Los dos fueron hasta un lugar oscuro bajo un árbol, donde no podían oírlos desde el campamento, seguidos por el desconocido.
Adair intentó eludir el problema que se le venía encima, fuera el que fuera.
– No sé a quién busca, pero le aseguro que no he sido yo. Me ha confundido con otro.
Su padre le abofeteó.
– ¿Qué has hecho? ¿Robar una gallina? ¿Coger zanahorias o cebollas de los campos?
– Lo juro -farfulló Adair, tocándose la ardiente mejilla y señalando al anciano-. No le conozco.
– No dejes que tu culpable imaginación se apodere de ti. No estoy acusando al muchacho de ningún delito -le dijo el anciano al padre de Adair. Miraba a los dos con desprecio, como si fueran mendigos o ladrones-. He elegido a tu hijo para que venga a trabajar para mí.
Hay que decir en su favor que el padre de Adair receló de la oferta.
– ¿Para qué puede servirte? No tiene habilidades. Solo sabe trabajar el campo.
– Necesito un sirviente. Un chico con la espalda fuerte y las piernas robustas.
Adair vio que su vida daba un giro abrupto y no deseado.
– Nunca he sido sirviente doméstico. No sabría qué hacer…
Una segunda bofetada de su padre hizo callar a Adair.
– ¡No presumas de ser más inútil de lo que eres! -gritó-. Puedes aprender, aunque aprender no sea uno de tus puntos fuertes.
– Aprenderá, lo intuyo. -El desconocido caminó despacio alrededor de Adair, mirándolo como si fuera un caballo en venta en un mercado de ladrones. Dejaba a su paso un aroma seco de humo, como de incienso-. No necesito a alguien con una mente fuerte, solo a alguien que ayude a un anciano frágil con las necesidades de la vida. Pero… -Y aquí sus ojos se estrecharon y su expresión volvió a ser taimada-. Vivo bastante lejos y no haré este viaje otra vez. Si tu hijo quiere el puesto, tendrá que venir conmigo esta noche.
– ¿Esta noche? -A Adair se le hizo un nudo en la garganta.
– Estoy dispuesto a pagar por la pérdida de la contribución de tu hijo a tu familia -le dijo el desconocido al padre de Adair.
Con aquellas palabras, Adair supo que estaba perdido, porque su padre no rechazaría el dinero. Entonces, su madre se les acercó, arrimada a la sombra del árbol, retorciéndose la falda con las manos. Aguardó con Adair, mientras su padre y el desconocido regateaban por el precio. En cuanto se acordó una suma y el anciano se alejó para preparar su caballo, la madre de Adair corrió hacia su marido.
– ¡¿Qué estás haciendo?! -gritó, aunque sabía que su marido no cambiaría de parecer. No se podía discutir con él.
Pero Adair se jugaba más y no tenía nada que perder, así que se encaró con su padre.
– ¿Qué me estás haciendo? ¡Un desconocido entra en el campamento y tú le vendes a uno de tus hijos! ¿Qué sabes de él?
– ¿Cómo te atreves a discutirme? -Lanzó un golpe, derribando a Adair por el suelo.
Para entonces, el resto de la familia había acudido desde la hoguera y se mantenía lejos del alcance del padre. No era nada nuevo para ellos ver a uno de sus hermanos golpeado, pero aun así resultaba perturbador.
– Eres demasiado estúpido para reconocer una buena oportunidad cuando la ves. Está claro que ese hombre es rico. Serás el sirviente de un rico. Vivirás en una casa, no en una carreta, y no tendrás que trabajar en los campos. Si yo pensara que este forastero iba a acceder, le pediría qué se llevara también a uno de los otros. Tal vez a Radu, que no está tan ciego para no ver cuando le cae algo bueno en el regazo.
Adair se levantó del suelo, atemorizado. Su padre le dio un capón en la coronilla, como propina.
– Ahora, recoge tus cosas y despídete. No hagas esperar a ese hombre.
Su madre miró a los ojos a su marido.
– Ferenc, ¿qué sabes de ese hombre al que le estás confiando nuestro hijo? ¿Qué te ha dicho?
