Terry Pratchett - Pirómides

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Pirómides: краткое содержание, описание и аннотация

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Quien pretenda lo contrario miente miserablemente: ser un faraón adolescente no es ningún trabajo fácil. De entrada, a tu padre se le puede ocurrir la brillante idea de enviarte a estudiar al extranjero; nada menos que a la Escuela de Asesinos de Ankh-Morpork. Luego hay ese tipo de pequeños y molestos detalles como no poder llevar dinero encima, tener que aguantar la presencia de jovencitas deshinibidas que se empeñan en pelar las uvas por ti, o al sumo sacerdote, siempre a mano para interpretar la voluntad de los dioses en cualquier cosa que se te ocurra decir.
No basta con tenérselas que ver con filósofos, esfinges empeñadas en que resuelvas un acertijo, caballos de madera enormes, pirómides —perdón, pirámides— con síntomas de inestabilidad paracósmica, dioses, cocodrilos sagrados con problemas de nutrición, reuniones de ancestros momificados…, no. Por si fuera poco, la hierba se empeña en crecer donde quiera que pises, no paras de soñar con siete vacas flacas y siete vacas gordas (una de ellas tocando el trombón) y, para colmo, eres el responsable de lograr que el sol salga todas las mañanas…

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—Parece que no, padre.

—Oh. Bien. Estupendo —dijo el faraón—. Estupendo, realmente estupendo… Eso sí que es una buena noticia.

—Creo que será mejor que suba al carruaje, padre. Si me entretengo un poco más perderé la marea.

Su Majestad asintió y empezó a darse palmaditas en los bolsillos.

—Había algo que… —murmuró.

Logró encontrar lo que buscaba —una bolsita de cuero—, la metió en un bolsillo de Teppic e intentó repetir la rutina de la mano en el hombro.

—No es nada, no es nada, no me lo agradezcas —murmuró—. Y no se lo digas a tu tía… Oh, claro, tampoco podrías. Ha ido a acostarse un rato. Esto ha sido terrible para ella.

Ya sólo quedaba una cosa por hacer, y era que Teppic fuera a sacrificar una gallina ante la estatua de Khuft, el fundador de Djelibeibi, para que la mano de su antepasado guiara sus pasos por el gran mundo. La gallina era bastante pequeña, y cuando Khuft hubo terminado con ella pasó a convertirse en el almuerzo del rey.

La verdad es que Djelibeibi era un reino muy pequeño bastante absorto en sí mismo, e incluso sus plagas dejaban bastante que desear. Todo reino con río que se respete un poco a sí mismo sufre terribles plagas sobrenaturales, pero la más pavorosa que el Viejo Reino había conseguido escenificar durante los últimos cien años fue la Plaga de la Rana. [4] Eso sí, se trataba de una rana muy grande, y en cuanto consiguió llegar a los conductos de ventilación se las arregló para que nadie pegara ojo durante semanas.

Teppic se acordó de la bolsita de cuero esa tarde cuando ya habían dejado bastante atrás el delta del Djel y empezaban a cruzar el Mar Circular en dirección a Ankh-Morpork. La sacó del bolsillo, examinó su contenido y acabó pensando que expresaba tanto amor como la actitud ante la vida típica de su padre. La bolsita contenía un corcho, media pastilla de jabón, una minúscula moneda de bronce tan gastada que no había forma de averiguar cuál era su valor y una sardina de extremada ancianidad.

Es un hecho bien sabido que cuando estás a punto de morir tus sentidos adquieren una agudeza increíble, y siempre se ha creído que esa agudización de los sentidos tiene como objetivo permitir que su poseedor detecte cualquier posible salida a su apurada situación actual que no sea la obvia de morirse.

Esa creencia es falsa. El fenómeno es un ejemplo clásico de actividad de desplazamiento. Los sentidos se concentran desesperadamente en cualquier cosa que pueda hacerles olvidar el problema más inmediato —en el caso de Teppic escogieron un adoquinado de considerables dimensiones que estaba a unos nueve metros de él, pero que se aproximaba rápidamente—, con la esperanza de que éste se esfumará si dejan de prestarle atención.

El problema del método, naturalmente, es que eso no tardará en ocurrir.

