– ¿Por qué tiene tantos dormitorios este sitio? -preguntó Clary-. Pensaba que era un instituto de investigación.
– Ésta es el ala residencial. Tenemos el compromiso de ofrecer seguridad y alojamiento a cualquier cazador de sombras que lo solicite. Podemos alojar hasta doscientas personas.
– Pero la mayoría de estas habitaciones están vacías.
– La gente va y viene. Nadie se queda mucho tiempo. Por lo general estamos sólo nosotros: Alec, Isabelle y Max, sus padres…, y yo y Hodge.
– ¿Max?
– ¿Conociste a la bella Isabelle? Alec es su hermano mayor. Max es el menor, pero está en el extranjero con sus padres.
– ¿De vacaciones?
– No exactamente. -Jace vaciló-. Puedes considerarlos como… como diplomáticos extranjeros, y esto como una especie de embajada. En estos momentos se encuentran en el país de origen de los cazadores de sombras, llevando a cabo unas negociaciones de paz muy delicadas. Se llevaron a Max con ellos porque es muy joven.
– ¿País de origen de los cazadores de sombras? -A Clary le daba vueltas la cabeza-. ¿Cómo se llama?
– Idris.
– Nunca he oído hablar de él.
– No tendrías por qué. -Aquella irritante superioridad estaba de vuelta en su voz-. Los mundanos no conocen su existencia. Hay defensas, hechizos de protección, colocados en todas sus fronteras. Si intentaras cruzar al interior de Idris, sencillamente te verías transportada de un extremo al siguiente al instante. Jamás sabrías qué había sucedido.
– ¿De modo que no está en ningún mapa?
– No en los de los mundis. Para nuestros propósitos, puedes considerarlo un pequeño país entre Alemania y Francia.
– Pero no hay nada entre Alemania y Francia. Excepto Suiza.
– Exactamente -dijo Jace.
– Imagino que has estado allí. En Idris, quiero decir.
– Crecí allí.
La voz de Jace era neutral, pero algo en su tono le dejó saber que más preguntas en esa dirección no serían bien recibidas.
– La mayoría de nosotros lo hemos hecho. Existen, desde luego, cazadores de sombras por todo el mundo. Tenemos que estar en todas partes, porque la actividad demoníaca está por todas partes. Pero para un cazador de sombras, Idris siempre es «el hogar».
– Como La Meca o Jerusalén -repuso Clary, pensativa-. Así que la mayoría de vosotros os criáis allí, y luego, cuando crecéis…
– Nos envían a donde se nos necesita -dijo Jace en tono brusco-. Hay unos pocos, como Isabelle y Alec, que crecieron lejos del país de origen, porque ahí es donde están sus padres. Con todos los recursos que el Instituto tiene, con la instrucción de Hodge… -Se interrumpió-. Esto es la biblioteca.
Habían llegado a una pareja de puertas de madera en forma de arco. Un gato persa azul de ojos amarillos estaba enroscado frente a ellas. Alzó la cabeza cuando se acercaron y maulló.
– Hola, Iglesia -dijo Jace, acariciando el lomo del gato con un pie descalzo.
El gato entrecerró los ojos de placer.
– Espera -dijo Clary-. ¿Alec, Isabelle y Max… son los únicos cazadores de sombras de tu edad que conoces, con los que pasas tiempo?
Jace dejó de acariciar al gato.
– Sí.
– Debe de resultar un poco solitario.
– Tengo todo lo que necesito.
Jace abrió las puertas de un empujón. Tras un instante de vacilación, ella le siguió al interior.
* * *
La biblioteca era circular, con un techo que terminaba en punta, como si la hubieran construido dentro de una torre. Las paredes estaban cubiertas de libros, y los estantes eran tan altos que largas escalas colocadas sobre ruedecitas estaban dispuestas a lo largo de ellos a intervalos. Tampoco se trataba de libros corrientes; aquéllos eran libros encuadernados en piel y terciopelo, con cerraduras de aspecto sólido y bisagras hechas de latón y plata. Sus lomos estaban tachonados de gemas, que brillaban débilmente, e iluminados con letras doradas. Parecían desgastados de un modo que dejaba claro que aquellos libros no sólo eran antiguos, sino que se usaban con frecuencia, y que habían sido amados.