– Sé lo suficiente. Es el físico de un conde. Vive en una casa en las tierras del conde. Adair se comprometerá a servirle siete años. Y al cabo de los siete años, Adair podrá escoger entre marcharse o seguir al servicio del físico.
Adair echó cuentas mentalmente: al cabo de siete años, tendría veintiuno, la mitad de su vida. Tal como estaban las cosas, se estaba acercando a la edad de casarse y estaba impaciente por seguir los pasos de sus hermanos y encontrar una novia, formar una familia y ser aceptado como un hombre.
Como sirviente doméstico, no se casaría ni se le permitiría tener hijos; su vida quedaría en suspenso durante ese período tan crucial. Para cuando quedara libre, ya sería viejo. ¿Qué mujer iba a quererlo entonces?
Y su familia ¿qué? ¿Dónde estarían dentro de siete años? Eran gente errante, que se desplazaba en busca de trabajo, de cobijo, para escapar del mal tiempo Ninguno de ellos sabía leer ni escribir. Nunca podría encontrarlos. Perder a su familia era impensable. Eran lo más bajo de la sociedad, rechazados por todos los demás. ¿Cómo iba a sobrevivir sin ellos cuando dejara de trabajar para el forastero?
Un gemido salió de la garganta de su madre. Ella sabía tan bien como Adair lo que aquello significaba. Pero su padre se mantuvo firme en su decisión.
– ¡Es por el bien de todos! Tú lo sabes. Mira cómo estamos: apenas podemos ganar lo suficiente para dar de comer a nuestros hijos. Es mejor que Adair se haga cargo de sí mismo.
– ¡Quieres decir que todos somos una carga para ti! -gritó Radu.
Dos años más joven que Adair, Radu era el más sensible de la familia. Corrió hacia Adair y rodeó con sus delgados brazos la cintura de su hermano, mojando con sus lágrimas la harapienta camisa de Adair.
– Adair ya es un hombre y tiene que abrirse camino en el mundo -le dijo su padre a Radu, y después a todos-. Bueno, ya basta de lamentaciones. Adair tiene que hacer el equipaje.
Adair viajó toda aquella noche, montado detrás del desconocido, como se le ordenó. Le sorprendió descubrir que el anciano tenía un caballo magnífico, la clase de montura que tendría un caballero, lo bastante robusto para que sus pisadas hicieran temblar el suelo. Adair se dio cuenta de que viajaban hacia el oeste, adentrándose en territorio rumano.
Al llegar la mañana, pasaron ante el castillo del conde para el que trabajaba el físico. Carecía por completo de encanto. Estaba pensado para resistir un asedio: bajo y sólido, cuadrangular rodeado por unas cuantas viviendas y cuadras de ovejas y vacas. Los campos cultivados se extendían en todas direcciones. Siguieron cabalgando durante un rato más a través de un espeso bosque, hasta que llegaron a una pequeña torre de piedra, casi oculta por los árboles. La torre parecía húmeda, cubierta de musgo que crecía por doquier sin luz solar que lo contuviera. A Adair, la torre se le antojó más una mazmorra que una vivienda; no parecía tener ni una puerta en su intimidante fachada.
El anciano desmontó y le ordenó a Adair que se ocupara del caballo antes de reunirse con él en la torre. Adair se entretuvo todo el tiempo que pudo con el colosal corcel, quitándole la silla y las bridas, llevándole agua, frotándole el sudoroso lomo con paja seca. Cuando ya no pudo aplazarlo más, recogió la silla y entró en la torre.
En el interior había tanto humo que casi no se veía: un pequeño fuego ardía en el hogar y solo había un ventanuco estrecho por el que el humo pudiera escapar. Mirando a su alrededor, Adair vio que la torre tenía una sola habitación grande y circular. Una mujer dormía en el suelo en un lecho de paja. Tendría por lo menos diez años más que Adair y era rolliza, con manos grandes y coloradas y rasgos casi asexuados. Dormía rodeada por los utensilios de su género: cuencos y cucharones de madera, cacerolas y cubos; una tabla de madera, gastada y grasienta; pilas de discos de madera que servían de platos; jarras de vino y cerveza. Ristras de cebollas y ajos colgadas de ganchos en las paredes de piedra, cuerdas de embutidos y una sarta de piezas redondas y duras de pan de centeno.
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