Fuera por la razón que fuese lo innegable es que de repente Teppic cobró una aguda consciencia de todo cuanto le rodeaba. Los reflejos de la luna en los tejados; el olor de las hogazas recién horneadas que brotaba de una panadería cercana; el zumbido de un tábano que pasó velozmente junto a su oreja alejándose hacia arriba; el llanto distante de un bebé y los ladridos de un perro; la suave caricia del aire y, sobre todo, el que la atmósfera fuese tan sorprendentemente impalpable y no ofreciera ningún tipo de asideros…

El número de estudiantes matriculados aquel año ascendió a setenta. El examen de entrada en la Escuela de Asesinos no era muy difícil. Entrar en la escuela era de lo más sencillo, y salir de ella todavía lo era más (lo difícil era salir de ella por tu propio pie). El patio situado en el centro del conjunto de edificios del Gremio estaba repleto de chicos que tenían dos cosas en común: los gigantescos baúles sobre los que se encontraban y las ropas escogidas con la idea de que les sentarían bien cuando hubieran crecido un poco y dentro de las que estaban más o menos sentados. Algunos optimistas habían traído consigo armas, que fueron confiscadas y enviadas a casa a lo largo de las primeras semanas del curso.

Teppic los observaba con mucha atención. Ser el único hijo de unos padres tan absortos en sus propios asuntos que apenas le prestaban atención y que, de hecho, eran capaces de pasar días enteros sin acordarse de que existía tenía ciertas ventajas indudables.

Por lo poco que recordaba de ella, su madre había sido una mujer agradable y tan centrada en sí misma como un giróscopo. Le gustaban los gatos. Su madre no se limitaba a venerarlos —todos los habitantes del reino veneraban a los gatos—, sino que además le gustaban. Teppic sabía que tener a los gatos en un alto concepto era una tradición de casi todos los reinos fluviales, pero sospechaba que normalmente dichos animales eran criaturas gráciles y majestuosas. Los gatos de su madre eran maníacos de cabeza achatada y ojos amarillos que no paraban de gruñir y bufar.

Su padre pasaba la mayor parte del tiempo preocupándose por el reino y haciendo algún que otro intento de convencer a quienes le rodeaban de que era una gaviota, probablemente más por puro olvido que por estar realmente seguro de serlo. El hecho de que sus padres casi nunca se encontraran dentro del mismo marco de referencia —y no digamos ya el mismo estado anímico—, hizo que Teppic se entregara a frecuentes especulaciones sobre cómo había sido posible que le concibieran.

Pero al parecer su concepción se había producido y Teppic no tuvo más remedio que crecer guiándose por el viejo método de la prueba y el error mientras soportaba las no muy molestas restricciones impuestas por una sucesión de preceptores. Aquella parte de su vida no fue muy divertida, pero también tuvo algunos interludios muy agradables. Los preceptores que más le gustaban eran los contratados por su padre, sobre todo los que contrató cuando estaba volando a la máxima altitud posible, y durante todo un invierno maravilloso Teppic tuvo como preceptor a un viejo cazador furtivo de ibis que se había introducido en los jardines reales siguiendo la trayectoria de una flecha perdida.

Fue una época de carreras frenéticas con pelotones enteros de soldados detrás, vagabundeos bajo la luz de la luna por las calles desiertas de la necrópolis y, lo mejor de todo, de sus primeras experiencias con la barcazapicadora, una invención espantosamente complicada de manejo peligrosísimo que era capaz de convertir un cenagal repleto de inocentes aves acuáticas en una cantidad de paté flotante equivalente al peso de las aves involucradas.

También tuvo a su disposición toda la biblioteca incluidos los estantes cerrados con llave —cuando hacía mal tiempo el furtivo tenía que asegurarse el sustento dedicándose a otras actividades—, y Teppic pasó muchas horas de silencio y recogimiento estudiando lo que contenían. Acabó particularmente encariñado con El palacio secreto, Traducido del Fhranciano por Un Caballero, con Láminas Coloreadas a Mano en una Edición Estrictamente Limitada para Expertos y Eruditos. Las revelaciones del libro le dejaron un poco perplejo, pero su lectura le resultó muy instructiva, y cuando un joven preceptor un tanto rarito contratado por los sacerdotes intentó instruirle en ciertas técnicas atléticas que habían hecho furor en la Pseudópolis de la época clásica, Teppic examinó sus sugerencias durante algún tiempo y acabó dejándole sin conocimiento con un perchero.

Teppic no había sido educado. La educación se había limitado a irse posando sobre él como si fuera una capa de caspa.

El mundo que estaba fuera de su cabeza se hallaba muy mojado. Había empezado a llover, lo cual era otra experiencia nueva. Teppic había oído hablar de aquello, naturalmente, y sabía que el agua puede caer del cielo en trocitos pequeños llamados «gotas». Aun así, no había esperado que hubiese tantos. En Djelibeibi no llovía nunca.

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