El suelo era de madera reluciente, con incrustaciones de pedacitos de cristal y mármol y trozos de piedras semipreciosas. La incrustación formaba un diseño que Clary no consiguió descifrar completamente: podrían haber sido las constelaciones, o incluso un mapa del mundo; sospechó que tendría que trepar a lo más alto del interior de la torre y mirar hacia abajo para poder verlo adecuadamente.
En el centro de la habitación había un magnífico escritorio. Estaba tallado a partir de una única tabla de madera, un gran y pesado trozo de roble que relucía con el apagado brillo de los años. La tabla descansaba sobre las espaldas de dos ángeles, tallados en la misma madera, las alas doradas y los rostros cincelados con una expresión de sufrimiento, como si el peso de la tabla les partiera la espalda. Tras el escritorio se sentaba un hombre delgado de cabellos entrecanos y larga nariz ganchuda.
– Una amante de los libros, veo -dijo, sonriendo a Clary-. No me dijiste eso, Jace.
Jace rió entre dientes. Clary tuvo la certeza de que se le había acercado por detrás y estaba de pie allí, con las manos en los bolsillos, sonriendo con aquella exasperante sonrisa suya.
– No hemos hablado mucho durante nuestra corta relación -dijo él-. Me temo que nuestros hábitos de lectura no salieron a relucir.
Clary se volvió y le lanzó una mirada iracunda.
– ¿Cómo puede saberlo? -preguntó al hombre que había tras el escritorio-. Que me gustan los libros, quiero decir.
– La expresión de tu rostro cuando entraste -respondió él, poniéndose en pie y saliendo de detrás del escritorio-. No sé por qué, pero dudé que te sintieras tan impresionada por mi persona.
Clary sofocó una exclamación ahogada cuando él se levantó. Por un momento le pareció que era curiosamente deforme, con el hombro izquierdo encorvado y más alto que el otro. A medida que se fue acercando, vio que la joroba era en realidad un pájaro, cuidadosamente posado sobre su hombro; un criatura de plumas lustrosas con brillantes ojos negros.
– Este es Hugo -presentó el hombre, tocando al ave posada en e hombro-. Hugo es un cuervo, y como tal, sabe muchas cosas. Yo, Por mi parte, soy Hodge Starkweather, profesor de historia, y como tal, no sé ni con mucho lo suficiente.
Clary rió un poco muy a pesar suyo, y estrechó la mano que le tendía.
– Clary Fray.
– Encantado de conocerte -respondió él-. Me sentiría encantado de conocer a cualquiera capaz de matar a un rapiñador con sus propias manos.
– No fueron mis propias manos. -Seguía resultando raro ser felicitada por matar-. Fue lo que Jace…, bueno, no recuerdo cómo se llamaba, pero…
– Se refiere a mi sensor -explicó Jace-. Se lo metió a esa cosa por la garganta. Las runas debieron asfixiarlo. Supongo que necesitaré otro -añadió, casi como una idea de último momento-. Debería haberlo mencionado.
– Hay varios de sobra en la habitación de las armas -repuso Hodge; al sonreír a Clary, un millar de pequeñas líneas surgieron como haces alrededor de sus ojos, igual que grietas en una pintura antigua-. Eso fue pensar de prisa. ¿Qué te dio la idea de usar el sensor como arma?
Antes de que ella pudiera responder, una risa aguda sonó a través de la habitación. Clary había estado tan cautivada por los libros y distraída por Hodge que no había visto a Alec tumbado en un sillón rojo junto a la chimenea apagada.
– No puedo creer que te tragues esa historia, Hodge -dijo.
En un principio, Clary no registró siquiera sus palabras. Estaba demasiado ocupada contemplándole fijamente. Como a muchos hijos únicos, le fascinaba el parecido entre hermanos, y en aquellos momentos, a plena luz del día, podía ver exactamente lo mucho que Alec se parecía a su hermana. Tenían el mismo cabello negro azabache, las mismas cejas finas que se alzaban en las esquinas, la misma tez pálida y ruborosa. Pero donde Isabelle era toda arrogancia, Alec permanecía desplomado en el sillón como si esperara que nadie advirtiera su presencia. Sus pestañas eran largas y oscuras como las de su hermana, pero allí donde los ojos de ella eran negros, los de él eran del tono azul oscuro del vidrio de una botella. Contemplaban a Clary con una hostilidad tan pura y concentrada como ácida.
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