarás todos los datos que necesitas para el trabajo. Si quieres te enseñaré dónde has de buscar. Por cierto, me llamo Broncalo.

Teppic se dio la vuelta. Quien le estaba hablando era un chico que tendría más o menos sus años y su altura, y cuyo traje negro —negro sencillo, el color reservado a los Primeros Años—, daba la impresión de haber sido colocado sobre él por etapas y estar asegurado con chinchetas. El chico le estaba ofreciendo una mano. Teppic la contempló sin mucho interés.

—¿Sí? —exclamó.

—¿Cómo te llamas, chaval?

Teppic se irguió hasta el máximo de su estatura. Estaba empezando a hartarse de aquellos tratamientos tan poco respetuosos.

—¿Chaval? ¡Te hago saber que por mis venas corre la sangre de los faraones!

Broncalo no se dejó impresionar.

—¿Quieres que siga corriendo por ellas? —preguntó mientras inclinaba la cabeza a un lado con una sonrisa casi imperceptible.

La panadería estaba al final del callejón, y algunos empleados habían salido del local para fumar un cigarrillo y escapar del calor desértico de los hornos cambiándolo por lo que casi podía llamarse frescor de las horas que preceden al amanecer. Su charla subía en espirales hacia Teppic, quien estaba oculto entre las sombras agarrándose con los dedos a un alféizar de lo más providencial mientras sus pies se movían frenéticamente intentando hallar un punto de apoyo en los ladrillos.

«No es una situación tan desesperada —se dijo—. Has salido de líos peores, ¿no? Acuérdate de la fachada encarada al cubo del palacio del Patricio el invierno pasado, por ejemplo… Todos los desagües habían reventado y las paredes se convirtieron en láminas de hielo. Esto de ahora debe de ser una magnitud 3, o una 3,2 como mucho… Tú y el viejo Bronco habéis escalado paredes peores sólo porque no os apetecía ir por la calle. Es una cuestión de perspectiva, nada más.»

Perspectiva… Miró hacia abajo y contempló veintiún metros de infinito. Bienvenido a Planilandia, amigo. «No pierdas la cabeza. Claro que si la pierdes pesarías menos y te resultaría más fácil… No, concéntrate en la pared y en seguir agarrado a ella.» Su mano derecha encontró una zona en la que el cemento se había desgastado, y sus dedos se introdujeron en ella impulsados por una orden tan débil que apenas podía considerarse como una instrucción consciente del cerebro. A esas alturas su cerebro se sentía tan frágil y amenazado que apenas conseguía interesarse por lo que estaba ocurriendo.

Teppic tragó una bocanada de aire, tensó el cuerpo y bajó una mano hacia su cinturón. Cogió una daga y la clavó entre dos ladrillos junto a él antes de que la gravedad tuviera tiempo de comprender lo que estaba pasando. Se quedó muy quieto y se entretuvo jadeando mientras esperaba a que la gravedad volviera a dejar de interesarse por él, movió el cuerpo a un lado y repitió la operación.

Un empleado de la panadería acabó de contar un chiste verde y se quitó un trocito de cemento que le había caído en la oreja. Sus compañeros se echaron a reír mientras la silueta de Teppic se recortaba bajo los rayos de la luna haciendo equilibrios sobre dos hojas de acero klatchiano y las palmas de sus manos iban subiendo lentamente hacia la ventana cuyo alféizar le había ofrecido una breve salvación.

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